miércoles, 17 de agosto de 2022

El nombre de la cosa*


Una cuestión de principios

“Revolución Cubana” ha sido por mucho tiempo el nombre más aceptado del régimen instaurado en 1959 no solo entre sus partidarios sino incluso entre muchos que intentan juzgarla con cierta objetividad. Sus adversarios son menos unánimes al respecto: van desde el antropónimo “castrismo” al compuesto “castro-comunismo” pasando por los conceptos genéricos de comunismo, dictadura, estado totalitario, etc. A los partidarios del término “Revolución Cubana” no se les oculta que el propio concepto tiene fecha de caducidad: por laxo que sea nuestro concepto de revolución resulta difícil sostener que esta dure veinte años, para no hablar de sesenta y tres.

Una de las cuestiones que parece desvelar a los estudiosos es determinar el momento en que la Revolución Cubana dejó de serlo. O sea, cuándo dejó de comportarse como una revolución. Eso nos trae a debatir qué definición manejar: si la de revolución como cambios que terminan cristalizando en una constitución política o la de la sustitución de un sistema, mandatario o régimen por otro. De acuerdo a si se insiste en el lado legal o en el socio-político se definiría entonces el cierre de la revolución en 1976, con la aprobación de la constitución de ese año o, en 1968 con la llamada Ofensiva Revolucionaria y la eliminación de la pequeña empresa privada o, incluso, en 1961, con la proclamación oficial del carácter socialista de la Revolución. Sin embargo, ni siquiera este carácter socialista de la economía parecería ser definitorio en el caso cubano. Teniendo en cuenta la entusiasta rapacidad con que la cúpula del poder ha asumido su capitalismo hotelero desde la década de los noventa, el socialismo parece más bien un cascarón dentro del que el régimen va mutando para mantenerse con vida.

En cuanto a la ideología, esta se ha demostrado incapaz de definir el régimen cubano si se tiene en cuenta que también ha mutado de acuerdo a las circunstancias: del nacionalismo de los inicios al comunismo inmediatamente posterior para retomar el nacionalismo a la caída del comunismo en Europa del Este y adscribirse al Socialismo del Siglo XXI enarbolado por su aliada Venezuela. La ideología parece así más mimetismo camaleónico que esencia del sistema.

Habrá incluso el impertinente que recuerde a Condorcet cuando escribió que “La palabra ‘revolucionario’ puede aplicarse únicamente a las revoluciones cuyo objetivo es la libertad”, para afirmar que la famosa revolución nunca lo fue sino más bien resultó un amago de cambio social que degeneró muy pronto en mera tiranía. Y lo cierto es que incluso desde sus entusiastas inicios cada vez que los líderes de la revolución se vieron en la disyuntiva entre permitirles mayor margen de libertad a los cubanos y extender su poder optaron por lo segundo sin dudarlo. En cualquier caso, haya concluido la revolución en 1959, 1961, 1968 o 1976 esta constituiría una parte insignificante de los sesenta y tres años que el régimen lleva controlando los destinos del país. Antes de establecer cuándo el régimen cubano dejó de ser revolucionario tendría más provecho definir cuándo empezó a ser tiránico.

La mala palabra

“Somos continuidad” es el mantra del actual presidente de gobierno cubano. Tanta insistencia resulta sospechosa. No debería serlo. Díaz Canel es, después de todo, bastante más castrista que los fundadores del régimen que ahora aparenta dirigir. Bastante más ortodoxo al menos. Y tiene sentido: con su falta de talento político, de carisma, de personalidad y de carácter no se puede permitir improvisaciones, heterodoxias. No puede acudir ni a las crisis provocadas del primero de los Castro ni a las salidas de tono del segundo. Por su parte ni el uno ni el otro insistieron demasiado en la cuestión de la continuidad: les bastaba con la garantía del apellido —y con su antiyankismo oral— para darle una aparente cohesión al régimen en medio de sus continuos cambios ideológicos, políticos o de alianzas. No debe olvidarse que la revolución fue declaradamente humanista, nacionalista y anticomunista en un principio, comunista más tarde con ramalazos de martianismo o chavismo en las últimas décadas. O que el régimen fue prosoviético a inicios de los sesenta, antisoviético en los meses posteriores a la Crisis de los Misiles (“Nikita, mariquita, lo que se da no se quita” fue la consigna oficiosa ante la retirada de los misiles por los soviéticos) y prosoviético de nuevo hasta más allá de la desaparición de la Unión Soviética. Ese régimen del que Díaz Canel proclama ser continuidad pasó de prochino a mediados de los sesenta, a ferozmente antichino en los setenta y ochenta para hacer las paces con el régimen de Beijing a partir del derrumbe de la Unión Soviética; de ser ostentosamente católico en los inicios para ser ferozmente ateo más tarde y aliarse a cuanto culto le ofrezca su apoyo desde hace décadas. De enemigo público número uno de Pinochet a aliado secreto de la junta militar argentina frente a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU o el Movimiento de Países No Alineados. Si en algo ha dado muestras de continuidad ha sido en su talento para las metamorfosis.

No obstante, pese a los cambios, el régimen ha conservado cierto aire de familia. Y no me refiero a la continuidad del apellido en el poder o, en su defecto, en su veneración. Si debe aislarse lo que le da origen y sentido al régimen cubano, lo que lo identifica en todo momento y a la vez le ha permitido persistir en su ser es su condición totalitaria. Ya sé. Totalitarismo es una palabra que no debiera mencionarse en un cónclave serio. Es, nos dicen, un invento de la Guerra Fría, si no directamente de la CIA, para calumniar lo que por otro lado se llamaba con resignación “socialismo real”, vaciarlo de ideología y equipararlo al fascismo y el nazismo, contaminando el ilusionante socialismo con la fama inhumana de los otros. Convirtiendo “comunismo” en sinónimo de campo de concentración.

Lo cierto es que los campos de concentración, con todo lo terribles que han sido, representaron solo una pequeña parte de la experiencia totalitaria. La mayor parte de los ciudadanos de los estados totalitarios nunca pisó un campo de concentración (a excepción de la Kampuchea de Pol Pot claro). Si acaso lo conocían como un rumor y eso bastaba. A los campos de concentración iban a parar los subproductos, los desechos de la sociedad totalitaria, ya fuera para deshacerse de ella o para reciclarla, si es que el régimen, además, tenía temperamento ecológico. Pero los campos de concentración no alcanzan a explicar el totalitarismo como mismo los basureros no alcanzan a explicar el funcionamiento de una ciudad moderna, por muy útiles que les resulten a los arqueólogos del futuro.

Por más que nos tiente asimilarlo al concepto clásico de tiranía el totalitarismo es bastante más que un régimen de poder absoluto, más o menos ilegítimo, más o menos arbitrario. El totalitarismo es una civilización. No se trata solo de un régimen político o económico: es una cultura en la más amplia acepción de la palabra. Una cultura que podrá resultarnos pobre, contrahecha y chapucera pero cultura al fin y al cabo. El totalitarismo crea un mundo material insuficiente y feo, es cierto, pero entrañable si se observa a distancia y encima se encarga de incidir en todos los aspectos de la socialidad y hasta de la intimidad. La cultura totalitaria sobrevive incluso a la desaparición del poder político que la originó como explica Svetlana Alexievich en El fin del homo sovieticus. Y, como demuestra el caso ruso, puede reencarnar con posterioridad en un nuevo régimen autoritario por pura fuerza de la costumbre y la añoranza.

Una de las críticas más insistentes al concepto de totalitarismo es que la vida real bajo los regímenes así etiquetados era mucho más compleja de lo que sugieren las caricaturas cinematográficas de la Guerra Fría o las pizarras humanas de Corea del Norte. Un argumento que, pretendiendo ser sutil, es tan absurdo como demostrar la inexistencia del capitalismo arguyendo que este es mucho más complejo que lo que sugieren las escenas de la fábrica en Tiempos modernos de Chaplin. Cierto que el totalitarismo nunca alcanzó a imponer en la sociedad el control que pretendía, pero también es cierto que su control es mucho más extendido que el de cualquier autoritarismo que lo precedió y eso, aunque no esté a la altura de sus expectativas resulta perfectamente funcional para los que ejercen el poder.  

Un poco de historia

Si dejamos de ver el castrismo como asunto ideológico, si renunciamos a regalarle esa coartada, nos evitaremos debates teológicos al estilo de si Fidel Castro ya era comunista en 1959 —algo que en esos días negó más de tres veces y luego lo afirmó muchas más— o si fue una ideología adquirida con posterioridad. Más pertinente sería preguntarse por ejemplo si en aquellos inicios ya él y el régimen que propugnaba tenía inclinaciones totalitarias o si, de lo contrario, fue arrastrado al totalitarismo por las presiones norteamericanas. Sobre este último punto muchos estudiosos, tan atentos en otros casos a lo que tuviera que decir el fundador del régimen, prefieren desoírlo. Insisten en que el comunismo y la alianza con la Unión Soviética fue más una reacción a la agresividad norteamericana que parte de su proyecto original. Si en algo concordamos tales estudiosos y yo es que a Fidel Castro no se le puede creer todo lo que dijo, pero pienso que al menos deberíamos creerle lo que dijo a pesar de sí mismo.  

No existe mejor cuaderno de bitácora del castrismo que los discursos que pronunciara su fundador entre el primero de enero de 1959 y el 26 de julio de 2006. Son éstos registro minucioso de sus proyectos, intenciones, rabias momentáneas y rencores a largo plazo. Si estas alocuciones podían ser opacas para su público inmediato que ignoraba mucha de la información que él se guardaba para sí, con la perspectiva que dan los años los discursos de Fidel Castro resultan casi transparentes. La distancia y el conocimiento nos ayudarán a distinguir las declaraciones tácticas de las convicciones profundas. De manera que, para determinar si su régimen tenía una clara vocación totalitaria desde el inicio o si fue una construcción accidental causada por las presiones externas convendría visitar aquellas eufóricas semanas que siguieron a la fuga de Batista, el que quizás fuera el momento de mayor regocijo y consenso colectivos en la historia de la nación.


Una mirada superficial, estadística, a aquellos discursos nos haría pensar en un proyecto profundamente democrático, libertario casi hasta la ingenuidad. Pero a Fidel Castro se le ha acusado casi de cualquier cosa menos de ingenuo y yo no seré el primero en hacerlo. Hago constar no obstante que en las primeras cinco semanas —más allá de las entrevistas y alocuciones televisivas más o menos informales— Fidel Castro pronunció 15 discursos oficiales, prácticamente uno cada dos días, y en ellos repitió la palabra “libertad” 187 veces, lo que equivale a más de doce por alocución. En un principio sus declaraciones en favor de la libertad no pudieron ser más diáfanas. El mismo primero de enero promete que se “decretará el restablecimiento de las garantías y la absoluta libertad de prensa y todos los derechos individuales en el país” y que…

Habrá libertad absoluta porque para eso se ha hecho la Revolución; libertad incluso para nuestros enemigos; libertad para que nos critiquen y nos ataquen a nosotros; que siempre será un placer saber que nos combaten con la libertad que hemos ayudado a conquistar para todos. Nunca nos ofenderemos, siempre nos defenderemos y seguiremos solo una norma: la norma del respeto al derecho y a los pensamientos de los demás[1].

Pero apenas dos semanas después, el 15 de enero, Castro empezaba a encontrarle inconvenientes a tanta libertad. En un discurso ante el Club Rotario de La Habana responde a los que critican los fusilamientos de miembros del antiguo régimen.

¿Qué nos dicen? ¿Que sometamos a los tribunales ordinarios a los criminales de guerra? ¿Y qué tribunales ordinarios hay en Cuba? ¡Si la dictadura no dejó tribunales de ninguna clase! ¿O es que los vamos a llevar […] a todos aquellos tribunales que eran cómplices de la dictadura en general, salvando las excepciones honrosas? […] Si se quieren escoger jueces capacitados y escogerlos por oposición, como deben escogerse, pues nos estamos cinco meses, seis, hasta terminar y tener un poder judicial. ¿Y vamos a esperar eso para juzgar a esos señores?[2]  

En el mismo discurso se molesta hasta con que hayan difundido ciertas declaraciones suyas: “Y yo creo que esa noticia no se debió haber divulgado”. Insiste en que hay “libertad, la pueden divulgar, los que lo hicieron tienen garantizado todo y si quieren una escolta para que los cuiden allí, se la pongo, porque esa es libertad [sic]; pero, honradamente, si se quiere ayudar a la Revolución, es peligroso dar este tipo de noticia”.

Ya el 21 de enero, ante el aumento de las críticas por los fusilamientos afirma —con una tendencia al exceso que pronto se hará habitual— que “hay en Cuba un respeto a los derechos humanos como no lo hay en ninguna parte del mundo”. A seguidas, para legitimar los fusilamientos, somete la cuestión al arbitrio de la multitud que lo escucha.

Imaginad, señores periodistas de todo el continente, señores representantes diplomáticos acreditados en Cuba, imaginad un inmenso jurado, imaginad un jurado de un millón de hombres y mujeres de todas las clases sociales, de todas las creencias religiosas, de todas las ideas políticas, que yo le voy a hacer una pregunta a este jurado, yo le voy a hacer una pregunta al pueblo. Los que están de acuerdo con la justicia que se está aplicando, los que están de acuerdo con que los esbirros sean fusilados, que levanten la mano. (LA MULTITUD LEVANTA LA MANO UNANIMEMENTE.) Señores representantes del Cuerpo Diplomático, señores periodistas de todo el continente: ¡El jurado de un millón de cubanos de todas las ideas y de todas las clases sociales, ha votado![3] 

Un discurso esclarecedor

Más sintomático es el discurso que dirige el 6 de febrero a los trabajadores de la sucursal cubana de la inglesa Shell. A menos de un mes de su entrada triunfal en La Habana, cuando todavía no es miembro oficial del gobierno (en diez días será nombrado primer ministro) esbozará la lógica que sigue su régimen hasta el día de hoy. Mientras rechaza la condición de dictador se presenta como intérprete del “sentimiento mayoritario del país”. Se vanagloria de que la cubana “es la única revolución en el mundo que se está haciendo con un respaldo del 95% del pueblo” y al mismo tiempo acusa a sus críticos de forzar a la revolución a convertirse en dictadura porque “si a nosotros como gobernantes nos quitan la opinión pública, no nos quedaría otra alternativa que usar la fuerza para llevar adelante la Revolución o renunciar”. No obstante, descartados —nominalmente— el uso de la fuerza o la renuncia solo queda plegarse unánimemente a esa voluntad popular que él dice encarnar.

En ese discurso Fidel Castro usa como pretexto una caricatura publicada en una popular revista para convertir cualquier crítica o sátira no solo en ofensa personal sino en ataque a la revolución y por tanto al pueblo cubano: “Los ataques contra la Revolución van contra el pueblo, los ataques contra nosotros van contra el pueblo, porque nosotros aquí no representamos otro interés que el interés del pueblo”. Más de dos años antes de las famosas “Palabras a los intelectuales” Fidel Castro ya expone su lógica totalitaria: si los dirigentes de la revolución encarnan la voluntad popular, toda crítica o burla hacia estos es traición al pueblo, al que no le quedará otro remedio que alinear su opinión con la de su líder so pena de traicionarse a sí mismo. En medio de tal unanimidad hablar y escribir se convierten en actos potencialmente criminales:

Hay muchos que hablan por hablar y escriben por escribir. Hay muchos Otto Meruelos, muchos Díaz-Balart que, bajo la capa de un idealismo que no sienten, bajo la capa de una honradez que no practican, bajo la capa de una lógica que jamás han aplicado a su conducta, hoy parece como si se empeñaran en destruir los valores que la Revolución ha creado; en destruir la fuerza más poderosa con que la Revolución cuenta, que es la fe del pueblo; en destruir la fuerza más poderosa con que la nación cuenta, que es su opinión pública[4].

Más adelante, refiriéndose a caricaturistas que lo han aludido en sus sátiras, añade: “yo no creo que nuestros artistas sean tan poco revolucionarios, que la única manera que tengan de divertir al pueblo sea haciéndole daño al pueblo, que la única manera que tengan de divertir al pueblo sea haciéndole daño a la Revolución, sembrando la intriga y sembrando la insidia contra la Revolución”. No significa esto que estén prohibidas las bromas. El poder mismo se permite bromear. Como cuando el propio Castro dice acatar el poder judicial: “Si un tribunal diera la orden de soltar a Sosa Blanco, yo me ajustaría al mismo principio, no desacataría la orden del tribunal.  Ahora sí, pediría que fusilaran al tribunal”. Siniestra como suena bastará un mes para que la broma se trueque en realidad más macabra aún: molesto ante la absolución de un grupo de pilotos por su actuación en la guerra, Castro anula el juicio, manda a repetirlo y, ante tamaña arbitrariedad, Félix Pena, comandante del Ejército Rebelde y presidente del tribunal, se suicida. 

El discurso del 6 de febrero de 1959 es significativo no solo por lo que puedan significar esas tempranas señales de autoritarismo. Téngase en cuenta también que en aquellos días el líder de la revolución rechazaba todo vínculo con el comunismo en lo ideológico o con el socialismo en lo económico. De hecho, el objetivo principal de dicho discurso era convencer a los trabajadores de la Shell de que el gobierno no debía nacionalizar dicha empresa ya que “sería en este momento una medida antitáctica”. Esa y otras medidas deberían ser aplicadas en “una etapa posterior”.



Aunque a la larga le resultara imprescindible el orden totalitario, Fidel Castro no tuvo que esperar por las concreciones ideológicas o económicas del socialismo. De momento le bastaba el fervor. El totalitarismo se nos muestra así como estado de fervor multitudinario donde la masa vibra en la misma frecuencia que su líder a quien le basta con la palabra para aplastar cualquier opinión incómoda. Más que la censura tradicional —que a Fidel Castro parece repugnarle— opta por el boicot o, como llamaríamos en lenguaje contemporáneo, la cancelación. De ahí que con respecto a los caricaturistas incómodos recomiende que “el pueblo se encargue de saber y de discernir quiénes son aquellos a los que no debe leer […], lo que tiene que hacer el pueblo es no leerlos”[5].

Visto así, el totalitarismo se manifiesta como una gigantesca escenificación teatral de la voluntad del líder o del partido. Lejos de ser una sociedad controlada en los más pequeños detalles conforme a una ideología de estado debe verse como el resultado grotesco de la representación de esa pretensión. Allí la sociedad actúa como si apoyara unánimemente las opiniones o decisiones del líder o más bien como si esas opiniones y decisiones no fueran más que la asunción telepática de los deseos más profundos del pueblo.

El totalitarismo debe entenderse en cierto sentido como una gran simulación: el pueblo simula que su voluntad se ve expresada al detalle en las ideas y acciones del partido y el líder junto al pueblo simulan a cada instante volver a aquel estado originario de la revolución en que parecían vibrar exactamente en la misma frecuencia. Una simulación que —espoleada por el aparato político-represivo del régimen— a fuerza de ser repetida ya no pueda distinguirse de las conductas auténticas. Una simulación que está diseñada no solo para encausar —o doblegar— la voluntad del pueblo sino para facilitar el autoconvencimiento de dirigentes y pueblo. De otra manera no se entendería tanta insistencia en realizar actos masivos, votaciones con un único candidato, referendos sin opciones reales. O explica la insistencia a través de los años en aparentar que quien ejecuta la represión de los disidentes es el pueblo por iniciativa propia como ocurre en los famosos “actos de repudio”.  

Un mundo nuevo 

Una lectura atenta de aquellos primeros discursos nos deja claro que pese a la repetición de la palabra libertad, no era “el poder de actuar, hablar o pensar sin traba o restricción” lo que tenía Fidel Castro en mente cuando la invocaba. O la libertad solo le parecía aceptable cuando se aplicara a sí mismo —o a los demás en la medida en que coincidieran con él— lo que viene a ser una definición bastante literal de tiranía. De las medidas que tomara Fidel Castro desde los mismos inicios de la revolución tampoco cabe hacerse ilusiones sobre sus propósitos originales. Y no hablo de medidas estrictamente represivas. En aquellos inicios populistas cada vez que entraban en conflicto la libertad y el control siempre se optó por el control, incluso en las medidas más populares como la Ley de Reforma Agraria, la Ley de Reforma Urbana, las expropiaciones a las grandes compañías, la campaña de alfabetización, etc.

La reforma agraria, lejos de convertir a la masa de campesinos pobres en propietarios de tierras, convirtió al Estado en el único latifundista del país con más del 70% del terreno cultivable. Otro tanto ocurrió con las expropiaciones de casas y negocios, incluso antes de que el régimen se planteara seriamente instaurar una economía socialista: tras cada una de aquellas medidas era el Estado y no los ciudadanos el que salía reforzado. Aún la más aplaudida de aquellas medidas iniciales, la campaña de alfabetización, estuvo concebida desde un inicio como una gigantesca operación de inteligencia y control ideológico más que de superación educativa: desde la cartilla altamente politizada que empleaban los alfabetizadores a la carta a Fidel que debían escribir los alfabetizados como testimonio de su aprendizaje para no hablar del amplio uso de los alfabetizadores como informantes en zonas rurales atestadas de guerrillas anticastristas.

Por otra parte, los congresos obreros y las elecciones estudiantiles que se realizaron en esos primeros años terminaron sometiendo ambos al mandato directo del régimen. Igual pasó con la creación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el ICAIC. Otro tanto ocurrió con las luchas por la igualdad de mujeres y afrocubanos a los que Fidel se refirió en el discurso a los obreros de la Shell como “sectores discriminados”. La creación de la Federación de Mujeres Cubanas en 1960 no solo sirvió para agrupar las más de mil organizaciones femeninas y feministas existentes bajo el control del régimen, sino para excluir cualquier otra organización que aspirara a desarrollarse en paralelo. Bajo el pretexto de que el racismo había sido abolido por la revolución, las sociedades negras fueron disueltas y no fueron reemplazadas por ningún tipo de representación de la comunidad afrocubana.    

El régimen cubano surgido a partir de 1959 se tomó en serio la tarea de crear una sociedad nueva y para ello la vía más rápida y económica que encontró fue el reciclaje. Una de las formas más socorridas fue renombrando todo lo que encontró a su paso, desde escuelas, hospitales, fábricas, calles y plazas, hasta instituciones, organizaciones, municipios y provincias completas, de manera que las nuevas generaciones crecieran bajo la impresión de que prácticamente todo lo que los rodeaba había sido obra del nuevo régimen. Pero el cambio de nombres no siempre fue suficiente. Con el cambio de propiedad de manos particulares a las del Estado vino la refuncionalización de muchos de los movimientos, organizaciones e instituciones preexistentes. Un caso emblemático por su alcance posterior fue la reconversión de la Casa Continental de la Cultura —fundada en 1953— en la afamada Casa de las Américas, con larga y fecunda trayectoria en la proyección del régimen cubano en el continente.

En lo que sí cambió de manera profunda la sociedad cubana fue en cómo el régimen político e ideológico invadió la vida del país en todos los niveles y posibilidades: se hablaba de una cultura revolucionaria, un deporte revolucionario, una moral socialista y hasta de una caballerosidad proletaria. El antiguo calendario de fiestas y celebraciones nacionales fue reformulado completamente. A las intemporales aspiraciones humanas de crear, innovar, destacarse entre sus iguales y ayudar al prójimo se les dio nuevo sentido a través del sustantivo “revolución” y el adjetivo “revolucionario”, pero todavía se fue más eficaz en la canalización y aprovechamiento de los peores instintos individuales y colectivos. La creación del hombre nuevo no era mero alarde guevarista: el sistema educativo, los medios de difusión masiva y las organizaciones políticas se propusieron como objetivo no solo que las nuevas generaciones fueran educadas en función de los intereses del régimen, sino que no entraran en contacto con nada que contradijera la “moral socialista” y la “concepción dialéctico-materialista del mundo”. Que no lo lograran por completo no significa que no consiguieran distorsionar de manera notable la capacidad de dichas generaciones para analizar críticamente la realidad en que crecían.

Pese a todas estas restricciones el régimen cubano otorgó a sus súbditos una amplia libertad a la hora de vigilar, inmiscuirse y controlar la vida de los demás. La persecución, primero contra los asociados a la dictadura recién derrocada, luego contra los llamados contrarrevolucionarios y restos de la burguesía, y más tarde contra los religiosos, homosexuales y los aquejados de “conductas extravagantes”, “diversionismo ideológico” o “penetración cultural”, daba carta blanca a quien quisiera inmiscuirse en la conducta política, los intercambios económicos, las preferencias espirituales, sexuales, culturales, los gustos musicales o la vestimenta de cada cual. Esta combinación de disrupción social seguida de control y ortodoxia, sometimiento y conservadurismo extremos, es lo que en Cuba ha terminado respondiendo al nombre de “Revolución”. “Revolución” es, junto a la figura totémica de Fidel Castro, lo que le ha dado cohesión a un régimen político cambiante, una economía desquiciada, una ideología rígida y al mismo tiempo acomodaticia y una sociedad disfuncional. Llamar así al proceso iniciado en 1959 no solo contribuye a conservar su destartalada aureola, sino que fracasa en comprender su dinámica.

Que no es lo mismo, pero es igual

De aceptar el término “totalitarismo” para describir el régimen cubano queda preguntarse si ahora, a la altura de 2022, continúa siendo aplicable. Si el abandono de una economía socialista por una mixta, de la ideología comunista por un batiburrillo fascistoide que se dice de inspiración marxista y martiana ameritaría el término “totalitario”. Si en la medida en que una mayor porción de la población se desentiende del Estado como empleador y proveedor no puede hablarse de un sistema distinto al que imperó en los primeros treinta años. O incluso si un hecho como las protestas masivas que sacudieron toda la isla en julio de 2021 no es la demostración más fehaciente del fin de la hipnosis totalitaria del régimen sobre la población.

Los cambios ocurridos a partir de la disolución del bloque soviético y la adopción de un régimen de emergencia que pronto se hizo más o menos permanente obliga a replantearse incluso el concepto de totalitarismo. En parte porque el Estado ya no ejerce el control que ejercía antes sobre la población ni como proveedor de servicios subvencionados, ni de empleos, y ni siquiera como vigilante y represor. En parte porque la construcción de una nueva sociedad ha sido desplazada del centro del discurso oficial para dar lugar a la conservación de las supuestas conquistas ya alcanzadas. También cabría preguntarse si es compatible el ascenso del trabajo por cuenta propia y la existencia de una creciente sociedad civil con la propia idea de totalitarismo.

Prefiero no arriesgar una respuesta definitiva, pero vale la pena recordar que el totalitarismo nazi, el fascista o el franquista, no solo supieron convivir con la economía de mercado sino que incluso se propusieron como su salvaguarda frente a la socialización comunista y la monopolización capitalista. Pero si es cierto que la sociedad civil no solo da señales de vida, sino que se muestra reacia a renunciar a los espacios alcanzados en las últimas décadas, también lo es que el régimen se resiste a renunciar a sus simulacros de obediencia absoluta. La reacción del régimen a las protestas del año pasado es sintomática. En lugar de buscar algún tipo de contemporarización o pacto con los que protestaban, no solo apeló a la movilización forzosa para aplastar las protestas, sino que está aplicando condenas a los cientos de detenidos, desproporcionadas incluso para la propia idea de legalidad del régimen. Frente a una sociedad que se resiste a reducirse a los viejos moldes totalitarios, el régimen apela a ellos una vez más: mientras impone condenas monstruosas a los que protestaron actúa como si nada hubiera ocurrido.

Poco importa que al final el consenso que consiga el régimen sea más o menos simulado. Si lo logra imponer durante suficiente tiempo valdrá tanto como si fuera auténtico. De cualquier manera, los reflejos totalitarios han sido el sostén del régimen durante demasiado tiempo como para que ahora se atrevan a intentar otra cosa. Y por mucho que haya cambiado la sociedad cubana en los últimos treinta años —o cambie en el futuro— el régimen seguirá refiriéndose a sí mismo como “revolucionario” y “socialista” por la misma razón por la que insiste en utilizar métodos totalitarios para sostenerse: si hasta ahora les ha funcionado, ¿para qué cambiar?


[1] Castro Ruz, Fidel (1959): Discurso del 1 de enero de 1959. En línea: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f010159e.html

[2] Castro Ruz, Fidel (1959): Discurso del 15 de enero de 1959. En línea: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f150159e.html

[3] Castro Ruz, Fidel (1959). Discurso del 21 de enero de 1959. En línea: http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1959/esp/f210159e.html

[4] Castro Ruz, Fidel (1959). Discurso del 6 de febrero de 1959. En línea: https://es.wikisource.org/wiki/Discurso_pronunciado_en_la_Empresa_Petrolera_Shell,_el_6_de_febrero_de_1959

[5] Ídem (1959).


*Tomado de In-cubadora.

2 comentarios:

  1. Gracias, Enrisco. Excelente y veraz narrativa histórica de cómo se consolidó el Horror que la mayoría desconoce y otros, ya viejos, no podemos olvidar porque allí estábamos, viendo con sorpresa y pavor como metamorfoseaba una dictablanda en una dictadura destructora de todo valor moral y material y que hasta ahora, tiene visos de ser eterna.

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  2. El nombre de la cosa no puede ser más obvio—se llama Aquella Mierda. Desgraciadamente, esa mierda embarra a todos los cubanos, inclusive los que nada tuvieron que ver con su implantación ni su mantenimiento. Es una humillante y bochornosa mancha, como la roja letra A de Hester Prynne en la novela de Hawthorne, aunque no haya culpa personal. A mi ver, es saludable y necesario asumir ese enorme bochorno, para que nunca jamás se caiga en nada semejante. Pero, muchos ni lo sienten ni lo admiten, lo cual tiene cierta lógica, como toda racionalización. Naturalmente, cada cual puede ver el asunto a su manera, pero esa es la mía.

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