lunes, 17 de julio de 2023

El Nobel de los cubanos (revisado)


Dudo que al morir Milan Kundera haya dejado orfandad mayor que entre los cubanos de mi generación. Al menos entre aquellos que desde mediados de los ochenta se tomaban el trabajo de leerse sus libros forrados con las páginas del periódico Granma o de cualquier revista soviética para encubrir tamaña herejía. Los que traficábamos aquellos libros como si de una droga dura e ilegal se tratara.

Sospecho que la muerte del escritor, una muerte que a nadie sorprendió a sus 94 años, no ha causado tanto desasosiego, tanto regreso a sus viejas frases entre checos y franceses, sus compatriotas de origen o elección. Los primeros, porque hace rato le pasaron página al totalitarismo que Kundera diseccionó tan bien y porque en realidad el escritor nunca se esforzó por hacerse querer por sus compatriotas.

Hoy en Praga no existen huellas notorias del paso de Kundera por la ciudad donde nació su fama. Es llamativo el contraste con Kafka, Hrabal y Hasek, a los que poco falta para que les consagren un parque temático, si es que toda la ciudad de alguna manera no lo es: desde el museo y los monumentos a Kafka, a las dos cervecerías que ofician como altares a Hrabal ―El tigre dorado, su favorita y Una soledad demasiado ruidosa, nombrada por una de sus novelas―, a la cadena de restaurants dedicada al buen soldado Sveik.

Los franceses, por su parte, reaccionaron con sobria melancolía ante la muerte de un exiliado ilustre. Podría conmoverlos que en las últimas décadas Kundera se empeñara en escribir en francés, pero difícilmente compartieran su exótico entusiasmo por desmontar un régimen demasiado lejano en el espacio y el tiempo. “Kundera, novelista existencial, ha muerto”, anuncia Le Monde como si se hubiera muerto la versión checa de Sartre y basta para saber que no lo entendieron como mis compañeros de generación en Cuba.

Para muchos de nosotros Kundera era algo íntimo. Más que escritor Famoso era casi un pariente. No se trata de una cuestión temperamental, la típica exuberancia del trópico saliendo a desfilar frente al féretro de un muerto famoso. Y es que, trabados como estamos en la página totalitaria a la que los checos le dieron vuelta hace más de tres décadas, Kundera nos ha seguido acompañando todos estos años, incluso a los que hace tiempo dejaron de leerlo.

Fue el checo quien, sin proponérselo, sin imaginárselo siquiera, se convirtió en tutor de nuestra educación política y sentimental. Sus novelas y cuentos no solo le daban sentido a nuestro difuso malestar hacia un régimen que se erigía en campeón de la misma libertad que nos negaba. El autor de La broma logró, con su meticulosa descripción de los avatares de almas individuales frente a la desoladora realidad totalitaria, que nos sintiéramos menos solos.

Porque, en lugar de entretenerse con la opresión externa o las precariedades económicas que abundan donde quiera que se impone el socialismo real, el checo prefirió concentrarse en el drama individual de ser responsable de uno mismo, incluidas las grandes y pequeñas traiciones que nos permitimos en medio de un sistema dedicado a poner a prueba nuestras menores debilidades. Kundera nos enseñó que el totalitarismo no era disculpa suficiente para dejar de pensarnos como individuos, con nuestros propios infiernos personales, más allá del gran infierno colectivo que nos abarcaba a todos. Y que de la interacción entre ambos infiernos  surgían tragedias que al mundo no construido bajo principios colectivistas le eran ajenos.

Ante esos dramas íntimos que desplegaba Kundera, Orwell nos parecía elemental. Y Solzhenitsyn irremediablemente lejano: con Kundera no teníamos que pasar por una versión local del Gulag para entenderlo. Tanto las diferencias culturales o idiosincráticas de checos y cubanos, o la circunstancia de que la cerveza fuera bastante más accesible en Praga que en La Habana, eran irrelevantes frente a ese infinito generador de conflictos absurdos y humillaciones que es el comunismo.

Daba igual que el primer secretario del partido se apellidara Husak o Castro, los efectos y reacciones que el sistema producía en nuestras vidas eran idénticos. Que Kundera fuera checo y no cubano, en lugar de distanciarnos nos servía para universalizar nuestra intimidad, nuestra vulgar tragedia de intentar ser decentes bajo una tiranía con buena prensa.

Pero, a pesar de tanta complicidad, Kundera no nos daba tregua como lectores. Siendo su blanco favorito la muy humana tendencia al autoengaño, la denunciaba como una de las principales fuentes de alimentación del mismo sistema que aborrecíamos. Mientras tratábamos de consolarnos pensando que el sistema en el ue habíamos creído desde niño tenia algo que salvar o que al menos al principio no parecía una mala idea el novelista checo nos dejó claro que el “sueño del paraíso, con todo lo bello que nos pudiera parecer, estaba viciado de raíz”.

Incluso en teoría el proyecto de construir el paraíso en la Tierra era pésimo porque razonaba Kundera una vez que ese sueño se hace realidad, es natural que le salgan opositores, resistentes o simples descreídos “y por esta razón los soberanos del paraíso deben construir un pequeño gulag a un lado del Edén. Con el correr de los años, el gulag va haciéndose mayor y más perfecto, mientras que el paraíso contiguo pasa a ser cada vez más pobre y pequeño”. Ya un viejo refrán nos alertaba que “de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Kundera lo actualizó hasta dejarlo así: “De las mejores intenciones erigidas en paraíso salen los peores infiernos”.

No obstante, Kundera no parecía ser especialmente masoquista o sádico. Junto al diagnóstico sin atenuantes nos recetaba el mejor antídoto al buenismo fanático: la risa. Una risa profunda, filosófica, que enfrentara al “delirio lírico colectivo” que pretende encontrarle respuestas a todo, explicaciones a todo, soluciones a todo.

Frente a la insoportable pesadez del comunismo, Kundera recomendaba levedad. Pero, en vez de limitar la gravedad totalitaria al Politburó soviético y sus sucursales, el novelista la convirtió en parte del conflicto milenario entre lo solemne y lo cómico. Así nuestra desgracia si no más ligera se hacía menos pasajera y desdeñable.

A la solemnidad, esa pobre máscara humana con que nos creemos dignos de lo sagrado, Kundera contraponía la risa de Dios aludida en el proverbio judío que advierte: “El hombre piensa y Dios ríe”. Si Dios ríe es porque entiende lo mucho que los hombres se alejan de la verdad mientras intentan llegar a ella. Y porque conoce el tremendo talento de los humanos para autoengañarse, “porque el hombre nunca es lo que cree ser”.

No satisfecho con recomendarnos el remedio de la risa, Kundera le añadía el del sexo. Para el checo, más que como gimnasia erótica, el sexo era “la más profunda y biológica” de las regiones de la vida humana que revelaba la esencia de las personas y resumía su situación en la vida. Risa y sexo: todo un programa político personal para resistir al comunismo, mientras no puedes derrotarlo ni escapar de él.

Además de los lectores, entre los escritores cubanos Kundera tuvo unos cuantos adeptos. No siempre para bien. El más vendido de los novelistas cubanos, Leonardo Padura, en alguna época trató de imitarlo. En su primera novela “seria”, La novela de mi vida, Padura copió el argumento de La broma: un antiguo expulsado de una universidad comunista busca vengarse años más tarde para descubrir que su venganza carece de sentido. El vengador frustrado descubre que al sistema, en su constante esfuerzo por sobrevivir, le resulta natural desentenderse de aquellos principios por los que antes destruyó carreras y vidas. 

Si el resultado novelístico en el caso del cubano resulta inferior no es solo por no alcanzar el nivel de penetración en la realidad totalitaria que logró el checo. Más que de talento se trataba de una cuestión de procedimiento: no se puede examinar a cabalidad un régimen con el que todavía se conservan ataduras sentimentales. O con el que existe un conflicto de intereses (y no hay conflicto que genere un interés mayor que el de mantener el pellejo a salvo).

Yo mismo debo reconocer en mi obra la huella de Kundera: basta con repasar mis títulos para notar que hice uso abundante de un concepto kunderiano como el de “levedad”. Primero escribí junto a Francisco García González una Leve historia de Cuba y más tarde titulé mi tesis de doctorado Elogio de la levedad. Así de necesaria me parecía la idea de la levedad para contrarrestar tanta gravedad que se le había insuflado al relato nacional cubano. Del énfasis ensayístico de las novelas de Kundera checo supongo que extraje el esfuerzo por analizar y generalizar mis experiencias particulares en libros como Siempre nos quedará Madrid y Nuestra hambre en La Habana. Lo poco bueno que puede haber en mis intentos de teorizar la miseria castrista debe acreditársele a las enseñanzas de Kundera.  

No por gusto tantos cubanos le otorgábamos cada año el Nobel de Literatura al novelista checo. Mentalmente, por supuesto. No se nos ocurría ningún otro escritor vivo que hubiese hecho tanto por la literatura y por la humanidad. Al menos por esa parte de la humanidad que éramos nosotros mismos.

Cada octubre era una nueva oportunidad de abominar de la miopía de la Academia sueca, o de su mezquindad. Depende de la causa que atribuyéramos a su fracaso anual de concederle el premio a Kundera. Porque los únicos motivos que explicaban que aquella pandilla de suecos se equivocara tanto, año tras año, eran la envidia o la inquina política.

Exitoso y anticomunista no son precisamente condiciones que lo enaltecieran ante los ojos de la Academia, defectos que el novelista siquiera compensaba afiliándose a alguna especie minoritaria o en peligro de extinción. Tampoco lo ayudaba la claridad con que exponía sus ideas, una claridad que lo hacía parecer un populista de la literatura. Sobre todo, cuando se padece el vicio de asociar automáticamente lo oscuro a lo profundo.

Creo, sin embargo, que había motivos más esenciales en la insistente denegación del Nobel a Kundera. La obra y el pensamiento del autor de El libro de los amores ridículos eran justo la repulsa radical a la solemnidad que da sentido a la Academia sueca, a cualquier academia. Contra esa solemnidad, ese sentido de lo sagrado, había escrito y teorizado Kundera al punto de construir su Historia de la Novela en oposición a los que no saben reír, los agelastas.

Kundera llegó a asociar el surgimiento de la novela moderna a la crisis europea que trajo el Renacimiento para el sentido de lo sagrado y lo verdadero. Porque “es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los demás, cuando el hombre se convierte en individuo” y “la novela es el paraíso imaginario de los individuos”.

Cierto que, en un amago de liberalidad, la Academia ha llegado a otorgarle el Nobel a un cantautor o hasta a varios escritores mediocres, pero difícilmente se lo dieran a quien de manera consciente y clara asociara la sacralidad de la literatura con la blasfemia de la risa. Sobre todo, si no se escondía para decir que toda broma es un sacrilegio y lo cómico “un ultraje al carácter sagrado de la vida”.

¿No rehusaron darle el Nobel a Mark Twain o a Borges? ¿Qué extraño tiene que se lo negaran a un enemigo de la seriedad más consciente y sistemático como Kundera?

Con los años, podíamos dejar de leer a Kundera. ¿Para qué, si ya lo que había escrito en sus primeros seis o siete libros era inmejorable e inolvidable? También porque, a partir de La lentitud (1995), se notaba un agotamiento del novelista.

Su escritura seguía tan precisa como antes y su mente clara, pero, tras la desaparición del comunismo como amenaza existencial para Europa, la fuente de su rabia esencial y de los pequeños grandes conflictos que animaban a sus personajes, parecía haberse secado.

Ahora el checo redirigía su escritura hacia la idiotez de la sociedad de masas occidental, en la que veía el mismo kitsch que inundaba el comunismo, aunque mucho más disperso y diluido, y ese detalle terminaba atenuando el sentido de urgencia y el dramatismo de sus libros.

Incluso así siempre era agradable volver a escuchar lo que tenía que decir uno de los intelectuales más sagaces, honestos y desprejuiciados que nos iban quedando, sobre todo cuando decidía retomar su viejo monólogo sobre “el arte de la novela”.

Ahora, cuando ya no le quedaba mucho por decirnos, ha decidido irse quizás sin saber que, al morir, entre tantas cosas que dejó, está este montón de huérfanos nacidos en una isla que nunca visitó.

Huérfanos agradecidos que, año tras año, le concedían su Nobel sentimental.

 

3 comentarios:

  1. Si los de la Paz se lo han concedido a elementos como Arafat, Menchú u Obama, poco se puede esperar con respecto a seriedad en otras categorías.

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  2. de acuerdo Anónimo...

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  3. Qué bien! Felicidades por semejante despedida?/ homenaje como quiera llamársele.
    Saludos,
    El “Canedian”

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