martes, 8 de febrero de 2022

Alcides Herrera, un genio renuente

“Científicos dominicanos descubren que estoy tan flaco que, cuando muera, no se va a notar la diferencia” Alcides Herrera

El Pescao dijo que le decían. No pasaría de los 15 años él ni de los veintidós yo. Siete años nos llevábamos por el calendario gregoriano. Puede que fuéramos aún más jóvenes pero Alcides ya era parte de la Leña del Humor que era a su vez la tribu más delirante que haya producido nunca el humor cubano. (Sobre la impresión de ver por primera, segunda o tercera vez a La Leña escribiré en ocasión más propicia). El Pescao no tenía entonces que explicar sus méritos para ser aceptado en aquella sucursal villareña de los hermanos Marx pero insistió en que viéramos sus caricaturas, ansioso como estaba en probar su valía. Temo que se me confunda aquel recuerdo con el de otras caricaturas, más recientes, de trazo minimalista y humor metafísico, pero ya a aquella edad a Alcides Herrera cualquier cosa le quedaba chiquita, fuera la Leña o la vida. Las pocas veces que nos vimos por acá el Pescao prefería evocar un encuentro en el campismo del río Canímar, nuestro alojamiento durante un festival de la Seña del Humor de Matanzas. Allí, según él, dije unas palabras que lo habían marcado para siempre y que el olvido me evita la vergüenza de repetir aquí. No obstante, su insistencia en aquel recuerdo lo retrataba en su inagotable candor y generosidad para atribuir a otros la sabiduría propia.

Alcides era eso: talento y sensibilidad en estado rabiosamente puro. Tanto, que pareciera que no sabía qué hacer con ellos y que tenía que sobrellevarlos con cantidades sobrehumanas de alcohol o cualquier otra sustancia disponible. Tanta creatividad la desperdigaba en el dibujo, la poesía y la música sin que se concretaran en un libro, un disco o una exposición, esas unidades de medida de los currículums. (Su gran amigo Manuel Sosa me confirma que, aunque dejó cientos de páginas inéditas, nunca llegó a publicar más que algunos poemas sueltos). De momento nos tendremos que conformar con lo que hasta ahora es su obra maestra: su muro de Facebook. Allí combinaba poesía de ocasión (para el Pescao, cuyo talento solo era comparable con el poco respeto que le tenía, todo era de ocasión), dibujos, memes, efemérides enloquecidas (“un día como hoy pero…”), frases atribuidas a un tal Francis Balsa (“Mi amigo no es bisexual: es gay un día sí y un día no”) y su descojonante serie sobre los descubrimientos de los científicos dominicanos que lo mismo explotaba la tontería sublime (“Científicos dominicanos descubren que hay muerte después de la vida”) que convertía el juego de palabras en poesía 
pura: “Científicos dominicanos descubren que el tiempo no es oro, es fantasía”. Todo era un pretexto para darle salida a una creatividad tanto más asombrosa cuando menos se apegaba a la lógica, que era casi siempre (“Conoció a Dios en la cárcel pero a Dios lo soltaron al otro día”).

Pero también —pidiéndole permiso a partes iguales a Led Zeppelin y a Walter Mercado— el Pescao era muchísimo amor. Eso se puede comprobar en su poesía o en la manera que trataba a sus amigos. No parecía alcanzarle todo el amor que pudieran darle —que fue mucho— y al mismo tiempo su tremenda bondad le impedía resentirse por ello. Porque amor nunca le faltó: si alguien con tan poco interés por sobrevivir duró 47 años sin caer en la indigencia absoluta fue gracias al cariño de los que lo conocían y apoyaron cada vez que hizo falta. Se puede acudir a la manida imagen de su vida como un largo suicidio pero se tropezará con la evidencia de que el Pescao tenía por morirse el mismo desinterés que en vivir (“Lo que no hice hasta hoy, ni haré, no es para eso” dijo parodiando a Martí, el más inagotable de los cubanos). Había en él un desgano esencial que era desmentido a cada paso por su incesante vitalidad, sus ocurrencias infinitas.

Si a alguien sorprendió su muerte fue porque llevaba demasiado tiempo sin saber de él. Su cuerpo, maltratado más allá de lo humanamente aceptable, se fue consumiendo hasta hacer de su muerte cualquier cosa menos una sorpresa. Y sin embargo no he encontrado a nadie en estos días resignado a su pérdida. “Es el egoísmo nuestro que quería tenerlo un poco más junto a nosotros” me explicó su amiga Ingeborg Portales. Por eso, con tantos que les infligimos disco tras libro a esta humanidad, la vida y la muerte de Alcides Herrera nos explican sin esfuerzo el sentido que tiene escribir, grabar, dejar testimonio. Ciertamente escritura y grabaciones no deberían dejarse al alcance de cualquiera, pero existen para que podamos seguir conversando con los genios auténticos una vez que se cansan de acompañarnos. Para que el fuego que nos deslumbró alguna vez no termine de apagarse.
     

2 comentarios:

Alejandro González Acosta dijo...

Entrañable y conmovedora despedida a un amigo, cercana a aquellos vejámenes universitarios medievales, elegante y hermosa, o quizás iniciadora de un nuevo género: el humor fúnebre. Chapeau, Mon President.

Liliam Busquet dijo...

Y dónde andaba yo que me perdí la existencia de este ser? Recién he ojeado en su muro y me he quedado enganchada con su talento gracias a ti. Parafraseando la vieja canción "las cosas más hermosas, duran poco..." Buen viaje, Alcides.