La pura casualidad hizo coincidir el luto por la muerte del cantante conocido como El Táiger con la publicación de la tragicomedia en tres actos La capital del sol (Bokeh, 2024) del recién estrenado autor César Pérez.
Que se trate de una coincidencia no impide buscarle sentido. Si en los alrededores de la muerte del reguetonero chocaron frontalmente el dolor popular con los escrúpulos clasistas, el populismo intelectual con los pujos de alta cultura, el exhibicionismo sin frenos con la perfecta indiferencia —dejando al descubierto las brechas que separan a la tribu cubana más allá de la política—, la tragicomedia de César Pérez, ambientada en Miami, convoca y representa multitud semejante de sentimientos contradictorios: pobreza de espíritu, frustraciones, deseos insatisfechos, celos, ambiciones insaciables y un desajuste radical con la realidad cotidiana de una sociedad más o menos normal.
Entre la reacción en cadena ante la muerte del cantante y La capital del sol hay muchos temas comunes. Con ambas se podría armar un retrato robot del alma cubana a la altura del primer cuarto de siglo del segundo milenio, contando desde Cristo a esta parte.
Parecería una decisión extraña que, en su estreno dramatúrgico, César Pérez eligiera el recurso anacrónico de la obra en verso —desde el octosílabo hasta el alejandrino— para representar el presente cubano en Miami. Sin embargo, este reparo se conjura desde la entrada en escena de Larisa, la protagonista, presentando biografía, conflicto, filosofía y estética en solo ocho versos:
Fui jinetera en La Habana
Y aquí vendo rial estei
Traje a mi madre y mi hermana
Y a Lorencito también.
Muchas veces me pregunto
Por qué traje a ese cabrón
Es que no pueden ir juntos
Billetera y corazón.
Así, el ritmo antinatural de la poesía, con su filosofía callejera y su Spanglish recién adquirido, naturaliza lo que parecería incompatible y deja que el instrumento llevado por Lope de Vega a su máxima expresión teatral fluya por las autopistas y eficiencis de Miami, con la misma desenvoltura que por las calles del Madrid del Siglo de Oro.
Basta con esa tranquila audacia de César Pérez para atar mundos que se enemistaron a muerte durante la agonía y fallecimiento del Taiger, donde, si a unos les molestaba el llanto de los otros, a estos últimos les mortificaba que su desolación no fuera unánime.
Pérez escribe como si la vieja brecha entre alta cultura y cultura popular no existiera. O como si apenas fuera un estímulo para saltársela. El ritmo de su verso no se enemista con la realidad mayamesa, pareciendo tan natural como el de cualquier reguetón. ¿Acaso el género no ha conseguido, además de generar fanatismo y dinero, devolverle a la gente de a pie el gusto por el ritmo verbal y la rima?
César va más allá y, para advertirle al siniestro Pepe Martí sobre los peligros de cortejar la mujer del prójimo, uno de sus secuaces resume el primer gran clásico de la literatura occidental, La Ilíada, de esta forma:
Acuérdese de que Homero
Nos cuenta que Troya ardió
Porque Paris le tumbó
La jevita a Menelao:
La calentona de Helena
Que aunque se partía de buena
Le puso malo el picao
A Héctor y su pandilla
Por ser tan guaricandilla.
(Enseguida se aclarará que el matón no leyó Homero, pero sí vio Troya, la película de “Brad Pí” interpretando al “pendenciero / Aquiles de pies ligeros”).
La capital del sol muestra el Miami cubano de ahora mismo, con sus jineteras reconvertidas en agentes inmobiliarias, sus chulos “degradados” a camioneros y sus chivatos ascendidos a testaferros de los negocios sucios del régimen cubano en el corazón del exilio cubano.
No es la clásica capital del exilio gobernada por viejos periodistas republicanos atrincherados en emisoras AM, sino el Miami por donde se pasea como un príncipe Pepe Martí, encargado de lavarle el dinero sucio al régimen instalado desde siempre al otro lado del estrecho.
Si tiene un baro ilegal
Escondido por ahí,
Tintorerías Martí
Le resuelve en un minuto,
Entra sucio por aquí,
Por allá sale impoluto.
Como antes los espías infiltrados en Langley, Pepe Martí es el nuevo héroe de un régimen que antes exaltaba la austeridad y ahora descubre placeres, como el caviar y las anguilas que, por cuestiones técnicas, nunca llegarán a la famélica libreta de abastecimiento.
El nuevo héroe, además de lavarle el dinero en paraísos fiscales, conoce lo suyo de buenas marcas y artículos suntuarios. Así, Pepe Martí da órdenes a su ayudante:
Sácame los Ferragamos
Y el traje de Valentino
azul que me va de muerte
Con el Rolex de platino
Que esta noche me combino
Mejor que una caja fuerte.
Otro personaje esencial en la trama es la propia ciudad de Miami que le da título a la obra, escenario de la trama y sin la que no pudiera explicarse buena parte de los conflictos. Ciudad en que dos de cada tres habitantes han nacido en otro país, en la que se reinventan vidas a diario y, junto con el viejo sueño americano, se vende el de las segundas oportunidades.
Pero, ante la ingente esperanza de dejar atrás el pasado de una buena vez, termina llegándose a la conclusión fatal de que “todo el futuro es incierto / y el pasado no caduca / el aliento de tus muertos / siempre te eriza la nuca”.
No es este el Miami de las postales, ni siquiera el de las cartas triunfales al país natal. En La capital del sol se representa lo que la sociología decimonónica llamaría “los bajos fondos”: criminales, traficantes de casi cualquier cosa, hampones o gente que trata de escapar de ese ambiente sin conseguirlo.
César Pérez lo retrata con rima esdrújula:
Aquí hay que andar con un látigo
Con tanto sapingo eléctrico
Choferes de Uber erráticos
Y mormones evangélicos
Dealers que venden orgánico
Adictos que compran vértigo
Kioskos de tacos asiáticos
Y de tamales transgénicos
Boarding homes esquizofrénicos
Y hospitales post-psiquiátricos
Llenos de homeless famélicos
Con modelos fotofóbicas
Y millonarios excéntricos
Con sus guardaespaldas sádicos
Y abogados energúmenos.
En este Miami se desarrolla una trama sencilla y al mismo tiempo rocambolesca. Lorencito, antiguo chulo de Larisa, intenta recuperar el control sobre esta cuando su viejo compinche, Roli, le propone el negocio que lo liberará del timón del camión que maneja y lo volverá irresistible nuevamente ante Larisa. El negocio consiste en secuestrar a la hija de Pepe Martí y pedir por ella un rescate millonario.
Una salida aparentemente mágica, para quien cree en las propiedades milagrosas del dinero, cualquiera sea su procedencia. Trasplantados a la patria del capitalismo, tanto a Lorencito como al resto de los personajes les parece lógico y necesario adscribirse al evangelio del dinero.
Así declama Lorencito: “En Cuba éramos esclavos / de gorilas con fusiles / aquí nos comen los biles / hasta el último centavo”. Y más adelante confunde, muy marxistamente, dinero con libertad: “Lo que quiero es muy sencillo / hemos llegado a una edad / en que no hay libertad / sin dinero en el bolsillo”. Así, bajo la convicción casi romántica de que “vivir es meterse en líos”, Lorencito acepta la propuesta de su compinche.
La capital del sol, divertidísima en casi toda su extensión, tiene en cambio un resabio amargo que hace pertinente su subtítulo de tragicomedia. Es la amargura y el resentimiento de los forzados a abandonar su país sin entender muy bien por qué. De quienes intentan resanar viejas heridas e impotencias a golpe del siempre elusivo billete. De los que han renunciado a casi nada, que es todo lo que tenían, e intentan resarcirse del tiempo y la fe perdidos.
César Pérez cumple con la obligación de todo autor hacia sus personajes: al hablar por ellos, trata de entenderlos, de hurgar en sus razones más profundas y dejar el juicio para sus lectores y espectadores.
La política parece pesar poco en las decisiones de los personajes. Y con razón. Aquello que parece decisivo, a nivel de nación o de grupo, suele ser en la vida de los individuos un factor secundario, opacado por los demonios personales.
Por eso cuando, en medio del secuestro, los extorsionadores pretenden aducir motivaciones políticas, Pepe Martí responde:
Pero, dime, ¿qué cojones
Tienen en la cabeza?
Suelten a Yumi, cabrones,
Y déjense de bajeza
Dándoselas de patriotas
Mientras secuestran mujeres…
Mira, tú, si lo que quieres
Es llevar esto hasta el fin
Para hacerte el paladín
De la justicia, ¿por qué
En vez de este paripé
No me secuestraste a mí
al mismo Pepe Martí?
Ahí sí ibas a hacer historia
Y hasta cubrirte de gloria.
Con todo lo deslumbrante y magnífica que resulta La capital del sol, no es seguro que complazca a todos. El contraste entre la bastedad de los personajes y sus conflictos vitales, y la exquisitez de la factura de los versos con que se expresan, puede espantar a muchos.
Como el belicoso luto por la muerte de El Taiger ha demostrado, las trincheras cubanas no pasan solo por lo político. Sobre todo, porque La capital del sol no intenta la síntesis populista que algunos proponen, sublimando lo grosero, sino que parte de la convicción de que no hay temas menores, como no hay estratos inferiores de cultura, sino maneras más o menos torpes o superficiales o frívolas al aproximarse a ellos.
Ahí quedan las preguntas esenciales para este tiempo, o cualquier otro, que nos deja la obra. Preguntas tales como: ¿Qué sentido tiene la vida (o la muerte) más allá de acumular dinero? ¿Qué hacemos con el pasado? ¿Es posible enfrentar una nueva vida sin sanar las heridas de la anterior? ¿Hasta qué punto podemos justificar nuestras acciones?
Sería una lástima que La capital del sol no fuera bien entendida pues, como todo buen teatro, esta obra —junto a su gracia indiscutible— tiene mucho de la catarsis curativa que solo se puede experimentar a plenitud una vez llevada a escena.
Allí se podría comprobar cómo nuestra ridícula tragicomedia vital, la del pasado que no cesa de insistir en ser presente —en Miami o cualquier otro sitio donde nos agarre el naufragio—, puede ser cantada con versos que no envidiarían a los del teatro del Siglo de Oro:
Se me reseca la boca
Y el agua del mar es poca
Para arrasar el pasado.
Y aunque levantes un muro
Y sea un búnker tu casa,
El pasado nunca pasa
Y te espera en el futuro
Para tirarte a la lona
Preguntando: ¿A dónde vas
Que yo no vaya detrás
Como una sombra burlona?