La gran depresión empezó un lunes. El domingo por la tarde los ricos encendían sus puros con billetes de a cien y al día siguiente la Economía amaneció deprimida: no quería levantarse de la cama ni para cepillarse los dientes y pasó horas mirando al techo de la habitación.
En serio: el lunes 28 de octubre de 1929 la Bolsa de Wall Street perdió el 12% de su valor. Le llamaron Lunes Negro. En realidad, ya había pasado algo parecido el jueves anterior, al que también le llamaron “negro” pero los inversionistas confiaban en que la bolsa se recuperaría, se levantaría de la cama e iría al trabajo.
Pero ante la nueva caída todos entraron en pánico. Y el martes la cosa no fue mejor. Falso que manadas de inversionistas practicaran clavado desde los hoteles contra el duro asfalto de Manhattan, pero —tras una leve recuperación— es cierto que desde entonces todos los índices económicos reales cayeron en picada, como los suicidas imaginarios.
A los hispanos no les fue mejor que a los índices económicos. Los que habían llegado por miles ante la promesa de que para ganar dinero bastaba recoger el que andaba tirado por las calles, ahora hacían la cola del comedor de beneficencia.
Los ánimos estaban revueltos. Los recién llegados aprendían inglés en periódicos que llamaban a la huelga.
Nueva York se llenaba de puertorriqueños exiliados que huían de la represión contra los que en la isla pedían la independencia de los Estados Unidos. Nueva York seguía siendo parte de Estados Unidos pero los independentistas no parecían enterarse.
Eran tiempos duros y revueltos, como huevos en un desayuno, pero no dejaban de triunfar las iniciativas públicas o privadas. Entre las últimas está la de Don Prudencio Unanue, español emigrado a Puerto Rico que luego recaló en Nueva York y en 1933 fundó una empresa de importación de alimentos ibéricos con nombre de pintor sordo: Francisco de Goya, el Beethoven de la pintura.
Su empresa terminaría imperando en el mundo de los enlatados con el lema de “Si es Goya, tiene que ser bueno”. Aunque no pinte.
En política la elección del puertorriqueño Oscar García Rivera como representante por el Partido Republicano a la asamblea estatal fue todo un hito: García Rivera se convirtió en el primer nativo de Puerto Rico en ser elegido a un cargo público en Estados Unidos.
Su lema bien pudo ser: “Si es Rivera, tiene que ser boricua”. Pero pocas cosas animaron tanto aquella depresiva década como la Guerra Civil Española que estalló en 1936.
La mayoría de los inmigrantes hispanos se volcó en favor de la República: fundaron organizaciones que se fusionaron en las Sociedades Hispanas Confederadas dedicadas a crear publicaciones como Frente Popular, organizar manifestaciones, recoger dinero y vituallas para la República y reclutar voluntarios que fueran a pelear a España.
Pero no todos en Nueva York estaban con la República: la jerarquía católica irlandesa y los comerciantes españoles afincados en la ciudad apoyaron el alzamiento militar de Franco contra la República.
Los católicos por no apreciar la celeridad con que los republicanos le habían ofrecido pasaporte al paraíso a las monjas y curas españoles.
Los comerciantes por sospechar que con la República a sus negocios no les iba a ir mejor que a los curas y monjas.
Así que en 1937 crearon la Casa de España afiliada con la Falange Exterior y radicada en el Park Central Hotel. Uno puede imaginarse cómo fue la Guerra Civil Española en Manhattan, llena de miradas atravesadas, desafiantes.
Cuando la República al fin cayó ante el avance franquista todavía sus partidarios en la ciudad siguieron preocupados con el destino de los que acá buscaban refugio de la represión de Franco. O respondiendo las miradas atravesadas de los franquistas de Manhattan con otras más atravesadas todavía.
*Tomado de Nuestra Voz
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