Dudo que al morir Milan Kundera haya dejado orfandad mayor que entre los cubanos de mi generación. Al menos entre aquellos que desde mediados de los ochenta se tomaban el trabajo de leerse sus libros forrados con las páginas del periódico Granma o de cualquier revista soviética para encubrir tamaña herejía. Los que traficábamos aquellos libros como si de una droga dura e ilegal se tratara.
Sospecho
que la muerte del escritor, una muerte que a nadie sorprendió a sus 94 años, no ha causado tanto
desasosiego, tanto regreso a sus viejas frases entre checos y franceses, sus
compatriotas de origen o elección. Los primeros, porque hace rato le pasaron
página al totalitarismo que Kundera diseccionó tan bien y porque en realidad el
escritor nunca se esforzó por hacerse querer por sus compatriotas.
Hoy en
Praga no existen huellas notorias del paso de Kundera por la ciudad donde nació
su fama. Es llamativo el contraste con Kafka,
Hrabal y Hasek, a los que poco falta para que les consagren un parque temático,
si es que toda la ciudad de alguna manera no lo es: desde el museo y los monumentos a Kafka, a las dos
cervecerías que ofician como altares a Hrabal ―El tigre dorado, su
favorita y Una soledad demasiado ruidosa, nombrada por una de
sus novelas―, a la cadena de restaurants dedicada al buen soldado Sveik.
Los
franceses, por su parte, reaccionaron con sobria melancolía ante la muerte de
un exiliado ilustre. Podría conmoverlos que en las últimas décadas Kundera se
empeñara en escribir en francés, pero difícilmente compartieran su exótico
entusiasmo por desmontar un régimen demasiado lejano en el espacio y el tiempo.
“Kundera, novelista existencial, ha muerto”, anuncia Le Monde como si
se hubiera muerto la versión checa de Sartre y basta para saber que no lo
entendieron como mis compañeros de generación en Cuba.
Para
muchos de nosotros Kundera era algo íntimo. Más que escritor Famoso era casi un
pariente. No se trata de una cuestión temperamental, la típica exuberancia del
trópico saliendo a desfilar frente al féretro de un muerto famoso. Y es que,
trabados como estamos en la página totalitaria a la que los checos le dieron
vuelta hace más de tres décadas, Kundera nos ha seguido acompañando todos estos
años, incluso a los que hace tiempo dejaron de leerlo.
Fue el
checo quien, sin proponérselo, sin imaginárselo siquiera,
se convirtió en tutor de nuestra educación política y sentimental. Sus novelas
y cuentos no solo le daban sentido a nuestro difuso malestar hacia un régimen
que se erigía en campeón de la misma libertad que nos negaba. El autor de La
broma logró, con su meticulosa descripción de los avatares de almas
individuales frente a la desoladora realidad totalitaria, que nos sintiéramos
menos solos.
Porque,
en lugar de entretenerse con la opresión externa o las precariedades económicas
que abundan donde quiera que se impone el socialismo real, el checo prefirió
concentrarse en el drama individual de ser responsable de uno mismo, incluidas
las grandes y pequeñas traiciones que nos permitimos en medio de un sistema
dedicado a poner a prueba nuestras menores debilidades. Kundera nos enseñó que
el totalitarismo no era disculpa suficiente para dejar de pensarnos como
individuos, con nuestros propios infiernos personales, más allá del gran
infierno colectivo que nos abarcaba a todos. Y que de la interacción entre ambos
infiernos surgían tragedias que al mundo
no construido bajo principios colectivistas le eran ajenos.
Ante
esos dramas íntimos que desplegaba Kundera, Orwell nos parecía elemental. Y
Solzhenitsyn irremediablemente lejano: con Kundera no teníamos que pasar por
una versión local del Gulag para entenderlo. Tanto las diferencias culturales o
idiosincráticas de checos y cubanos, o la circunstancia de que la cerveza fuera
bastante más accesible en Praga que en La Habana, eran irrelevantes frente a
ese infinito generador de conflictos absurdos y humillaciones que es el comunismo.
Daba
igual que el primer secretario del partido se apellidara Husak o Castro, los
efectos y reacciones que el sistema producía en nuestras vidas eran idénticos.
Que Kundera fuera checo y no cubano, en lugar de distanciarnos nos servía para
universalizar nuestra intimidad, nuestra vulgar tragedia de intentar ser
decentes bajo una tiranía con buena prensa.
Pero, a
pesar de tanta complicidad, Kundera no nos daba tregua como lectores. Siendo su
blanco favorito la muy humana tendencia al autoengaño, la denunciaba como una
de las principales fuentes de alimentación del mismo sistema que aborrecíamos. Mientras
tratábamos de consolarnos pensando que el sistema en el ue habíamos creído
desde niño tenia algo que salvar o que al menos al principio no parecía una
mala idea el novelista checo nos dejó claro que el “sueño del paraíso, con todo
lo bello que nos pudiera parecer, estaba viciado de raíz”.
Incluso en teoría el proyecto de construir el paraíso en la Tierra era pésimo porque —razonaba Kundera— una vez que ese sueño se hace realidad, es
natural que le salgan opositores, resistentes o simples descreídos “y por esta
razón los soberanos del paraíso deben construir un pequeño gulag a un lado del
Edén. Con el correr de los años, el gulag va haciéndose mayor y más perfecto,
mientras que el paraíso contiguo pasa a ser cada vez más pobre y pequeño”. Ya
un viejo refrán nos alertaba que “de buenas intenciones está empedrado el
camino del infierno”. Kundera lo actualizó hasta dejarlo así: “De las mejores
intenciones erigidas en paraíso salen los peores infiernos”.
No
obstante, Kundera no parecía ser especialmente masoquista o sádico. Junto al
diagnóstico sin atenuantes nos recetaba el mejor antídoto al buenismo fanático:
la risa. Una risa profunda, filosófica, que enfrentara al “delirio lírico colectivo”
que pretende encontrarle respuestas a todo, explicaciones a todo, soluciones a
todo.
Frente
a la insoportable pesadez del comunismo, Kundera recomendaba levedad. Pero, en
vez de limitar la gravedad totalitaria al Politburó soviético y sus sucursales,
el novelista la convirtió en parte del conflicto milenario entre lo solemne y
lo cómico. Así nuestra desgracia si no más ligera se hacía menos pasajera y
desdeñable.
A la
solemnidad, esa pobre máscara humana con que nos creemos dignos de lo sagrado,
Kundera contraponía la risa de Dios aludida en el proverbio judío que advierte:
“El hombre piensa y Dios ríe”. Si Dios ríe es porque entiende lo mucho que los
hombres se alejan de la verdad mientras intentan llegar a ella. Y porque conoce
el tremendo talento de los humanos para autoengañarse, “porque el hombre nunca
es lo que cree ser”.
No
satisfecho con recomendarnos el remedio de la risa, Kundera le añadía el del
sexo. Para el checo, más que como gimnasia erótica, el sexo era “la más
profunda y biológica” de las regiones de la vida humana que revelaba la esencia
de las personas y resumía su situación en la vida. Risa y sexo: todo un
programa político personal para resistir al comunismo, mientras no puedes
derrotarlo ni escapar de él.
Además de los lectores, entre los escritores cubanos Kundera tuvo unos cuantos adeptos. No siempre para bien. El más vendido de los novelistas cubanos, Leonardo Padura, en alguna época trató de imitarlo. En su primera novela “seria”, La novela de mi vida, Padura copió el argumento de La broma: un antiguo expulsado de una universidad comunista busca vengarse años más tarde para descubrir que su venganza carece de sentido. El vengador frustrado descubre que al sistema, en su constante esfuerzo por sobrevivir, le resulta natural desentenderse de aquellos principios por los que antes destruyó carreras y vidas.
Si el resultado novelístico en el caso del cubano resulta
inferior no es solo por no alcanzar el nivel de penetración en la realidad totalitaria
que logró el checo. Más que de talento se trataba de una cuestión de procedimiento:
no se puede examinar a cabalidad un régimen con el que todavía
se conservan ataduras sentimentales. O con el que existe un conflicto de intereses (y
no hay conflicto que genere un interés mayor que el de mantener el pellejo a
salvo).
Yo mismo debo reconocer en mi obra la huella de Kundera: basta con repasar mis títulos para notar que hice uso abundante de un concepto kunderiano como el de “levedad”. Primero escribí junto a Francisco García González una Leve historia de Cuba y más tarde titulé mi tesis de doctorado Elogio de la levedad. Así de necesaria me parecía la idea de la levedad para contrarrestar tanta gravedad que se le había insuflado al relato nacional cubano. Del énfasis ensayístico de las novelas de Kundera checo supongo que extraje el esfuerzo por analizar y generalizar mis experiencias particulares en libros como Siempre nos quedará Madrid y Nuestra hambre en La Habana. Lo poco bueno que puede haber en mis intentos de teorizar la miseria castrista debe acreditársele a las enseñanzas de Kundera.
No por gusto tantos cubanos le otorgábamos cada año el Nobel de Literatura al novelista checo. Mentalmente, por supuesto. No se nos ocurría ningún otro escritor vivo que hubiese hecho tanto por la literatura y por la humanidad. Al menos por esa parte de la humanidad que éramos nosotros mismos.
Cada
octubre era una nueva oportunidad de abominar de la miopía de la Academia
sueca, o de su mezquindad. Depende de la causa que atribuyéramos a su fracaso
anual de concederle el premio a Kundera. Porque los únicos motivos que
explicaban que aquella pandilla de suecos se equivocara tanto, año tras año,
eran la envidia o la inquina política.
Exitoso
y anticomunista no son precisamente condiciones que lo enaltecieran ante los
ojos de la Academia, defectos que el novelista siquiera compensaba afiliándose
a alguna especie minoritaria o en peligro de extinción. Tampoco lo
ayudaba la claridad con que exponía sus ideas, una
claridad que lo hacía parecer un populista de la literatura. Sobre todo, cuando
se padece el vicio de asociar automáticamente lo oscuro a lo profundo.
Creo,
sin embargo, que había motivos más esenciales en la insistente denegación del
Nobel a Kundera. La obra y el pensamiento del autor de El libro de los
amores ridículos eran justo la repulsa radical a la solemnidad que da
sentido a la Academia sueca, a cualquier academia. Contra esa solemnidad, ese
sentido de lo sagrado, había escrito y teorizado Kundera al
punto de construir su Historia de la Novela en oposición a los que no saben
reír, los agelastas.
Kundera
llegó a asociar el surgimiento de la novela moderna a la crisis europea que
trajo el Renacimiento para el sentido de lo sagrado y lo verdadero. Porque “es
precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime
de los demás, cuando el hombre se convierte en individuo” y “la novela es el
paraíso imaginario de los individuos”.
Cierto
que, en un amago de liberalidad, la Academia ha llegado a otorgarle el Nobel a
un cantautor o hasta a varios escritores mediocres, pero difícilmente se lo
dieran a quien de manera consciente y clara asociara la sacralidad de la
literatura con la blasfemia de la risa. Sobre todo, si no se escondía para decir
que toda broma es un sacrilegio y lo cómico “un ultraje al carácter sagrado de
la vida”.
¿No rehusaron
darle el Nobel a Mark Twain o a Borges? ¿Qué extraño tiene que se lo negaran a
un enemigo de la seriedad más consciente y sistemático como Kundera?
Con los
años, podíamos dejar de leer a Kundera. ¿Para qué, si ya lo que había escrito
en sus primeros seis o siete libros era inmejorable e inolvidable? También
porque, a partir de La lentitud (1995), se notaba un
agotamiento del novelista.
Su
escritura seguía tan precisa como antes y su mente clara, pero, tras la
desaparición del comunismo como amenaza existencial para Europa, la fuente de
su rabia esencial y de los pequeños grandes conflictos que animaban a sus
personajes, parecía haberse secado.
Ahora
el checo redirigía su escritura hacia la idiotez de la sociedad de masas
occidental, en la que veía el mismo kitsch que inundaba el comunismo, aunque
mucho más disperso y diluido, y ese detalle terminaba atenuando el sentido de
urgencia y el dramatismo de sus libros.
Incluso
así siempre era agradable volver a escuchar lo que tenía que decir uno de los
intelectuales más sagaces, honestos y desprejuiciados que nos iban quedando,
sobre todo cuando decidía retomar su viejo monólogo sobre “el arte de la
novela”.
Ahora,
cuando ya no le quedaba mucho por decirnos, ha decidido irse quizás sin saber
que, al morir, entre tantas cosas que dejó, está este montón de huérfanos
nacidos en una isla que nunca visitó.
Huérfanos
agradecidos que, año tras año, le concedían su Nobel sentimental.
Si los de la Paz se lo han concedido a elementos como Arafat, Menchú u Obama, poco se puede esperar con respecto a seriedad en otras categorías.
ResponderEliminarde acuerdo Anónimo...
ResponderEliminarQué bien! Felicidades por semejante despedida?/ homenaje como quiera llamársele.
ResponderEliminarSaludos,
El “Canedian”