De izquierda a derecha: Armando Tejuca, Jesús Castillo y un servidor en la Víbora posiblemente en 1994. |
Cuando un amigo muere –me recordaba
alguien- se lleva consigo una modulación, una posibilidad del propio ser de uno.
Quien me lo dijo –otro amigo cercanísimo apenas vio de pasada a Jesús Castillo,
el amigo muerto de que hablábamos pero sabía de pérdidas: y es que llegado a ese punto todos los grandes
amigos son similares. Nos completan con parecida intensidad y su ausencia nos
mutila en igual medida. Y para los que tuvimos la suerte de conocerlo sabemos
que en pocos casos la pérdida de un amigo puede ser mejor definida como la extinción
de un idioma privado. Cada expresión suya era una manera de sacar el lenguaje
del sitio al que lo recluye la costumbre como si, más que medio de
comunicación, fuese un juguete. Alguien –si se me permiten los ejemplos- quien
convertía el acto sexual en “embarque de vianda para el interior” y sus
romances, siempre intensos, en “la leve determinación del ser social”.
De profesión ingeniero civil dejó
testimonio de su ingenio y su talento verbal en varias de las aventuras que
compartimos o que emprendió por su cuenta: exposiciones como Tarequex 91,
iniciador del proyecto Aquelarre cuando todavía funcionaba apenas como un
periódico mural, 50% de la Agrupación 30 de Febrero entre otros de dimensiones
casi clandestinas y de los que como evidencia queda apenas alguna que otra foto
y su colaboración en el número inicial y único de la revista Aquelarre. De manera
que los que no tuvieron la suerte de conocerlo tendrán que creerme: es uno de
los tipos más simpáticos e ingeniosos que yo haya conocido (y no son pocos)
pero también de los más leales.
Y
es que ese sentido de la lealtad de Castillo, el Castle o Manolito para los
parientes que preferían usar su segundo nombre, era una de las cosas más firmes
con que se podía contar en un mundo donde todo ha cambiado demasiado. En mi caso no se materializaba con más
claridad que cada 20 de octubre en el que se cumplía un aniversario de mi
salida de Cuba. Que se acordara religiosamente de ese día enviándome un mensaje
y no, digamos, el día de mi cumpleaños era una manera de hacerme saber con la
discreción y la elegancia solo al alcance de unos pocos, cuánto le dolía la
separación, cuan imperdonable le seguía pareciendo y cómo a pesar de todo me
seguía siendo presente. Porque en el fondo tras esa broma constante que era su
vida –y que la llevó según me cuentan, hasta el final, cuando todo lo que lo
rodeaba era doloroso- se ocultaba el profundo estoicismo de quien no puede
renunciar a ciertos deberes, ni a la buena costumbre de cumplirlos con
discreción.
Hace rato no me decidía a dedicarle estas
palabras y quizás fue por puro rencor: ya sé que me van a faltar las suyas el
próximo 20 de octubre. Lo demás –que como Shakespeare sabía, es lo más
importante- es silencio.
Bien hecho, Henry.
ResponderEliminarBien hecho.
Que bueno que hablaras de nuestro tremendo amigo. Nadie mejor que tu para hacerlo. Las palabras escritas al menos quedan. El trascendió en sus hijos que no lo olvidaran y en tantos amigos que lo queríamos como se quiere a un hermano, o hasta más. El tipo sin creer en Dios se fue directo al cielo. Uno de los pocos hombres que he conocido que sin ser un hinduista era espíritu puro. A veces hay seres así que sin estarlo pregonando y sin siquiera tener conciencia de su estado son lo que muchos miles quisieran ser, aliento y vida pura. Le voy a extrañar con toda su alma.
ResponderEliminarQue emoción ver aquí ese número (primer número y creo que único) de la revista Aquelarre. Gracias bro!