Interior, noche, fines de los ochenta, una de aquellas peñas perestroikas que celebraba la revista Caimán Barbudo. Sentados en círculo en el piso de lo que sería la sala de estar de la magnífica casa de familia que alguna vez fue, en la avenida de Paseo, Vedado, Habana. En pleno corazón de la farándula habanera de aquellos días, quiero decir. Se hablaba de lo humano y lo divino o lo que la cobardía y la estrechez de aquellos años nos permitía pensar que eran humanidad y divinidad. Y en medio de aquello toma la palabra un chico soviético quien un español decente habla del más venerado de sus cantautores, el ya fallecido para entonces Vladimir Vysotski. Hubo de presentarlo en aquella sala a él y a sus canciones que cuestionaban el régimen soviético como una referencia poética y ética esencial para generaciones de soviéticos. “¿Cómo Silvio aquí?” preguntó alguien que quiero pensar que no era yo, pero no lo descarto. “No, no como Silvio” respondió con un rictus que era el desprecio hecho labios. Por Silvio y, supuse, por el mero intento de asociarlo con su ídolo ruso.
Años después, sospecho que demasiados, estuve en condiciones de entender ese gesto fruncido. No porque conociera mucho mejor la obra de Vysotski. Más bien porque llegué a entender que pese a su talento poético Silvio, a diferencia de Vysotski, nunca rebasó los límites políticos o ideológicos del castrismo ni había cuestionado sus principios éticos o su estrechísima cosmovisión. Ni siquiera en canciones que en su momento nos parecieron el colmo del desafío al régimen. A lo más que llegó Silvio fue a dar fe de las desarmonías entre su yo individual (o el yo colectivo de su generación) y el Espíritu de la Historia encarnado por la Revolución. (“Es por eso que un día me vi en el presente,/ con un pie allá donde vive la muerte,/ y otro pie suspendido en el aire,/ buscando lugar, / reclamando tierra de futuro para descansar”). Si acaso dejó constancia del desgarramiento que le producía a él y a los suyos “la tortura de ser ellos mismos” en un régimen nada complaciente con las inquietudes individuales. Para al final -de las canciones, de su vida creativa- alcanzar la mejor conciliación que el castrismo haya conseguido nunca entre su insaciable demanda de sacrificios vitales y la vida sentimental de sus súbditos. (“Sé que hay que seguir navegando./ Sigan exigiéndome cada vez más/ hasta poder seguir/o reventar”; “Hoy mi deber era cantarle a la patria/ Alzar la bandera, sumarme a la plaza/ Y creo que, acaso, al fin lo he logrado/ Soñando tu abrazo, volando a tu lado”)
¿Qué se podía esperar de Carlos Varela que, apartando su talento, ya desde inicio sonaba como una versión cínica, calculadora y -reconozcámoslo- precozmente oportunista de Silvio? De Silvio Rodríguez Varela aprendió el oficio de quejarse por toda una generación (“Guillermo Tell no comprendió a su hijo”), de ofrecerse como víctima de las incomprensiones del poder (“a veces me pasan en la radio/ a veces nada más”), para nunca apartarse del vicio que entraña ese círculo (“y sé con qué canciones quiero hacer revolución/ aunque me quede sin voz,/ aunque no me vengan a escuchar/aunque me dejen solo”). Tanto Silvio como Carlos Varela fueron, más que ídolos musicales autóctonos de las élites cubanas (y latinoamericanas) durante generaciones (sí, musicales en un país con la riquísima tradición de Cuba), sus más visibles guías espirituales. (Imagínense a un cantautor chileno quejándose de incomprensión por parte de la dictadura de Pinochet o a Charly García declarándose verdadero continuador del Proceso iniciado en 1976: la enormidad de esos absurdos puede darnos una idea de la hondura del abismo cubano). Y todavía, nos guste o no, muchos cubanos (incluso anticastristas) se sienten en deuda con Silvio y Varela cuando se trata de reconstruir genealogías éticas, estéticas y sentimentales. No es extraño que tras sesenta años de horror los cubanos que hemos vivido bajo Aquello no consigamos distinguir dónde termina el horror y comienza nuestra memoria afectiva, nosotros mismos. Que todavía intentemos "salvar" algo de un sistema que siempre nos negó nuestra condición de mujeres y hombres libres. Empezando por esos ídolos que no nos supieron hablar de la verdadera libertad porque la confundían con decidir qué partes del horror no abrazar. Para quererlo mejor.
Pero tampoco en eso somos especiales. Los rusos, con todo y su Vysotski, no les va mucho mejor cuando se trata de sentirse distintos a sus propios horrores.
*Me refiero en concreto a los artículos de María E. Rodríguez, Mabel Cuesta y Carlos Manuel Alvarez aparecidos en menos de una semana y por ese orden en Hypermedia Magazine.
2 comentarios:
El ser humano, cuando le resulta necesario o suficientemente conveniente, es perfectamente capaz de hacerse cuentos o acudir a mentiras piadosas--y bien puede llegar a creerlas.
La tropa de trovadores "revolucionarios" se trata de una especie de mamalones, aunque se creyeran ser gente "compleja" y "profunda," y no dudo que se lo sigan creyendo. Claro, el contexto no se prestaba para otra cosa, pues era un ambiente completamente viciado, torcido y perverso, muy apto y fecundo para producir tales engendros.
Por suerte, no albergo ambivalencia al respecto, o sea, no tengo que hacer esfuerzo alguno para rechazar lo que siempre me fue completamente ajeno, igual que si hubieran sido extraterrestres (aunque comprendo que todo el mundo no haya vivido las mismas circunstancias).
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