Hay una discriminación de la que no se habla y no porque sea más tenue: me refiero a la marginación continua que los cubanos exiliados sufren en medios culturales y académicos. Llamarle “discriminación ideológica” sería faltar a la verdad porque lo que menos importa aquí es la ideología del excluido. Basta con que se reconozca como exiliado de una dictadura que no es reconocida como tal entre la progresía planetaria para ser sometido desde acoso declarado a sordo pero persistente ninguneo. Raramente se reconocerá así pero basta levantar la voz contra la dictadura cubana o simplemente reconocer su existencia para sufrir las consecuencias en la forma de rechazos de solicitudes de becas o empleo, negaciones de ascenso, silenciamiento de la obra, postergaciones continuas y pertinaz ninguneo.
Siempre fue así. Lo sufrieron de manera abierta los exiliados de los sesenta y setenta y lo sufren de manera más sibilina los de ahora. De ese silenciamiento obstinado y eficaz supieron Cabrera Infante y Reinaldo Arenas y otros menos conocidos, entre otras cosas porque de eso se trata, de convertirlos en fantasmas anónimos. A veces son las instituciones las que ceden a las presiones que se ejercen desde La Habana, a veces actúan por iniciativa propia, por simpatía o pura inercia ideológica ante un regimen que lo único que hace por los excluídos es multiplicar su número. Las reglas del juego son discretas pero se comprenden apenas se sale de Cuba, a medida que se van cerrando puertas y las llamadas o mensajes dejan de ser contestados. Unos aceptan tales reglas y pagan con su cuota de mutismo y disimulo. Otros no y lo que pagan son las consecuencias.
No se trata de andarse quejando. Bastante más caro cobran en Cuba el precio de no callarse: averguenza dársela de perseguidos ante una hostilidad tan discreta. Y sin embargo, en época de tan delicada sensibilidad ante agresiones imaginarias es curioso que nunca se hable de cómo se nos discrimina a los gusanos, empezando por el epíteto siempre presente, aunque no se pronuncie. Y es ese silencio, entre ladino (de los que la ejercen) y resignado (de los que la sufren) lo que la hace tan eficaz.
Yo mismo nunca hablo de ello. Siempre encuentra uno algo más importante por lo que protestar. Sin embargo, no hace mucho una amiga -que entre sus tantas virtudes cuenta la de no ser cubana y a pesar de ello y de su clarísimas credenciales de izquierdas ofrece su solidaridad constante a la causa de la democracia en Cuba- me contaba que su rechazo al castrismo le ha costado que muchos de sus compatriotas le viren la espalda. “Si eso es así contigo, imagínate con nosotros” le comenté. Nosotros los gusanos, quise decir, para que el desprecio que padecemos lleve el calificativo que le corresponde. Ella me entendió.
Se trata de algo muy viejo, común y tenaz, o sea, de miseria humana, también conocida como hijeputez, que suele pretender ser lo contrario. Aunque la verdad sea evidente, basta con estar al amparo de la moda “correcta,” algo muy socorrido y además provechoso. La cosa no es ninguna casualidad sino algo rigurosamente lógico, o por lo menos completamente previsible: hijeputez protegida y premiada es hijeputez garantizada. Y eso que hablamos del mundo “bueno,” por el cual ya no me queda respeto, o muy poco y cada dÍa menos. Ahora, desprecio sí tengo, mucho, y cada día más.
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