martes, 23 de julio de 2024

La universidad ¿un espacio seguro?*


 Albert Einstein, cuyas teorías cambiaron nuestra concepción del universo, tenía más reservas ante los poderes de la teoría de las que pudiera pensarse. De él es la afirmación de que “en teoría, la teoría y la práctica son lo mismo, pero en la práctica no lo son”. Esto es válido especialmente en las universidades, un espacio donde se intenta acortar las distancias entre las ideas y la realidad mientras la segunda se mantiene elusiva ante los intentos de la primera por aproximársele. Esto vale no solo para las teorías que continuamente propugnan las diferentes disciplinas que se estudian allí sino también para las ideas sobre las que se asienta la organización de los centros de educación superior en estos tiempos.

Tomemos por ejemplo el concepto de “safe space” o espacio seguro. Hace tiempo las universidades se proclaman orgullosas como espacio seguro para los estudiantes, entendiendo el concepto de “safe space”, de acuerdo a la definición del diccionario Oxford, como “un lugar o ambiente en el cual una persona o una categoría de personas pueden sentirse confiadas de que ellos no serán expuestos a discriminación, crítica, acoso o cualquier otro tipo de daño físico o emocional”. Incluso a temperatura y presión normales este concepto, por deseable y noble que parezca, ha encontrado grandes dificultades a la hora de ser aplicado sin que a su vez amenace la posibilidad de expresarse libremente en el ambiente académico. Sobre todo, en tiempos en que las mismas nociones de discriminación y acoso se han expandido de tal manera que se ha hecho demasiado fácil ofender a cualquiera sin siquiera pretenderlo. Quien lea mis artículos para esta columna puede pensar que su autor vive aterrorizado ante la posibilidad de que sus estudiantes lo acusen por algún delito de lesa incorrección. Todo lo contrario: ya sea porque he logrado crear un ambiente de confianza en mis clases o porque he tenido la suerte de tener estudiantes especialmente comprensivos, mis clases transcurren en un ambiente relajado donde no se excluye la polémica. Y hasta ahora ninguno se ha sentido ofendido. Todo lo contrario: en las evaluaciones que se realizan al final del curso las cuestiones referidas a la inclusividad o a mi capacidad para hacer sentir a todos parte de la clase reciben las notas más altas. Pero al mismo tiempo soy consciente de que esa no es la regla en la universidad actual. Conozco demasiados casos de colegas y estudiantes, atrapados en las férreas tenazas de la corrección política como para ignorarlo. Equivaldría -y me excusan lo extremo del símil- a negar en una dictadura la existencia de abusos simplemente porque estos no hayan afectado a tu familia.     

El tema del “safe space” se ha vuelto especialmente relevante en las universidades en los últimos meses a propósito de las manifestaciones estudiantiles contra la invasión de Gaza por parte de Israel. Habiendo vivido mis años de estudiante bajo un estado totalitario valoro como el que más la necesidad de los ciudadanos de expresar públicamente sus puntos de vista y protestar contra todo aquello que consideren injusto. Especialmente los estudiantes, seres que atraviesan un momento de sus vidas en que la conciencia y la sensibilidad ante los problemas del mundo se aguzan como nunca, antes de que, más tarde en la vida, los compromisos y el natural egoísmo los sumerjan en un estado de abulia permanente. Más, como en este caso, cuando se trata de la muerte de seres inocentes atrapados entre dos lógicas políticas antagónicas e implacables.

Como he dicho antes en esta misma columna, las manifestaciones motivadas por el conflicto en Gaza han revelado la endeblez de todo el aparato teórico sobre el que se sostiene la universidad actual y la enorme distancia que existe entre su teoría y su práctica. Entre todas las concepciones teóricas que imperan en la universidad en estos tiempos ninguna se ha mostrado más inoperante que la del “espacio seguro”. Se ha pasado sin transición de considerar la mención de una palabra sin destinatario concreto ni abstracto como una señal de acoso a que amenazas de muerte hacia destinatarios concretos sean vistas como modos legítimos de expresar indignación. De pretender proteger a los estudiantes de ofensas imaginarias a ser incapaces de protegerlos de insultos y humillaciones. De consentir los más mínimos caprichos de los estudiantes más hipersensibles a llamar a la policía antidisturbios ante el mínimo amago de protesta organizada (en mi universidad al menos fue así), a amenazarlos con la expulsión o a forzarlos a dejar por escrito su arrepentimiento por haber participado en las protestas, como en los mejores momentos del camarada Stalin.

Frente a este panorama me parece particularmente alarmante la insistencia de administrativos y profesores de que las universidades sean un “espacio seguro”. ¿Seguro para qué? ¿Y cómo? Porque, al margen de su buenismo teórico, el “safe space” en la práctica coarta la libertad de expresión, la capacidad de los estudiantes de entender la realidad e interactuar con ella y de debatir con civilidad posiciones contrapuestas y prioriza unas concepciones del mundo sobre otras sin la posibilidad de ser confrontadas por otros puntos de vista o por las propias evidencias que continuamente provee la realidad.

La idea de espacio seguro no se propone preparar a los estudiantes para los desafíos que enfrentarán en medio de lo real sino justamente en lo contrario: con la idea de’ “safe space” se le promete al estudiante que en la universidad no encontrará nada que lo contraríe o lo perturbe. Una promesa que, si en tiempos relativamente apacibles es imposible de cumplir sin prejuicio para el libre intercambio de ideas, en el presente revuelto en que estamos resulta, además de irreal e hipócrita, decididamente enajenante. ¿Cómo hablar de espacio seguro cuando a los estudiantes se les escupe y empuja, se los amenaza o reprime? ¿Cómo priorizar la idea de “safe space” en medio de los acontecimientos actuales sin pensar en la imagen del avestruz enterrando su cabeza en el suelo?

No se trata solo de que la idea de “safe space” proponga un espacio sin conexión con el mundo real. La ilusión de un espacio que asegure la ausencia de incomodidad y conflicto supone asumir que todos coincidimos en nuestras nociones del bien y del mal a un extremo tan minucioso que hace imposible la discrepancia en cuestiones que nos importen. Como tal cosa es irrealizable en la práctica equivale a ejercer una discreta pero interminable violencia sobre todos nosotros con el solo objetivo de apaciguar la conflictiva naturaleza de lo real.

Más valdría recurrir al viejo concepto de tolerancia de John Locke que en su famosa carta partía de una básica petición de humildad: esto es, el reconocimiento de que ninguna institución humana o individuo puede evaluar de manera confiable las afirmaciones de verdad de los diferentes puntos de vista en competencia. Porque la búsqueda de la diversidad no solo equivale a aceptar a personas de diferentes razas, orígenes étnicos o nacionales sino a reconocer las inevitables diferencias entre nuestros puntos de vista. Y la tolerancia, más que una forma de condescendencia, consiste en el derecho de todos a exponer sus opiniones dentro de límites básicos de civilidad y respeto. Nada que no se haya dicho antes millones de veces pero, en vista de las actuales circunstancias, no está de más recordar.


*Aparecido originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine

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