El viernes 26 de julio de 2024 tuvo lugar el entierro de Bill Mlawer, mi primer empleador en Estados Unidos y, desde entonces, amigo para toda la vida. Durante décadas fue dueño de la librería Lectorum, la más importante en español en Nueva York hasta su cierre en 2008. Bill era hijo de judíos rusos que habían escapado de los progromos, de la Primera Guerra Mundial o de la revolución. A los judíos nunca le han escaseado los motivos para huir a otra parte. Sin saber de la existencia del otro sus futuros padres escaparon de puntos distintos del imperio ruso para confluir en La Habana donde se conocieron y con algo de suerte hicieron fortuna y familia, aunque sin exagerar. Bill me contaba cómo el mismo día de su desembarco en La Habana el padre se encontró con un paisano, de los muchos que plantaron tienda, literalmente, en la calle Muralla, que se puede traducir también de manera literal como Wall Street y ayudó a introducirlo en el entonces dinámico mundo de los judíos aplatanados a los que los locales designaban con el mote caprichoso de polacos.
Bill nació el 17
de febrero en 1929, meses antes de aquel famoso lunes negro de la otra calle
Muralla, la Wall Street literal, que puso al mundo a hacer colas para buscar
sopa en calderas comunales. De las repercusiones cubanas de la crisis mundial y
los años finales del machadato, Bill no recordaba nada, por supuesto. Recordaba
su infancia como la de un niño cubano cualquiera a pesar de que a juzgar por
las fotos su protectora madre le encasquetaba a él y a su hermano Boris sendos
suéteres en pleno verano. Madre protectora y padre férreo, combinación que, de
tan habitual, da pena mencionar. El caso es que Bill iba a la escuela y jugaba
como los otros cubanitos de su tiempo, aunque entre sus compañeros de pelota
callejera estaba la futura estrella de las grandes ligas, Camilo Pascual, que
era su motivo de orgullo. Eso, y que una vez en el estadio, muchos años
después, el jugador lo reconoció en las gradas y lo fue a saludar. El tipo de
recuerdos que un hombre trae a las conversaciones mientras conserve la memoria.
Viajó a Estados
Unidos a los veinte años donde se estableció el resto de su vida. Allí estuvo
en el ejército como correspondía a cualquier hombre en aquellos años y estuvo
destacado en Alemania, el mismo país que tanto dolor causó a sus
correligionarios. Nunca me habló de ello, pero al encontrar después de muerto unas
fotos vestido de soldado junto a unas señalizaciones en alemán supuse que era
un tema que su memoria evitaba como mismo evitó, entre los muchos viajes que
dio por el mundo, ir a Rusia.
Estudió, trabajó,
se casó, tuvo tres hijos, se divorció. En 1971 se alió a un amigo para comprar una
librería en español. El amigo puso el dinero y Bill el conocimiento y el
trabajo para mantener a flote una librería en una ciudad con un cuarto de
hispanohablantes que no eran necesariamente grandes lectores. Ya en la madurez,
conoció a Teresa, una cubana exiliada desde joven, editora y traductora, con
quien se casó, y quien llegó a ser parte esencial de Lectorum y de la vida de
Bill. Juntos convirtieron a Lectorum en librería de referencia en la ciudad y
en sello editorial especializado en textos infantiles originales o traducidos principalmente
por Teresa. Vivieron juntos el resto de su vida, una vida plena y generosa.
Teresa, bastante
más joven que Bill se le adelantó en la muerte, hace cuatro años.
Predeciblemente, Bill quedó desolado, desnortado, sin saber qué hacer con su
vida y con su tiempo. Yo le insistía que escribiera un libro con sus memorias,
pero mi insistencia equivalía a la suya en que yo escribiera un bestseller,
como si el acto de escribir me capacitara automáticamente para producir uno. En
la escritura, Bill y yo teníamos una diferencia irreconciliable. Bill nunca le
vio sentido a escribir un libro que no se vendiera bien mientras que yo le
insistía en la necesidad de darle sentido a la existencia, la suya incluida,
por escrito. Ya los lectores se encargarán de decir si mis libros o los
recuerdos de un viejo judío-cubano valían el esfuerzo de escribirlos.
En Cuba Bill solo
vivió las primeras dos décadas de sus noventa y cinco años de existencia pero,
teniendo las opciones del judaísmo milenario de sus padres o la nacionalidad
del país que le había concedido oportunidades y un pasaporte, el hombre que
conocí se sentía cubano por sobre todas las cosas. No una cubanidad estentórea
pero sí diáfana y elegante, como el cuadro de Humberto Calzada que presidía la
sala de su casa. Como la generosidad que ejercía alguien que por otra parte
nunca tuvo fama de botarate. (Su saldo vital es tan limpio como sus libros de
cuentas: no conozco a alguien que lo tratase que no tuviese algo que
agradecerle, como no conozco a nadie que le reprochara algo más que ser
demasiado directo). Aquellos primeros veinte años de vida habanera habrán
pesado mucho en sus recuerdos, o la costumbre del español o la complicidad con Teresa.
Quizás insistiera en ser cubano por mera compasión. Por sentirse parte de un
pueblo que, como el de sus padres, trata de recomponerse en medio de su
naufragio como nación. Fue de él la iniciativa de vender unos viejos billetes cubanos
que le había entregado otro exiliado para ayudar a los nuevos compatriotas que
siguen llegando por la frontera, por la misma causa que había expulsado a su
esposa y a tantos otros.
El caso es que
Bill era un viejo cubano de los de antes, con sus canas peinadas con esmero y
el cinturón de sus pantalones ajustados a una altura imposible. Cubano en la
fruición incansable con la que asaltaba los frijoles, la ropa vieja y los
tamales que le traíamos desde el barrio o el dolor mezclado con un hálito de
esperanza con el que me preguntaba por el futuro de Cuba. El viernes, mientras
lo despedían con frases en hebreo, todavía Bill impuso su deseo póstumo de que su
yerno le tocara un viejo bolero. El bolero, “La historia de un amor”, es obra
de un panameño, pero no hay nada más cubano (o de cualquier nacionalismo en
general) que esas imprecisiones geográficas. Porque cuando se trata de ligar
los sentimientos con un sitio conocido o una tribu de miembros solo conocidos
en una mínima parte, vale cualquier subterfugio. Basta que te recuerde un
momento y unos seres muy concretos. Un bolero como cualquier otro que remita a
ciertas cadencias, ciertas complicidades. Cadencias y complicidades similares a
las que disfrutaron mis padres y abuelos al bailar o cantar “La historia de un
amor”. Una manera de decirnos -como el kadish que luego entonaron en la lengua
del Antiguo Testamento- que no estamos solos del todo. Ni en la vida ni en la
muerte.
¡Precioso! que descanse en paz Bill, que si existe un paraíso, sea hebreo o cristiano, ahí él está. Saludos.
ResponderEliminarPrecioso. Que Bill descanse en paz, si hay un paraíso ahí debe estar. Saludos.
ResponderEliminarRIP, buenas palabras para un amigo.
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