lunes, 10 de febrero de 2020

De la maledicencia como una de las bellas artes*

«Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República», escribió Eliseo Diego para que pudiéramos imaginarnos cuánta esperanza cabía en ese concepto cuando apenas daba sus primeros pasos en la realidad. Perdida la república y los intentos posteriores por suplantarla había que ver cómo decíamos «La Lengua Suelta», cuando sus primeras entregas comenzaron a asomarse a las páginas digitales de La Habana Elegante, la revista que, desde Texas, editaba Francisco Morán. Había que estar ahí para entender lo que significó leer de primera mano y en tiempo real las meteduras de pata y los chismes de la cultura oficial cubana en la prosa precisa y despiadada de Fermín Gabor.
Cuando nos recuperábamos de la sacudida producida por el «qué», comenzamos a preguntarnos por el «quién». ¿Quién sería ese Fermín Gabor que firmaba las columnas de «La Lengua Suelta»? ¿Quién ese escritor sin obra previa que tan bien conocía el paño literario de la isla y encima se atrevía a enjuiciarlo con la misma soltura que el Che Guevara durante su breve (pero productivo en lo que a fusilamientos se refiere) reinado en la fortaleza de la Cabaña? ¿Quién reunía en aquella isla (porque era indudable que no se trataba de la «mafia de Miami» sino de un inside jobdosis suficientes de conocimiento, audacia y talento para acometer esas ejecuciones textuales? Porque aquel en quien «La Lengua Suelta» se ensañara no podría circular por la ciudad letrada con el prestigio intacto. En un país donde el Estado consideraba ilegal el sacrificio de ganado vacuno, incluso a manos de su propietario, un desconocido como Fermín Gabor se dedicaba alegremente al sacrificio de vacas sagradas. Gabor empezaba por preguntarse qué hacían en el panteón de la cultura patria, o, en su defecto, en los máximos puestos de la burocracia artístico-literaria, aquellas bestias que poco o nada habían aportado a dicha cultura. Luego sentenciaba, por ejemplo, que «La literatura cubana no cuenta con mayor escritor ágrafo que Ambrosio Fornet» o, puesto a describir la composición del Walhalla literario cubano que es la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), nos contaba que «Hubo un tiempo en que para hacerse miembro de la sección de escritores bastaba con publicar un folleto. Títulos como Escambray 63: peine contra bandidosNido de infiltradosMisión Chalatenango o Con la hamaca a cuestas consiguieron introducir a sus autores en la sociedad de escritores. Satisfechos con su membresía, nunca más intentaban una letra y se sobresaltaban ante cualquier novedad». A un periodista y al escritor entrevistado por éste, perpetradores a dúo de un libro, los califica de «matarifes de la vaca del recuerdo. La mata uno, mientras el otro le aguanta la pata». A un poeta de la generación del 50 lo presenta como contemporáneo «del nacimiento de la televisión, mitad Tongolele y mitad Gina Cabrera» que «parece dotado lo mismo para el cabaret que para el drama». A una poeta octogenaria que insiste en versificar su erotismo la llama «geisha jurásica». Después de sufrir tales embates cuesta no entrever en los mayores cumplidos que te hagan tus colegas rastros de sarcasmo. Era fácil suponer que «Fermín Gabor» era un pseudónimo destinado a proteger a su autor de la furia de los afectados habitantes de la dictadura (del proletariado) de las letras. Y de la mala fama que gozan los humoristas en tan engoladas tierras.
Convertidas en libro, las columnas de «La Lengua Suelta» exigen que se las considere de otro modo. Que se las lea sin el aliento de los rencores frescos que despierten tales o cuales figuras. Más de uno de los escarnecidos por Fermín Gabor no se encuentra entre nosotros. Ni siquiera entre ellos. La lectura que pide el editor del libro y autor del diccionario de personalidades mencionadas en las columnas que acompaña el volumen, el escritor exiliado en España Antonio José Ponte, es otra, más reposada y vasta. En la introducción del libro, Ponte propone una genealogía a La lengua suelta cuyos ancestros incluyen las Vidas para leerlas y Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante, Necesidad de libertad y El color del verano de Reinaldo Arenas o incluso los epitafios de escritores que alguna vez hicieron circular anónimamente los poetas Luis Rogelio Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera y Raúl Rivero. (Yo añadiría Cabezas de estudio, libro con el que Jesús Castellanos somete a los políticos de la misma república que emocionaba al padre de Eliseo Diego a tratamiento similar al que Ponte aplica a las personalidades incluidas en el «Diccionario de La lengua suelta»). Hay en La lengua suelta un esfuerzo sistemático por delinear un retrato de familia del estamento cultural cubano surgido a la sombra del Estado —esfuerzo secundado por las casi doscientas cincuenta páginas de fichas biográficas que añade Ponte— que obliga a extender su genealogía a libros aparecidos en otros contextos geográficos, pero afines al tema que ocupa en primer lugar a La lengua suelta, que es el del funcionamiento del batey de las letras bajo las condiciones del totalitarismo tardío. En ese sentido, La lengua suelta se emparentaría con El maestro y Margarita de Bulgákov cuando describe el funcionamiento del sindicato de literatos proletarios MASSOLIT; o con Asistencia obligada de Borís Yampolski e Ilyá Konstantínovski cuyo subtítulo en la edición española es «Un testimonio de las reuniones de la Unión de Escritores de la URSS»; o con ciertas escenas recordadas por Nadezhda Mandelstam y Adam Zagajewski. Recuentos de ese teatro del absurdo interpretado por intelectuales cuyo guión de comportamiento lo conforman a partes iguales el dogma y el miedo bien aprendidos. Un juego de simulaciones y mutua repartición de elogios y méritos que se establece sobre la base de ignorar, al mismo tiempo, la represión estatal y qué significa escribir o conducirse con un mínimo de gracia y vergüenza. Lo que Gabor retrata y Ponte remacha es la infinita capacidad de abyección y ridículo a que puede llegar este matrimonio de conveniencia entre un poder político desmesurado e intelectuales mediocres. Para recordarnos que, por dañino que sea ese enlace para la cultura de un país, visto con la necesaria perspectiva, puede resultar comiquísimo.
Pero el libro con el que más afinidad guarda La lengua suelta es, a mi parecer, El pensamiento cautivo de Czeslaw Milosz. Si en el suyo el polaco intentaba explicarse cómo y por qué intelectuales de los más diversos temperamentos y procedencias terminaron abrazando la causa del comunismo triunfante en su país, asignándole a cada uno de los escritores-modelo sucesivas letras del alfabeto griego, en este volumen el dúo Gabor-Ponte viene a explicarnos a dónde ha venido a parar el gremio de los escritores del establo totalitario medio siglo después. Si Alfa ha perdido toda la dignidad católica que le quedaba y bendice fusilamientos, Beta en cambio marchó al exilio para desde allí admirar mejor al gran líder que había fusilado a sus amigos guerreros. Porque, como ni Gabor ni Ponte dejan de recordarnos, por debajo de la ridiculez infinita de las cabezas parlantes de la UNEAC corre sangre real de gente concreta. A lo que asistimos aquí es a la degeneración final de lo que ya había nacido con los visibles signos de perversión que apuntara el Nobel polaco. Donde Milosz propone cuatro prototipos básicos signados por las cuatro primeras letras del alfabeto griego (les llama «el moralista», «el amante decepcionado», «el esclavo de la Historia» y «el trovador»), el dúo Gabor-Ponte exhibe un montón de tipos con sus nombres, apellidos, obra concreta y miserias específicas. Toda una fenomenología de la mediocridad ética o estética.
Con La lengua suelta, lo que podría pasar por simple costumbrismo de la abyección literaria es también la mirada a un momento histórico muy concreto. El de un régimen que, forjado al calor del «internacionalismo proletario» y «la amistad fraternal y la cooperación de la Unión Soviética», como consignaba la constitución de 1976, se ha terminado aferrando a un discurso eminentemente nacionalista y a los subsidios venezolanos que han financiado la reconstrucción del Estado estremecido por la caída del bloque soviético. Donde antes se excluía de la cultura oficial a todo intelectual o artista que se marchaba del país, ahora el ministro de Cultura anunciaba que la ídem cubana era una sola, incluida la que se produjera fuera siempre que respetara las reglas impuestas por el cacicazgo isleño. Por otra parte, las peleas por recibir premios estatales o por integrar delegaciones oficiales eran si acaso más feroces que en tiempos de la indestructible amistad con la Unión Soviética: los premios muchas veces se pagaban en dólares y los viajes eran usualmente a una Caracas cuyos mercados estaban mucho mejor surtidos que los de La Habana o el Moscú soviético. Y en todo esto se ceba el inmisericorde dúo Gabor-Ponte.
(Si hablo de dúo Gabor-Ponte es por la perfecta simetría de sus desempeños. La usualmente contenida prosa de Ponte aquí se desata para seguirle el juego a Gabor. Si el pseudo-húngaro catalogaba a la veterana poeta erótica de «geisha jurásica», Ponte describe a un escritor de ciencia ficción que se pasea por el reino de este mundo orlado de cueros y remaches como «pinguero de la Guerra de las Galaxias»; a un poeta pseudo-primitivo lo acusa de componer «bagazo rimado»; y de la canción en que un trovador proclama preferir «hundirnos en el mar que antes traicionar la gloria que se ha vivido», comenta que es «la letra ideal para himno nacional de la Atlántida»).
Si La lengua suelta fuera sólo una de las colecciones de sátiras más salvajes e ingeniosas que se hayan lanzado nunca contra el gremio intelectual, ya justificaría su lectura. Sucede además que pese a la naturaleza fragmentaria que le impone su estructura, La lengua suelta constituye, a su modo jodedor y pudoroso, un incisivo ensayo sobre las relaciones entre intelectualidad y poder en medio de un sometimiento casi absoluto. Su aproximación burlesca al tema no embota sino más bien afina sus conclusiones. Al describir los textos editados en Cuba sobre José Martí comenta Ponte que son «libros de una secta criminal, hechos para justificar crímenes de Estado. Se imprimen para justificar la complicidad de José Martí con Fidel Castro, para propiciarle una coartada a este último. Suponen el arreglo funerario donde el monolito castrista se encuentra pegado al mausoleo donde reposa Martí». Al comentar el Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto, (hijo de aquel que evocaba a su padre exclamando «la República») Ponte resume la debilidad esencial del libro en un defecto compartido por sus colegas contemporáneos. «Su autor pertenece a una generación de narradores (Senel Paz, Leonardo Padura, Abel Prieto, Arturo Arango) que no han llegado a entender el mal. O con mayor énfasis: el Mal. No son capaces de aguantarle la mirada al Mal ni por un segundo». Escritores —se sobreentiende— que han aprendido que la mejor fórmula de sobrevivencia en una tiranía crepuscular y mendicante como la cubana es encarnizarse en males menores a costa de ignorar aquel que los resume y les da sentido. Pero, al referirse a los escritores del exilio, el dúo Gabor-Ponte insiste en que no basta con aguantarle la mirada al mal. Escribir sin rodeos sobre el mal no exime de hacerlo bien. De ahí que la lengua de Gabor-Ponte no pierda filo con los escritores de extramuros. La afinidad política al abordar el mal no supone tregua ética o estética. Más que de un soberbio ejemplo de sátira política sobre la aldea letrada parece tratarse del juicio final de cierto momento de la cultura cubana (que como sabemos es una sola). No obstante, lo afilado y eficaz de la sátira de La lengua suelta hace sospechar que se trata de instrumento más demoledor que justo: que ante su potencia cáustica no hay carrera intelectual que, por impecable que sea, soporte su ataque. Ciertas salidas de tono en unos casos, ciertos titubeos en otros, nos recuerdan que, después de todo, la lengua también es humana y que la justicia humana es, por mucho que se esfuerce, un modo de injusticia.

*Reseña aparecida en la revista Cuadernos Hispanoamericanos.

El libro La lengua suelta puede encontrarse en el sitio de la Editorial Renacimiento y próximamente en Amazon.

3 comentarios:

Realpolitik dijo...

Parte del problema es que se trata de demasiada mediocridad indebidamente elevada para un entorno tan limitado, o sea, demasiado pujo y demasiada promoción sin fundamento. Si se pierde (o nunca hubo) el sentido de que hasta el ridículo hay que manejarlo con cierta discreción, se llega a cosas como “la gloria que se ha vivido,” de las cuales no hay recuperación posible. No la hay porque para superarlas las personas de marras tuvieran que convertirse en otras bien distintas y muy superiores, lo cual raramente sucede, si es que sucede alguna vez. Pero sí, lo de “geisha jurásica” está genial--aunque no sea justo con las exquisitas geishas, que jamás harían tal papelazo.

Anónimo dijo...

hablaste como loco pero ni nos enteramos de cómo comprar el libro, ni nos dijiste quén es en definitiva Gabor. Vaya....

EL BOBO DE LA YUCA dijo...

Siempre pensé que Fermín Gabor es Ponte. Esta edición me lo confirma.