martes, 25 de junio de 2024

La lección olvidada

Los más jóvenes no me van a creer, pero hubo una vez un famoso pensador que anunció que la Historia se había acabado y hasta se lo tomaron en serio. Francis Fukuyama se llama y en su famoso libro El fin de la historia y el último hombre afirmaba que, con la caída del muro de Berlín, la disolución del bloque soviético y el consecuente final de la Guerra Fría sucedía «no sólo... el paso de un período particular de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno de la humanidad». Y así, concluía, la historia, entendida como lucha de ideologías, había terminado.

Había razones para que esta teoría no pareciera un mal chiste y sospecho que una de las principales es el deseo inagotable de la humanidad de sentir que se ha llegado a algún sitio, de entusiasmarse con una perspectiva de final que no fuera precisamente el apocalipsis atómico prometido por la Guerra Fría. Un modo iluso de expresar como un hecho el deseo de que no hubiera más guerras, de que la tolerancia y la comprensión se extendieran por todo el universo y de que las principales competencias que existieran entre los países fueran económicas. O deportivas.  

Debo decir que no me dejé arrastrar por el entusiasmo de Fukuyama y no por ser yo un dechado de sabiduría. Vivía a la sazón en Cuba, uno de los escasos regímenes totalitarios que había resistido la calentura democrática de la última década del milenio pasado, y todavía esperaba que mi país alcanzara esa utopía que el resto veía como condición natural y un poco aburrida. Eso sí, cuando al fin pude salir de Cuba no me abandonaba la sensación de ser anacrónico en un mundo que, pasadas las celebraciones de la caída del Muro de Berlín (que a Cuba nos habían llegado como mero rumor) había pasado la página o cambiado de canal televisivo, inmerso en preocupaciones muy diferentes a las que yo había dejado atrás.

Ya en el mundo exterior, «libre», me vi obligado a aprender muchísimo. No solo tuve que alfabetizarme en esos automatismos de la sociedad moderna que iban desde prepararme para entrevistas de trabajo, hacerme de una tarjeta de crédito u orientarme en el laberinto de un metro o entre las múltiples opciones que ofrece un supermercado para un mismo producto. También debí asumir que la experiencia cubana de escaseces y colas, de ideologización extrema y control policial, de permanente censura y sospecha eran perfectamente inservibles en mi nueva vida donde libertades y derechos civiles se daban por sentado y mis historias cubanas parecían venidas de un planeta ajeno e incomprensible.

De cualquier manera, mi experiencia no era del todo inútil. Si se le observa con atención, el totalitarismo tiene sus maneras de educarnos, aunque no sea más que explicar la importancia de ciertas cosas por el método de privarnos de ella. Por ese sistema inverso de enseñanza, en mis 28 años cubanos pude aprender a valorar los peligros de la ideologización extrema de la sociedad, el de mezclar ética y estética, o descubrir la relativa poca importancia de las opiniones políticas —siempre sujetas a cambios y transformaciones— para evaluar la esencia de un ser humano. Y hasta la importancia esencial de proteger los derechos de las minorías, no habiendo en un estado totalitario minoría más vulnerable que aquellos que lo contradicen. 

Acá aprendí no pocas cosas y, en ese sentido, la lección más valiosa me la dio justamente un señor que estaba en mis antípodas políticas. Solicitaba yo un puesto de profesor de español y mi entrevistador, al enterarse de que era cubano empezó a alabar a mi dictador de cabecera y al régimen que representaba. De inmediato olvidé toda etiqueta y me enredé en una discusión sobre un tema que nos importaba tanto como contrarias eran nuestras opiniones al respecto. Ya me disponía a retirarme cuando mi entrevistador me anunció que me esperaba a la semana siguiente a trabajar. Esa fue una crucial lección de tolerancia que me ofreció mi adversario de unos segundos atrás: que la discrepancia de nuestros puntos de vista no influía en la evaluación de mi capacidad laboral, algo que mi experiencia cubana no me permitía sospechar.

Un cuarto de siglo ha pasado desde entonces y Estados Unidos ha cambiado y no necesariamente para mejor: prima el extremismo y la polarización, cada vez es más difícil disociar las opiniones políticas de las relaciones interpersonales al punto que la mayoría de mis estudiantes reconocen ser incapaces de tener amistad con alguien que contradiga sus convicciones políticas fundamentales; cada vez se estimula menos el pensamiento crítico independiente para darle más peso al espíritu de manada, cualquiera que esta sea; los actos de censura desde cualquier punto del espectro político y social han pasado a normalizarse hasta extremos inimaginables años atrás; la crispación favorece la intolerancia y el fanatismo ideológico. 

Siempre he sospechado que en mis intercambios con los estudiantes yo soy el gran beneficiado. A cambio de conocimientos sobre lengua y literatura ellos me ofrecen una continua actualización de cómo las nuevas generaciones se interrelacionan, se divierten piensan y sueñan. No es poca ganancia (aparte del salario, por supuesto). Y si algo he notado es un creciente y profundo desencanto con la democracia liberal, la misma a la que Fukuyama le auguraba un futuro brillante y ubicuo. No rechazan el concepto de democracia, pero el modo en que esta se verifica en Occidente les parece falso y anticuado. A la fuente de todos sus malestares le llaman “capitalismo” y al cumplimiento de sus sueños le aplican el concepto vago de “socialismo”. En general concuerdan conmigo en que el comunismo fue una experiencia fallida, pero lo hacen pensando menos en la lógica criminal del Gulag que en la ridiculez tecnológica y ética que se encarnaron en productos como el Trabant, ese sucedáneo de automóvil que se fabricaba Alemania Oriental.

Quiero decir que la idea de mis estudiantes de lo que tuvo que sufrir la otra mitad de la humanidad durante buena parte del siglo XX es bastante frívola. No los culpo. Sus maestros nunca tuvieron oportunidad o tiempo de digerir las enseñanzas que ofreció la experiencia totalitaria, la que conocieron a través de la poco confiable propaganda de la Guerra Fría. A lo más que podían llegar era a una acumulación de exotismos atroces sin asociarlos con el atractivo que ofrece el totalitarismo a toda sociedad moderna y que la democracia es incapaz de satisfacer. La democracia liberal alimenta y libera, pero no ilusiona. Y si bien las nuevas generaciones no cifran sus esperanzas en erigir una nueva versión del comunismo no han renunciado a la búsqueda del absoluto que antes prometieron las religiones y los totalitarismos. No importa que los presupuestos ideológicos sean distintos: los que aprendimos las profundas lecciones del totalitarismo del siglo XX en carne propia podemos notar por todas partes la misma rigidez mental, el mismo frenesí engreído por arrancar la raíz de la injusticia humana acumulada desde el neolítico a la fecha, las mismas ansias de retorno a una edad dorada inexistente (da igual que sea la comunidad primitiva o los años 50 del siglo pasado) y el mismo desprecio por las virtudes básicas de la convivencia democrática.

Ese peligroso sentimiento de familiaridad hace que, para alguien como yo, empeñado en enseñar las complejidades del lenguaje y la literatura (que es una manera concreta de enseñar la complejidad del mundo), sienta que una experiencia que parecía definitivamente superada tiene nueva relevancia. Que no está de más recordar que los humildes principios de la democracia no están ahí para satisfacer las ansias de absoluto de nadie sino para hacer nuestra coexistencia habitable para todos. Y que aquella democracia que hace treinta años amenazaba con apoderarse del planeta y que hoy está en retroceso en todas partes es la peor de las formas de gobernar una sociedad, excepto por todas los demás. 

lunes, 17 de junio de 2024

El lugar de enunciación



De los comentarios a mi último artículo en El Toque, Fidel, tirano tímido me llama la atención uno que proclama: “Otro que vive afuera y se toma el valpr de escribor de lejos”. Intuyo que quiso decir “Otro que vive afuera y se toma el valor de escribir de lejos”. Si ese fuera el caso -que hasta las críticas hay que hacerlas legibles antes de contestarlas- me bastaría citarle un cuento que escribí en mis años cubanos y leía en cada peña que me presentaba. Y como se negaron a publicarlo allá (como en la revista Contracorriente a la que me acerqué confundido con el nombre de la publicación) tuve que publicarla en Puerto Rico. Comenzaba el cuento así:

“Desde hacía ya varios meses el ascensor no funcionaba y todo el que quisiera subir al edificio debía hacerlo por las escaleras. El tránsito por ellas era bastante monótono hasta que una madrugada, en la pared de uno de sus rellanos, apareció un letrero que gritaba con fuertes trazos negros “¡Abajo el presidente!”. Durante cuatro días no sucedió nada (en la pared) pero al quinto, tacharon con creyón rojo la palabra “Abajo” y la sustituyeron por “Viva”. Más tarde apareció escrito con pequeñas letras de lápiz “¿Cuál presidente? ¿El del consejo de vecinos?”. La respuesta fue redactada con gruesas letras negras “No, el otro, el hijo de puta”.

De acuerdo a la lógica de mi comentarista podría reclamar mi derecho a tildar de “tirano” al comandante fuera de Cuba luego de haberlo llamado "hijo de puta" dentro aunque si mi comentarista fuera un ejemplar de la especie conocida como ciberclaria común sobra la cita del cuento y todo lo demás. Por definición una ciberclaria es impermeable a cualquier razonamiento sin contar con que puede tratarse de un chatbot con problemas de deletreo.



Pero sucede que con todo y sus erratas este comentario resume de manera bastante fiel la opinión de muchos, ciberclarias o no, e incluso de quienes se consideran a sí mismos anticastristas rabiosos. Según estos solo tienen derecho a criticar al castrismo -aparte de ellos mismos, con ese privilegio que tenemos los hijos a juzgar a los padres- aquellos que se hayan atrevido a hacerlo dentro de Cuba. Como si el exilio no se tratara justamente de intentar hacer lejos del régimen lo que en el territorio que controlan es virtualmente imposible. Como si el deber de todo exiliado no fuera ejercer los derechos negados a sus compatriotas en su lugar de origen.

Parecería que los que así razonan al menos le conceden el privilegio de la crítica a los que están expuestos a las represalias del sistema pero suelen ser los mismos que en cuanto se alza una voz crítica dentro de la isla la acusan de pertenecer a agentes encubiertos del régimen. Ya le ha ocurrido a figuras como Oswaldo Payá y a Yoani Sánchez y a todo aquel que se atreve a hablar donde otros hacen silencio porque no hay señal más clara de la complicidad con el régimen que atreverse a criticarlo sin que te maten.

Los de tal parecer son -sospecho que sin saberlo- seguidores de Walter Mignolo, el camaján posmoderno que desarrolló el concepto de “lugar de enunciación” según el cual lo importante no es lo que se diga sino desde dónde se diga. Solo que en el caso de nuestros posmodernos involuntarios no hay lugar posible para la crítica del régimen. Ni siquiera las cárceles porque ¿cómo puede ser creíble una voz que debe la comida y el agua a la benevolencia de sus carceleros?

En fin, que gracias a esa bonita combinación de pureza y sospecha el castrismo se va volviendo tan irreprochable como ha sido criminal. No hay espacio legítimo para la crítica que no sea el más allá una vez que, asesinado por el régimen, se esté entonces en condiciones fiables de ejercerla. Conquistadas las garantías que da el martirologio solo faltará resolver el siempre difícil problema de las comunicaciones entre ultratumba y el más acá.


domingo, 2 de junio de 2024

Las élites occidentales y el comunismo

 

Stephen Koch en su libro El fin de la inocencia, dedicado a la red de propaganda y espionaje construida por el stalinismo en Occidente aborda, entre tantos temas, el de por qué las élites intelectuales se sumaron con tanto ardor al entramado comunista:


A menudo, la gente se pregunta con verdadera perplejidad cómo pudo ser que tantos de estos ingleses privilegiados fueran «traidores a su clase». Eso es desconocer tanto su traición como su clase. El aparato de Münzenberg llegaba a todo país que fuese del interés de los soviéticos: Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Holanda, las democracias escandinavas y muchos más. En todas partes se lanzaba a organizar las élites intelectuales, en especial donde esas élites estaban en formación, es decir, en las universidades. Precisamente la misma gente que instituyó la penetración en Cambridge supervisó operaciones paralelas en Nueva York y Washington, en la Ivy League y la École Normale Supérieure, de París a Berlín. La Internacional era realmente internacional. El obvio aunque raramente comprendido golpe de genio en los servicios secretos detrás de esas operaciones era el simple reconocimiento de un vínculo esencial entre el llamado «sistema» (por el cual se da a entender poco más que a la élite de un país determinado) y lo que llamó Lionel Trilling la «cultura de adversarios», esa parte de la sociedad que, en virtud de su educación superior y su equipamiento critico, desarrolla una posición determinada dentro de la clase media, basada en la ambigüedad y en una perspectiva crítica, en la argumentación, el conocimiento y la protesta. Esta cultura de adversarios representa una rama de las clases medias, por lo general, su ala de mayor vigor intelectual y artístico. Aunque sea de forma ambigua, se siente atraída por las posturas radicales pues éstas forman parte de su visión de la libertad y de la verdad. Se imagina que la solución radical demolerá la fachada burguesa; sospecha que la visión radical alcanza la verdad más profunda. De hecho, la capacidad real de comprender o aceptar la visión radical es lo que la cultura de adversarios cree que la distingue de la inmensa clase media hipócrita y mediocre a la que pertenece, pero de la que quiere, comprensiblemente, apartarse”

Pero no se trata solo del espionaje, ni de la propaganda sino de estimular y aprovechar cierto sentimiento de rebeldía y superioridad intelectual y moral existente en las universidades. Algo que explicaría desde las actuales protestas hasta casos como el de Ana Belén Montes:

El reclutamiento de los espías de Cambridge y agentes similares en todas las democracias se basaba en este simple postulado: la cultura de adversarios es una élite. Esto es lo que comprendían y explotaban los operativos fundadores del grupo de Cambridge, Arnold Deutsch y Theodore Maly. Y lo mismo sucedió con ese residente de la Internacional que instruyó al joven Whittaker Chambers en la Biblioteca Pública de Nueva York. A la juventud elitista puede convencérsela de la calidad de su rebeldía. Es posible que acarreen esas presunciones hasta la madurez y hasta el poder. Coged esa protesta en la escuela. Desarrolladla correctamente. Profundizadla; convenced de su bondad, asustad con ella, presionad con ella, ponedla en una red. Entonces habréis forjado el invisible vínculo «revolucionario» entre la bohemia y el poder.

Más adelante Koch emprende una defensa parcial de esta actitud:

Del mismo modo, la historia moral de estos escondidos idealistas de la Revolución —un notable número de los cuales reclutados con los auspicios de Münzenberg— necesariamente incluye a muchos que encarnaron las mejores ideas, talentos y valores existentes en la cultura progresista de su tiempo. La derecha tiende a condenar toda la cultura de adversarios porque de ella salió un grupo de simpatizantes, espías y traidores. Esto es más que absurdo. En la mayoría de las democracias liberales, la cultura de adversarios incluye gran parte de lo que representa lo mejor de la sociedad: lo más animado, osado, creativo; lo más consciente. Fue así en la Rive Gauche de André Malraux; lo mismo en la bohemia de Greenwich Village donde los reclutadores del apparat lograron cosecha tan ubérrima. Y lo mismo sucedió en los dormitorios del Trinity College, donde en 1938 Anthony Blunt llevó a cabo su discreta campaña de reclutamiento. Y lo mejor es digno de recordarse.

No obstante, aclara:

Al hacer esta afirmación no es mi intención evocar alguna clase de contracultura sentimental para justificar a estos hombres y mujeres miserables. Los espías de Cambridge fueron servidores de Stalin, estalinistas puros. Lo mismo pasó en Francia, Estados Unidos y los demás países democráticos. No habrá perdón histórico para ellos. Nada puede borrar su infamia. Su servicio a la tiranía y sus mentiras acaso fueron en el fondo más infames que la terrible serie de traiciones y crueldades que a sabiendas se llevó a cabo gracias a su complaciente colaboración. No obstante… hay que reconocer que se aproximaron a su meta maléfica y sucumbieron a ella guiados por un conjunto de inquietudes que fueron y siguen siendo admirables e incluso indispensables: indispensables para la sociedad y para nosotros. No hay la menor duda de que sus actividades fueron reprochables. Pero también debe vérseles desde la perspectiva de la observación de Rebecca West: «El caso del traidor siempre es complejo. Se trata de un tipo necesario de persona». De Praga a Hollywood, ése fue el caso.
Willi Münzenberg 



Para Koch operativos como Münzenberg fueron tan eficaces porque lejos de la rigidez ideológica supieron aprovechar al máximo estas contradicciones:

Desde la primera hora, Münzenberg comprendió perfectamente esta simbiosis de radicalismo, elitismo y poder. Por esa razón, descubrió que una vía posible era el patrocinio de importantes exposiciones de, por ejemplo, arte dadaísta. Münzenberg en persona se dejó fotografiar en admiradas exposiciones dadaístas en las que su maestro Stalin hubiera encontrado buenas razones para fusilar a todos los participantes. Por esa misma razón su gente distribuyó copias en dieciséis milímetros del cine soviético de Eisenstein y Pudovkin en todos los campus universitarios de Occidente. Estas actividades lograron una cosecha excelente de simpatizantes de alto nivel cultural, y de esa multitud salieron, en especial de la primera fila, unos pocos futuros espías de verdad.