Quien quiera que anunció el fin de las ideologías a inicios de los noventa pecó de exagerado. Por buena que fueran sus intenciones. La muerte de las ideologías es, para mi gusto, más deseable incluso que la de las religiones. Porque, llegado el punto a que debo resignarme a una de ellas me decantaría por las religiones aunque no profese ninguna de sus variantes (a menos, claro, que la amistad clasifique como dogma). Prefiero las religiones porque estas, al menos, no disimulan su irracionalidad: parten de admitir que la mayor parte de la realidad escapa al control humano (aunque luego ese mismo control se lo adjudique a seres superiores para calmar la ansiedad que le crea esta deriva que es la vida). La ideología en cambio es religión que disimula su irracionalidad y se esconde tras dogmas con aspiraciones científicas y estadísticas. La ideología es arrogante y autosuficiente. Para ella no hay pregunta que no tenga respuesta. Al contrario de la religión para la ideología el mundo carece de misterio. Prefiero las religiones a las ideologías por la misma razón de aquel que prefería los malvados a los idiotas: porque descansan.
Lo que da sentido a las ideologías no es la racionalidad que invoca sino instancias tan irracionales como el miedo y la esperanza, justo lo que da sentido a las religiones porque es lo que da sentido a la vida. Y la verdad es que nos cuesta mucho atrevernos a enfrentar miedos y esperanzas sin un mínimo escudo que nos proteja, sin una tribu a la que acudir cuando la cosa se ponga realmente fea. Inevitable, como parece ser en estos tiempos, la ideología sigue siendo instrumento favorito de los que controlan el mundo y security blanket de los pobres diablos que somos el resto. Todo eso es humano y comprensible en términos generales, pero en la agotadora concreción de la vida, la ideología no sirve para otra cosa que para ponernos en ridículo una y otra vez. De ahí que haríamos mejor en enfrentar las situaciones concretas con esas particulares armas que son el sentido común, la lógica, la ciencia o la decencia.
Si debo poner un ejemplo concreto no me queda opción que mencionar el caso que me obsede en estos días: el del secuestro del artista Luis Manuel Otero Alcántara en un hospital habanero a manos de la Seguridad del Estado. Por una parte, el castrismo, ideología que cada vez más va pareciendo religión carismática, quiere convencernos de que el artista está al mismo tiempo enfermo y en perfecto estado de salud; ingresado bajo cuidadosa atención hospitalaria y castigado por su traición a la patria; libre y preso a la vez. Fuera de la isla las tenazas de la ideología no son menos benévolas con el cuerpo del artista. La derecha lo desprecia por negro o por artista (que es como decir “intelectual”, y el antiintelectualismo es un rasgo definitorio de la derecha actual, incluidos sus propios intelectuales). La izquierda rechaza a Luis Manuel por anticastrista pues, por mucho que la esconda debajo de su colchón ideológico, la Revolución Cubana sigue siendo la patica de conejo a la que se niega a renunciar. Que mañana nadie sabe la falta que hará.
Si nos comportáramos como personas medianamente decentes, medianamente lógicas, nos opondríamos a que se secuestre y torture un artista en un hospital como nos opondríamos a que maten a un niño de un bombazo. Pero entonces las ideologías nos aconsejan que esperemos a que las cosas se aclaren. Porque no es lo mismo si el artista piensa esto o lo otro, o si la bomba fue lanzada desde un avión gringo o activada por un terrorista islámico. Y, mientras tanto, artistas y niños siguen sufriendo y muriendo y le damos vacaciones al sentido común, la lógica, la ciencia o la decencia confiando en que el tiempo, la Historia o la tribu ideológica a la que pertenezcamos nos den la razón. En que el sacrificio del artista o los niños se justificará con el triunfo a la larga de la Idea que hayamos escogido. Y a la corta ni artistas ni niños importan mucho, por mucho que los invoquemos como ejemplos de libertad o inocencia. Lo realmente importante es no alejarnos demasiado de la sombra que proyecta el tótem de la tribu. Porque, ya se sabe, sin la tribu estamos perdidos.
P.D.: En el caso cubano, la trampa ideológica es especialmente peligrosa porque beneficia siempre de manera desproporcionada a los que hoy monopolizan el poder. Cuba, con su partido único y su ideología única está, de hecho, en un estado preideológico y prepolítico. Para que el debate ideológico tenga sentido primero se necesita de un espacio real donde este transcurra. El debate ideológico previo al estado de derecho es como practicar natación en la arena. Lo primero es buscar consenso sobre bases mínimas, básicas, pero imprescindiblemente democráticas. Dejar las desconfianzas y rencores para después. Debatir si es mejor el estilo libre o el mariposa solo tendrá sentido cuando lleguemos, por fin, al agua. Esa que todavía veo tan lejos. No sé ustedes.
Para mucha gente, su ideología sociopolítica es claramente su religión, y la practican o la defienden con un fervor religioso, por no decir fanatismo. A mí eso, cuando es genuino, me parece una suerte de trastorno psicológico, y cuando es oportunismo me repugna. Pero, guste o no, está a la orden del día y va en aumento. Al menos en parte es una forma de esclavitud a la moda, lo que a su vez es una forma de debilidad mental e inmadurez, una suerte de superficialidad y también de miedo a estar fuera de onda y ser rechazado o marginado por los "correctos" (los cuales se desviven por excluir, con todo lo que hablan de inclusividad y diversidad). Nada, que el tribalismo (de muchos tipos) es algo bastante socorrido y conveniente, y por supuesto más fácil que pensar, juzgar y decidir por criterios propios.
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