domingo, 28 de febrero de 2021

Poetas en Nueva York

 


Nueva York siempre ha inspirado a los poetas de lengua española. Es llegar y ponerse a escribir versos. Como si entraran en trance.

No es que sea una ciudad muy poética que digamos. Debe ser el contraste.

Viene el poeta con la cabeza llena de pájaros y le preguntan que a cuánto vende la libra de pájaros.

No sabe qué contestar y lo dejan con la palabra en la boca. Entonces el poeta, desolado, se aplica febrilmente a demostrar que sí tiene algo importante que decir.

Algo así le pasó al primero, el cubano José María Heredia. Llegó a la ciudad el 22 de diciembre de 1823 dispuesto a comérsela viva pero el frío y el inglés lo hicieron huir año y medio después, como el peligro a que lo fusilaran los españoles lo había hecho huir de Cuba.

Pero antes de abandonar Nueva York alcanzó a publicar su primer libro de poesía y un brinquito que se dio a las cataratas del Niágara le inspiró su poema más famoso.

Está el caso de su compatriota José Martí quien durante sus quince años en Nueva York se aburrió de escribir poemas hasta que regresó a Cuba a servirle de tiro al blanco a las tropas españolas.

Ya para entonces Nueva York era el paradigma de la modernidad capitalista que Martí se dio gusto de explicarle al resto de Latinoamérica mientras se quejaba de la falta de espíritu poético de la ciudad.

Estando todavía en la ciudad lo visitó el gran poeta nicaragüense Rubén Darío. Darío acababa de ser designado cónsul de Colombia en Buenos Aires y de alguna manera consiguió convencer al que sacaba los pasajes que el camino más corto a Argentina pasaba por Nueva York y París.

También visitó las cataratas del Niágara pero le parecieron inferiores al poema de Heredia. Más húmedas, supongo. Darío visitó Nueva York dos veces más. En 1907 y en 1914.

La última visita no le fue especialmente agradable. Andaba corto de dinero y encima contrajo neumonía doble.

Archer Huntington, presidente de la Hispanic Society le ofreció dinero pero Darío solo aceptó quinientos dólares y, para mantenerse, escribió artículos para el periódico en español La Prensa.

    El New York Times lo anunció como poeta sudamericano y, en venganza Darío describió la ciudad así:

    “Casas de cincuenta pisos, Servidumbre de color,/ Millones de circuncisos,/ Máquinas, diarios, avisos,/ Y dolor, dolor, dolor”.

    En la primavera de 1905 Darío saldría para Guatemala invitado por su presidente Manuel Estrada Cabrera, un señor que ganaba elecciones y amansaba volcanes por decreto y celebraba festividades a la diosa Minerva para gloria suya.

    No es que el poeta apreciara mucho al amansavolcanes pero este prometió encargarse de los gastos de estancia y Darío se marchó de Nueva York sin saber que le quedaba menos de un año de vida.

    Al año siguiente llegó a la ciudad el poeta español Juan Ramón Jiménez para casarse con su compatriota Zenobia Camprubí en la iglesia de St. Stephens (en la 69 entre Columbus y Broadway).

    No estuvo en la ciudad mucho tiempo pero el viaje le sirvió de pretexto para escribir su Diario de un poeta recién casado en el que lo mismo llama a la ciudad “maravillosa Nueva York” que “el marimacho de las uñas sucias”, whatever it means.

    Pero el más famoso de los encuentros poéticos en español con Nueva York fue el de Federico García Lorca entre 1929 y 1930. Más que encuentro fue un choque.

    El cantante de los campos verdes y los gitanos multicolores se puso a escribir cosas como:

    “Debajo de las multiplicaciones/ hay una gota de sangre de pato; debajo de las divisiones/ hay una gota de sangre de marinero”.

    Como si hubiera confundido un tomacorrientes con su tintero y los versos le salieran electrocutados.

    Su Poeta en Nueva York no aparecería hasta después de que los franquistas lo usaran de diana y, para desgracia de la poesía, acertaran.

    sábado, 20 de febrero de 2021

    Cuando la Madre Patria se acordó de sus hijos*


     Hubo un tiempo en que el español se puso de moda en Nueva York. Fue por allá, por los tiempos de la Primera Guerra Mundial. En 1917 Estados Unidos entraba en guerra con Alemania cuando se dio cuenta de que su segunda lengua, la más frecuente en el sistema escolar, aparte del inglés era precisamente el alemán. En su lugar la lengua que encontró más a mano era el español. Era la lengua de los países latinoamericanos con los que había intensificado el comercio ahora que se hacía tan complicado hacerlo con Europa. Así fue como los estudiantes gringos aprendieron a decir ¿Dón-de es-tá la bi-blio-te-ca?” y “El pe-rro se co-mió la ta-rea”.

    Por su parte España andaba interesada en recuperar el terreno perdido tras las guerras de independencia hispanoamericana del siglo XIX y sobre todo tras la Guerra hispanoamericana en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Lo que había sido una contienda “arrancapescuezo” hasta apenas unos años antes, podía verse ahora como mero malentendido familiar. Malentendido que la Madre Patria estaba dispuesta a perdonar. Porque así son las madres, de corazón grande y generoso, comprensivas con las pataletas de los hijos. Una cosa es que los hijos se hagan independientes y otra es que ni siquiera les echen una cartica en el correo contándoles cómo les va.

    La carnada para la recuperación del amor perdido por la Madre Patria fue el idioma y la cultura comunes. Y el montón de españoles que seguía emigrando a América cada año porque a veces la Madre Patria era inhabitable para los mismos españoles. Así se pusieron de moda términos como “la hispanidad” o “la raza”. La española Unión Iberoamericana se propuso “estrechar las relaciones sociales, económicas, científicas, literarias y artísticas de España, Portugal y las naciones americanas”.

    Echaron mano, por supuesto, a Cristóbal Colón, el genovés que murió creyendo que Cuba era una isla japonesa. En 1913 Faustino Rodríguez San-Pedro, presidente de la Unión Iberoamericana, propuso celebrar la Fiesta de la Raza el día en que Colón había desembarcado en una isla de las Bahamas, el 12 de octubre. ¿No venían celebrando los italianos el Colombus’s Day desde 1909? ¿Cuál era el problema con que los hispanoamericanos celebraran el día en que sus recontratatarabuelos paternos empezaron a machacarles la vida a sus recontratatarabuelos maternos?

    O como lo dijera tan lindamente la susodicha Unión, el 12 de octubre serviría para celebrar “la intimidad espiritual existente entre la Nación descubridora y civilizadora y las formadas en el suelo americano, hoy prósperos Estados”. Mamá Patria, siempre tan generosa, recordándoles a los hijos todo lo que hizo por ellos.

    La moda de la hispanidad prendió por un tiempo en Nueva York. En 1916 Federico de Onís fue enviado a Nueva York para ocupar la cátedra de Español de la Universidad de Columbia y en 1920 se creó en dicha universidad el Instituto de las Españas que luego se convertiría en la Casa Hispánica, todavía vigente.

    Desde España trajeron intelectuales para explicar la grandeza de la cultura española pero cuando en 1929 llegó el poeta Federico García Lorca más que explicar nada quedó tan sobrecogido por la monstruosa imagen que le ofrecía la urbe norteamericana que los poemas resultantes no se atrevieron a publicarlos hasta cuando llevaba un rato muerto.

    En 1927 se hicieron planes grandiosos para propagar la idea de la Hispanidad en Nueva York. Para ello se importarían más intelectuales de España. (Una cosa era hablar de “intimidad espiritual” y otra muy distinta tener en cuenta a los boricuas de El Barrio). Para estrechar los lazos de la antigua metrópoli con sus ex-colonias se construiría una grandiosa Casa de las Españas en la capital del mundo. Pero entonces llegó la depresión. La Gran Depresión, quiero decir. Y el retorno de la grandeza española quedó, como la búsqueda de El Dorado, en puro delirio.

    *Publicado en Nuestra Voz

    viernes, 19 de febrero de 2021

    La historia según Disney Channel*


    Como sabemos la culpa de todo lo malo que sucede en clases la tienen los estudiantes.

    No entienden lo que explicamos, o lo entienden con demasiada literalidad; o bien padecen una penosa falta de referencias culturales para interpretar algo más allá de lo que entra por sus audífonos; o, si no, les falta sutileza para entender la complejidad de lo real y les sobra engreimiento para suponer que están equivocados. Y, por tanto, los profesores somos perfectamente inocentes pues no pasar de ser piezas de un sistema educativo encargado de mantenerlos entretenidos mientras atraviesan la ardua labor de graduarse de un nivel tras otro.

    ¿No está de acuerdo con lo anterior? Pues no se preocupe. Como Groucho Marx, tengo otros principios. Puedo afirmar que son los profesores los únicos responsables de que los estudiantes sean… bueno, eso que acabo de decir. Como si los niños salieran directamente de alguna incubadora a nuestras aulas. Como si no existieran las películas, los video juegos, Disney Channel o los abogados de los padres de los alumnos. Pero si no le convencen ninguna de las dos opciones anteriores quizás concordará con una tercera teoría y es que algo tendremos que ver con la actual condición de nuestros estudiantes.

    Si vamos empezar por algún sitio mejor que sea por un extremo. Como la noticia de que un panel compuesto por miembros del distrito escolar de San Francisco decidió renombrar más de un tercio de las 125 escuelas que lo componen por considerarlos “inapropiados”. ¿La razón? Eliminar cualquier rastro de “alguien o algo asociado con la esclavitud, el genocidio, la colonización, la explotación y la opresión entre otros factores”. Entre los nombres no aptos para adornar la fachada de las escuelas se encontraban los de George Washington, Abraham Lincoln y alguno de los dos Roosevelt. Casi nada.

    No es la primera vez que la humanidad padece fiebres iconoclastas. Ya las experimentaron el imperio de Bizancio, la Europa protestante, o todo cambio de régimen más o menos abrupto. Los viejos ídolos deben ceder su espacio en el panteón colectivo a otros nuevos. La actual cruzada iconoclasta que sacude Estados Unidos empezó promoviendo el derribo de las estatuas de líderes confederados pero se ha ido extendiendo a destacados luchadores contra los esclavistas del Sur, incluidos el presidente Abraham Lincoln y el general Ulysses Grant. Pero si la cruzada empezó como asunto de adolescentes airados atacando estatuas con nocturnidad y alevosía ahora es iniciativa oficial del distrito de educación de una de las ciudades más importantes del país.

    No se trata de discutir si los nombres de Washington o Lincoln, además de las ciudades, puentes y túneles dedicados a su memoria, necesitan figurar a la entrada de un par de escuelas en San Francisco. Se trata del síntoma. ¿Realmente suponen que la vida de sus estudiantes mejorará porque nuestras reverencias cambien de ídolos? Pero más preocupante aun es la concepción de la historia que late bajo tales censuras. Un pasado esterilizado de opresiones, ajeno a cualquier manifestación del mal. O sea, un mundo solo posible a costa de engañarse mucho, de desconocer la complicada naturaleza del ser humano.

    Preocupante es que los encargados de educar al futuro de la nación lo hagan desde una visión con la profundidad moral de Disney Channel aunque el contenido y el signo ideológico sean muy distintos. Una educación que, lejos de analizar el pasado en su irreductible complejidad, se limite a someterlo a cierto ideal contemporáneo de pureza, lo más seguro es que induzca, con ese impulso torpe y devastador que da la ignorancia impetuosa, a repetir lo peor del pasado. Porque lo peor del pasado no es alguna particular manifestación del mal, tan generoso en variantes, sino el candor entusiasta con que se suele ejercer. Como si no pudiéramos aprender nada. Nunca.

    *Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

    jueves, 18 de febrero de 2021

    Un barrio llamado El Barrio

    Luego de la guerra Hispano-Americana de 1898 los Estados Unidos le echaron mano a Puerto Rico como mismo algunos meten las toallas del hotel en sus maletas: como al descuido. Como esperando que alguien les preguntara qué hacían con una isla en la maleta para cambiar de conversación y ponerse a hablar del clima. Así Estados Unidos nombraba a los gobernantes de la isla, pero no les reconocían la ciudadanía americana a los nativos. Estos debían sentirse como toalla de hotel después de llevar un buen rato en la maleta del huésped: preguntándose qué hacían allí.

    Así hasta que en marzo de 1917 el presidente Woodrow Wilson firmó la Jones– Shafroth Act que dejaba a Puerto Rico en el limbo de la maleta cerrada, pero en cambio les otorgaba a los puertorriqueños la ciudadanía norteamericana. Pero con tan mala suerte que apenas un mes después Estados Unidos le declaraba la guerra a Alemania que ya desde hacía tres años andaba enredada a los tiros con medio mundo. Así que el primer privilegio de que disfrutaron 18 mil boricuas como ciudadanos norteamericanos fue arriesgarse a que les volaran la cabeza en la guerra.

    De alguna manera había que resarcirse de tanto privilegio y lo mejor que se les ocurrió a los puertorriqueños fue invadir Nueva York. Pacíficamente. Si el censo de 1920 registraba 7,364 puertorriqueños en la ciudad en el de 1930 ya eran 44,292, convirtiéndose en los hispanos más numerosos de la ciudad. Estos formaron comunidades en Brooklyn y diferentes zonas de Manhattan, pero en ningún sitio florecieron mejor que en el este de Harlem.

    Primero hubo que vérselas con los italianos que habían llegado primero. En mayores cantidades que en Little Italy. Tenían de representante a la cámara a Fiorello La Guardia quien luego sería alcalde y más tarde aeropuerto. Pueden imaginarse el choque entre italianos y boricuas: West Side Story sin música ni coreografías. Pero los puertorriqueños persistieron y al poco rato llenaron el barrio de bodegas y botánicas para satisfacer las necesidades materiales y espirituales de sus clientes. Y restaurantes con mofongos, pastelitos, asopaos y cuchifritos para que no se notara la diferencia con Puerto Rico excepto por la falta de sol y de parqueo.

    Quien dice negocios también dice organizaciones y aparecieron la Porto Rican Brotherhood (1923) y La Liga Puertorriqueña e Hispana (1926). Y publicaciones como el periódico bilingüe Puerto Rico Herald fundado por Luis Muñoz Rivera (padre de Luis Muñoz Marín, futuro fundador del Estado Libre Asociado que es como pretender que la toalla esté en el hotel y en la maleta al mismo tiempo). O la revista el Gráfico que adquirió el tabaquero y activista Bernardo Vega para defender los derechos de los trabajadores antes de que aparecieran las redes sociales y ya no hubiera manera de despertar la conciencia de clase.

    Los boricuas hicieron todo lo posible por hacer su Harlem un barrio habitable al que empezaron a llamarle redundantemente, El Barrio. La bibliotecaria Pura Belpré convirtió la rama local de la Biblioteca Pública de Nueva York en centro cultural comunitario. Y se tocaba música por todas partes porque un boricua sin música se seca más rápido que el orégano sin agua. Rafael Hernández trajo sus canciones. Y su hermana Victoria convirtió su tienda en Madison y la 113 en sitio donde los músicos lo mismo compraban cuerdas de guitarra que averiguaban si había “guiso” para ellos esa noche.

    El Barrio seguiría creciendo y para 1950 ya vivían allí 63,000 boricuas que convertían alegremente el mercado en “La marqueta” y los techos en “rufos”. Y hasta llegarían a tener su propio museo, sus hípsters y su yogurt artesanal, pero eso mejor lo cuento otro día.

    martes, 16 de febrero de 2021

    Phineas Gage y la condición mental de Estados Unidos*


    El caso de Phineas Gage es paradigma de cómo un milagro médico deviene penoso objeto de estudio. En 1848 Gage estaba trabajando en la construcción de un ferrocarril en Cavendish, en el estado de Vermont, cuando sufrió un terrible accidente. Una carga de explosivos detonó antes de tiempo e hizo saltar una barra que le atravesó el cráneo: penetró por el lado izquierdo del rostro para salir por la parte superior. Pero Gage no solo sobrevivió, sino que ni siquiera perdió la conciencia y a los pocos minutos del accidente pudo hablar y hasta permitirse bromear con el doctor que le extrajo la barra atravesada en su cabeza.

    A dos meses del accidente, el doctor que atendió a Gage ya lo consideraba completamente recuperado. No obstante, hizo notar que se había destruido el equilibrio entre la facultad intelectual del paciente “y sus propensiones animales”. Gage pasó de ser serio, sosegado y responsable, a ser “irregular, irreverente, blasfemo e impaciente”, incapaz de llevar a cabo sus planes o de tolerar la menor contrariedad.

    Con el tiempo, estos cambios en la conducta convirtieron a Gage en una referencia para la neurología y la neuropsicología cognitiva. Su caso ayudó, entre otras cosas, a determinar que el lóbulo frontal, cuyas funciones se desconocían hasta entonces, era el sustrato anatómico para las funciones ejecutivas: gracias al caso de Gage, se comprobó que en esa parte del cerebro residía nuestra capacidad para hacer planes, llevarlos a cabo y corregir nuestra conducta.

    Si hablo de Phineas Gage y su accidente es a propósito del acontecimiento que ha marcado este inicio de año en Estados Unidos. Me refiero al asalto al Congreso por parte de una multitud jaleada por el presidente del país en el momento en que se validaba el resultado de las elecciones.

    No se trata de establecer un paralelo entre Gage y Trump. El presidente saliente no ha sufrido ningún accidente que justifique su conducta. Trump, al parecer, siempre ha sido como Gage después del accidente: un ser muy poco dado a tolerar la parte de la realidad que no se acomoda a sus deseos.

    Sería exagerado decir que Trump es la barreta atravesando el lóbulo frontal de la nación, deformándole el carácter. Pero no lo es afirmar que el expresidente, y el culto que ha creado en torno a él, constituyen un elemento importante en el rapto de intolerancia que viene transformando el carácter del país desde hace un tiempo.

    Pero hay más. Los psicólogos Greg Lukianoff y Jonathan Haidt han intentado explicar, en su libro The Coddling of the American Mind, cómo ciertas tendencias en la crianza de las últimas generaciones han modificado su conducta al punto de hacerlas cada vez más intolerantes a las ideas que contravengan su percepción del mundo. Esto se complementa con el fenómeno que el estudioso Robert Boyers llama “la tiranía de la virtud” en que ha devenido el culto exagerado a lo políticamente correcto.

    Si a esto se le añade el impacto que han tenido en nuestras vidas las redes sociales, que nos convierten en redactores de nuestra propia realidad, podemos completar la aleación de la barra que Estados Unidos tiene alojada en nuestro lóbulo frontal.

    La combinación de los retos tecnológicos y conductuales con una presidencia que ha actuado como desinhibidor de las pasiones más bajas y las más desquiciadas paranoias —a lo que se añaden circunstancias como la pandemia de la Covid-19 y la revuelta social de los últimos meses—, harían parecer un milagro la mera sobrevivencia de Estados Unidos como sociedad.

    De ahí que la sociedad norteamericana no debería actuar como si nada hubiera pasado, como si lo ocurrido no afectara todos los ámbitos de convivencia. Como si esa barra no hubiera atravesado el órgano que determina nuestra capacidad de entendernos a nosotros mismos y a los demás, y de convivir pese a las diferencias. Como si fuera normal convivir en perpetua guerra civil virtual.

    El caso de Phineas Gage, más allá de su trascendencia para los estudios neurológicos, no ofrece muchas esperanzas. No solo su carácter se volvió insoportable a partir del accidente, sino que en los doce años que le quedaban de vida padeció de continuas convulsiones. En medio de una de ellas le llegó la muerte.

    *Publicado en Hypermedia Magazine

    La pasión de Archer Huntington


    En la entrega anterior, dejamos a Archer Milton Huntington, hijastro biológico del magnate Collis Potter Huntington (si no entiende lo de “hijastro biológico” recomiendo que lea el capítulo anterior: la historia del magnate ferrocarrilero y de la madre de Archer es demasiado complicada para resumirla en un par de líneas) estaba decidido a fundar un museo dedicado a la cultura española.

    Para ello contaba, además de su entusiasmo, con el dinero de su padrastro biológico y una idea de España tan precisa como la que se puede tener de la comida mexicana comiendo en Taco Bell.

    Archer era voluntarioso y para 1890, con solo veinte años, había acumulado 2000 libros sobre España. Solo faltaba leérselos. Y viajar a la España real para poder compararla con la de los libros.

    Archer dedicó todo el 1891 a preparar el viaje: aunque la ocupación musulmana de la península había concluido cuatro siglos antes se dedicó a aprender árabe por si acaso. También estudió cirugía por si sufría un accidente en aquella España que imaginaba románticamente salvaje poderse curar él mismo y no tener que ir a Francia para atenderse.

    Para culminar sus preparativos para su aventura española Archer visitó Cuba. Allí habrá aprendido a espantar los ataques de la temible fauna ibérica con solos de tumbadoras.

    Y tradujo el famoso “Cantar del Mío Cid”, por si se encontraba caballeros medievales por el camino tener tema de conversación. La pasión española de Archer era tal que ni siquiera se enfrió tras visitar la España real.

    Al contrario. Le sirvió para ampliar su colección de artefactos españoles e impulsar la fundación de un museo donde exponerlos. Su padrastro Collis, convencido de que nada podría sacarle a aquel romántico en términos comerciales, escogió su sobrino, Henry Huntington, como heredero de su imperio ferrocarrilero.

    Arabella, esposa de Collis y madre de Archer, tomó debida nota del asunto.

    En 1895 Archer se casó con una sobrina de su padrastro, o sea, su prima biológica Helen, quien compartía, además de ADN, la pasión de Archer por España.

    Cuando Collis murió en 1900 no le dejó nada a Archer pero en cambio testó dos tercios de su fortuna a Arabella, y el tercio restante a su sobrino Henry. En 1913 Arabella se casaría con Henry convirtiendo al primo de su hijo en su padrastro. Así todo quedaba en familia y de paso le daba material de estudio a Freud.

    De modo que el espiritual Archer no tendría que preocuparse por el dinero y podría continuar su proyecto de museo sin tener que empeñar los trajes. Finalmente en 1904 Archer Huntington fundó la Hispanic Society of America, combinación de museo y biblioteca ubicados en Broadway entre las calles 155 y 156. En 1909 inauguró una exposición del pintor valenciano Joaquín Sorolla que en un mes recibió 160 mil visitantes.

    Todo un récord para una época en que la todavía no se habían inventado los turistas chinos ni hacerse selfies en los museos. Años después Archer reafirmó su condición de benefactor cediendo terrenos aledaños a la Hispanic Society para la construcción de varias instituciones, incluida la iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza (1912). Pero no todo era color de rosas para Archer.

    Tras veinte años de matrimonio su esposa-prima biológica Helen lo abandonaría por alguien que, increíblemente, no era parte de la familia: el teatrista inglés Harley Granville-Barker. Archer sobrellevó la depresión coleccionando tarequería española y cortando cintas de las nuevas exposiciones e instituciones que inauguraba.

    Así hasta encontrarse con la escultora Anna Vaughn Hyatt quien compartiría con él su pasión por España y temas adyacentes. Anna fue autora de una famosa escultura del Cid Campeador y de la del cubano José Martí que se encuentra a la entrada del Central Park, inaugurada en 1965. (El Martí de bronce sobre caballo encabritado lo dejaremos para otra ocasión. Es tan complicado como lo del padrastro biológico).

    Al parecer tuvieron un matrimonio feliz. Archer moriría en 1955, a los 85 años. Anna lo acompañaría 21 años más tarde. No debió estar apurada.

    domingo, 14 de febrero de 2021

    No se culpe a la Revolución de nada


    A la penosa caterva de los habaneritos fanáticos al béisbol a finales de los setenta Pedro José Rodríguez nos inspiraba terror. De la terrorífica batería de los equipos de Las Villas nadie más generoso en infundirnos pánico que aquel taponcito de pelotero para quien desparecer la pelota al conjuro de su bate de aluminio y sus prodigiosas muñecas era un truco fácil, casi vulgar. El jonrón, la jugada que resume la magia del béisbol, no parecía tener para Cheíto ningún misterio. Frente a Las Villas, pensábamos los habaneritos supersticiosos, la única posibilidad de ganar que teníamos era que Cheíto, por generosidad o distracción, no decidiera arruinarte la noche.

    Nos reconciliábamos con él en las competencias internacionales, cuando usaba la magia de sus muñecas en favor de tu equipo y en contra de los demás. Como una noche de octubre de 1979 durante la Copa Intercontinental que se jugaba en La Habana. Cuba perdía frente al Estados Unidos de los luego famosos Terry Francona y Joe Carter y Cheíto decidió cambiar el resultado del juego con dos soberbios jonrones. El segundo le provocó a mi padre un rarísimo rapto de entusiasmo beisbolero que nos hizo saltar juntos en el portal de casa celebrando una victoria que parecía imposible. A la semana siguiente estábamos juntos en el estadio Latinoamericano para ver cómo Cuba derrotaba por segunda vez a Estados Unidos y se coronaba campeona de aquella famosa Copa de la que hasta hacía poco no habíamos oído hablar.

    En los años siguientes Cheíto siguió simultaneando sus funciones de terrorista doméstico y héroe internacional hasta el oscuro incidente que cortó su carrera. Digo “oscuro” porque la prensa nacional, en cuyas páginas deportivas Cheíto había reinado hasta entonces, no consideró airear las causas de su caída. En cambio el rumor que nos llegó a todos resultó ser milimétricamente exacto. Cheíto había sido expulsado para siempre del béisbol al serle encontrados menos de cien dólares. Se los había regalado un pelotero venezolano en medio de alguno de los topes que por aquella época se celebraron contra equipos profesionales, supongo que conmovido ante la inaudita indigencia monetaria de sus rivales.

    La posesión de dólares estaba estrictamente penada por la ley y la Revolución no iba a perdonarle al más temible jonronero de su historia lo que no le perdonaba al último de sus súbditos. Así de justa era la Revolución. Supongo que los habaneritos tomamos la noticia con la astuta indiferencia con que aceptábamos los veredictos de la justicia revolucionaria: un problema menos de qué preocuparnos en los campeonatos nacionales y en los internacionales ya se le encontraría reemplazo. En efecto, de inmediato apareció en la tercera base por esa maravilla adolescente que era el “Niño” Linares para hacernos olvidar el ídolo anterior. Horrores peores se cometían en aquellos años pero pocos tan públicos, tan a la vista de todos. Así de vasta era nuestra entrenada cobardía.

    El regreso discreto de Pedro José Rodríguez al béisbol años después fue el de un jugador roto que nunca logró reencontrarse consigo mismo. Apenas añadió a su carrera más de la tristeza que ya le había causado su expulsión inicial. Como para que nos convenciéramos de que la magia anterior había sido mero espejismo.

    No se culpe a la Revolución de nada. Esa cosa monstruosa sin alma ni conciencia, que solo entiende de objetivos, conquistas, necesidades es inmune a la culpa. Con Cheíto la Revolución se limitó a hacer a la perfección lo que ha hecho imperfectamente con el resto del país: servirse de él mientras quiso y destruirlo cuando lo consideró innecesario. Es Cuba la que le debe a Cheíto el homenaje y el desagravio que no le dio en vida. Esa Cuba que lo admiró en sus mejores momentos y miró para otro lado cuando cayó fulminado por la impecable justicia revolucionaria: ese inmoral desvío de mirada que consigue el prodigio de hacer nuestra miseria colectiva todavía más profunda de lo que ya es.