Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
jueves, 18 de agosto de 2022
Repetimos: Estados Unidos no es el centro del universo
"El siglo americano” le llamaron a la segunda mitad del XX, cuando, concluida la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pasó a ser la potencia dominante en el planeta. Así tomaba el relevo del imperio inglés, en trance de disolución entonces tras el proceso de descolonización que sobrevino tras la guerra, y servía de barrera de contención del imperio soviético, también reforzado tras la guerra. Desde entonces era difícil algún rincón en el planeta en el que Estados Unidos no tuviese algún interés, alguna influencia. Los partidarios de la nueva modalidad de imperialismo que no se basaba en el establecimiento de colonias tal y como se concebían hasta entonces, alababan la influencia benéfica y la capacidad infinita de Norteamérica para transformar el mundo.
Eran los años del Plan Marshall en el marco europeo y luego, de la Alianza para el Progreso en el latinoamericano, programas que propugnaban la incesante bondad del modelo norteamericano y su capacidad para reproducirse donde quiera que llegara. A nivel de relaciones terrenales Estados Unidos pasaba a ocupar el lugar de Dios: omnipotente, ubicuo y universal propagador de virtudes democráticas.
No tardó tan idílica visión en ser contradicha por la realidad: desde el papelazo de Bahía de Cochinos hasta el cenagal interminable en que se convirtió la guerra de Vietnam pasando por el apoyo a regímenes dictatoriales en medio mundo con la justificación de detener la amenaza comunista. Aunque es difícil exagerar el peligro que representaba la expansión del comunismo para la mera existencia de la democracia en el mundo, este peligro se usó como patente de corso para cometer o justificar cualquier clase de desmanes. Si usted planeaba instaurar una dictadura y quería a Estados Unidos como patrocinador se montaba una buena amenaza comunista con la confianza firme de que sería atendido y apoyado por el Departamento de Estado. Cuando no por la CIA y el Pentágono. Nada de esto contribuyó a mejorar la imagen de Estados Unidos en el mundo para no hablar de la libertad de los pueblos sometidos a tales dictaduras.
El desmoronamiento del bloque comunista de Europa del Este pareció restaurar el crédito norteamericano, como si la CIA o el Departamento de Estado hubiera tenido algo que ver con la profunda disfuncionalidad de un sistema incapaz de ser reformado como el comunista. Sin embargo, luego de algunos años de entusiasmo injustificado (¿recuerdan que hasta se llegó a hablar de “el fin de la Historia”?) lo que ha predominado desde entonces es una especie de imperialismo invertido en la interpretación de la Historia. Si en algún momento se vio a Estados Unidos como reserva última de la civilización occidental o de la bondad humana, ahora ha pasado a ocupar el papel de Mefistófeles.
Escuche cualquier recuento de historia universal o local en boca de un estudiante universitario norteamericano. Parecería que le es imposible entender la dinámica de cualquier rincón del mundo sin atribuírsela a los Estados Unidos, especialmente cuando las cosas andan mal. El mismo monopolio del bien que se atribuía el país en tiempos más optimistas se ha transformado en el origen único de la maldad del universo. Da igual que se trate de golpes de Estado, guerras, genocidios, dictaduras, contaminación: todo se explica con la acción norteamericana o, en su defecto, con su inacción. No cabe espacio para más responsabilidades que las de Estados Unidos. Peor si se trata de la historia latinoamericana donde el continente es representado como un grupo de adolescentes sistemáticamente abusados por el único adulto del lugar, el gringo rubio.
No trato aquí de defender el buen nombre de Estados Unidos. No se trata de una cuestión de justicia histórica sino de un entendimiento básico de cómo funciona la realidad que debería ser, en definitiva, el objetivo de los estudios universitarios. Alcanzar cierta madurez intelectual pasaría por abandonar el ordenamiento teológico y maniqueo del mundo con el mal y el bien agrupado por zonas geográficas. De entender la realidad como un sistema complejo donde —excepto el caso de unos cuantos sicópatas— los que están en pugna no son la maldad y la bondad sino diversas concepciones del bien, ya sea para un grupo determinado o para toda la humanidad. Que el mal es, más que un objetivo en sí, el subproducto de alguna variante defectuosa del bien. Tan importante como lo anterior es concederle alguna agencia e iniciativa a las diferentes fuerzas que actúan en el mundo en lugar de ejercer el colonialismo inverso de atribuir a un único origen el funcionamiento (perverso) del mundo.
Es fácil entender el atractivo de una explicación tan simplista: aplaca los diferentes complejos de culpa (de ser norteamericano, occidental, del disfrute de privilegios con respecto al resto de la humanidad) al tiempo que evita gastar mucho tiempo en entender cómo funciona el planeta. Culpar a Estados Unidos de cada desastre universal, además de ahorrar tiempo y neuronas, le ofrece una coherencia al universo digna de las religiones monoteístas solo que en este caso la coherencia no se construye a partir de un dios como fuente única del bien sino del demonio norteamericano.
De ser así, la solución de los problemas de este mundo estarían a la vuelta de la esquina. Bastaría con colaborar de maneras directas o indirectas en la extinción de Estados Unidos para solucionar todos los problemas de la humanidad. Si se trata de pensar radicalmente, ¿por qué no buscar soluciones igualmente radicales? Solo que antes de empezar a arreglar el mundo imaginemos la historia universal de los últimos doscientos cincuenta años sin la existencia de Estados Unidos y respondámonos honestamente: sin su existencia ¿estaríamos mejor que ahora?
Con esta reflexión no intento exculpar al país en que vivimos de los muchísimos errores que ha cometido a lo largo de su historia y de las tremendas responsabilidades para con el resto del planeta en el presente y el futuro. No obstante, exagerarlos terminaría por enajenarnos de su comprensión más cabal de la realidad que es —nunca está de más recordarlo— el objetivo primero de las universidades. Entendamos además que a medida que el mundo se complejiza y más actores entren en la palestra, la importancia política y económica de este país se irá reduciendo. No así la importancia cultural y social porque a la larga, tanto en sus mayores frivolidades como en sus más abarcadores reclamos, el mundo se va volviendo más norteamericano. Para bien y para mal.
Los EEUU como chivo expiatorio o el proverbial totí resulta demasiado socorrido, conveniente y exculpatorio, y por lo tanto seguirá en uso como tal para los que no quieren o no pueden ver las cosas como son--culpar a los americanos es la fundación de su visión del mundo, especialmente su mundo. Por supuesto que eso es un auto-engaño y una irresponsabilidad, pero evita admitir y sobre todo lidiar con muchas cosas muy penosas, por no decir despreciables.
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