lunes, 22 de marzo de 2021

Bienvenid@S Todes Y Todxs


Habrá empezado como rebeldía particular. Como rechazo a que la norma gramatical oculte a quienes no se sienten representados en el plural masculino. Comprensible, como cualquier rebeldía. Necesariamente exasperada e informe. Deseosa de un cambio que debería producirse en el plano de lo real. Pero luego la rebeldía se convierte en moda. Y de moda va camino de convertirse en obligación, ley, liturgia maquinal. Se sigue maltratando a las mujeres, (o asesinándolas si se cree necesario), despreciando a los homosexuales, marginando a los trans, pero cada vez nos sentimos más cómodos con esa parodia de rebelión que masacra el idioma y el sentido común mientras mantiene las desigualdades intactas. Sospechoso debió parecernos que alguien tan poco respetuoso con los derechos humanos como Nicolás Maduro estuviera tan dispuesto a hablar de “millones y millonas”.

La actual insurrección gramatical parte del discutible principio de que el lenguaje condiciona nuestros comportamientos. De tomarse la aserción bíblica de que “en el principio era el Verbo” con demasiada literalidad y confiar en que los cambios en el habla terminarán modificando nuestras acciones. Suele ocurrir lo contrario: son los cambios en las costumbres los que terminan haciendo inservibles ciertas inercias de la lengua.

Emprenderla contra los pronombres de género en español obedece, sospecho, a cierta equiparación simplista con el inglés. Así, la persistencia endémica del machismo hispano se atribuiría a la distinción genérica de pronombres y adjetivos. Elimínense las marcas de género del idioma —dirán— y las mujeres de Tegucigalpa gozarán del mismo respeto que las de Nueva York. Lo que equivale a suponer demasiadas cosas al mismo tiempo. Como que las neoyorquinas están especialmente satisfechas con la consideración que reciben. O que los pronombres neutros favorecen la igualdad de géneros. Esta última hipótesis padece cuando menos de anglocentrismo agudo: el de suponer que la lógica gramatical del inglés nos hará mejores personas a todos. Hipótesis que ignora que de los diez primeros países clasificados por igualdad de género solo en Nueva Zelanda (en sexto lugar) se habla inglés. O que, además del inglés, tampoco el armenio, el kurdo, el persa, el tagalo o el cantonés hacen distinción gramatical de los géneros. Habrá que preguntarles a las iraníes o turcas si la neutralidad gramatical de sus respectivas lenguas ha mejorado de alguna manera su condición de mujeres. (Si se tiene en cuenta los cuatro primeros lugares en el escalafón de igualdad de géneros son Islandia, Noruega, Finlandia y Suecia sería hasta más lógico suponer que lo que inhibe la misoginia es el frío).

Pero la vida insiste en no ser sencilla. Mientras los beneficios del lenguaje inclusivo son discutibles el daño que se le impone al idioma y a su capacidad comunicativa empiezan a hacerse evidentes. Porque ya no se trata de una rebeldía puntual. A las rebeldes de toda la vida se le han sumado desde imitador@s bienintencionadxs hasta les demagogues de toda la vida. Los que no salieron en defensa de nadie cuando no estaba de moda hacerlo ejercitan su buena conciencia con la nueva calistenia gramatical. Pocas veces una rebelión fue tan poco riesgosa para sus practicantes (o para la realidad que intentaban cambiar) y, al mismo tiempo, más difíciles de entender los memos que circulan por los departamentos universitarios.

Los idiomas no son inmutables, ya se sabe. Basta leer El cantar del Mío Cid tal y como se lo transcribía en el siglo XIII. Pero ese organismo delicado y complejísimo que es el español sirve para que nos comuniquemos más de quinientos millones de personas a condición de que no abusemos demasiado de nuestras libertades como hablantes. Con independencia de nuestras buenas intenciones. Porque el lenguaje inclusivo superará su condición de moda pasajera solo si se convierte en norma. Imaginémoslo, pues, triunfante, definitivo. Cabe preguntarse si valdrá la pena escribir poesía en lenguaje inclusivo. O traducir a este a Sor Juana, a Vallejo, a Lorca, a Mistral o a Pizarnik. Tiene sentido averiguar si la nueva norma hará sus versos más bellos o parecerán aquejados de lepra puritana. Porque la estética es, junto a la utilidad, la prueba de fuego de las innovaciones.

No se trata de oponerse a toda novedad, pero tampoco de sucumbir a la superstición de que las novedades, por el simple hecho de serlo, entrañan mejoras automáticas. Tal y como se practica en estos días, el lenguaje inclusivo recuerda el tiempo decimal que intentaron imponer durante la Revolución Francesa por el que los días tendrían diez horas, las horas cien minutos y los minutos cien segundos; o el juicio por el que en 1918 los revolucionarios rusos condenaron a Dios a muerte y ejecutaron la sentencia ametrallando el cielo de Moscú. Gestos inútiles y ridículos que poco hicieron por la dignidad de causas tan atendibles como el sistema decimal o el ateísmo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

En efecto amigo Enrisco, no podría estar más de acuerdo con su tesis. Acá en Las Españas, la tontería ha llegado a tal punto que al padre de Carlota y del Capitán Alatriste no le ha quedado más remedio que reconocer: "... los españoles estamos siendo imbéciles por encima de nuestras posibilidades."

salva33125 dijo...

De acuerdo, muy bueno.