Blog personal y casi tan íntimo como una enfermedad venérea pensado también para liberar al pueblo cubano, aunque sea del aburrimiento. Contribuyentes: Enrisco (autor de “Obras encogidas” y “El Comandante ya tiene quien le escriba”), su alter ego, la joven promesa de más de cincuenta años, Enrique Del Risco. Espacio para compartir cosas, mías y ajenas, aunque prefiero que sean ajenas. Quedan invitados a hacer sus contribuciones, y si son en efectivo, pues mejor.
Tengo el placer de anunciarles la salida a la venta de mi libro Los que van a escribir te saludan. Ensayos sobre literatura y poder. Se trata de una recopilación de ensayos escritos durante más de veinte años sobre "lo que llamo política literaria: una suerte de guerra de guerrillas empeñada, no en favorecer o contradecir determinado proyecto político, sino en enfrentarse a las presiones que, desde los diferentes poderes, intentan apagar su voz o domesticarla". Porque "por inocente o etéreo que se pretenda, el ejercicio literario siempre representará una revuelta contra el monopolio de sentido al que aspira el poder". El libro comienza por ser un recorrido por la literatura nacional desde su llamado texto fundacional, Espejo de paciencia, hasta poetas contemporáneos como Néstor Díaz de Villegas y Gleyvis Coro Montanet pasando por las batallas que libró Virgilio Piñera contra la Ciudad Letrada primero y contra el totalitarismo local después; y por el ejemplar ejercicio literario de la generación del Mariel que según mi opinión terminó resultando "la verdadera Novela de la Revolución Cubana". También Los que van a escribir te saludan incluye una sección que explora el mismo tema en escritores ajenos a "la maldita circunstancia del agua por todas partes" y que incluye textos sobre Julio Cortázar, Roberto Bolaño, Joseph Brodsky y Vaclav Havel.
Del libro ha dicho Jorge Brioso:
El enemigo de un escritor lo define. Trilce de Vallejo resulta inconcebible sin ese ruido que viene de afuera y no deja cantar al poeta. A Borges no se le puede entender sin ese concepto que corrompe y desatina todo, el infinito. La obra de Enrique Del Risco resulta inimaginable sin su ubicuo contrincante: el poder que aspira, según sus propias palabras, al monopolio del sentido. La literatura se le revela y se le rebela al poder -valga aclarar que la buena literatura es pródiga en revueltas pero no puede ser revolucionaria, eso equivaldría a plegarse a la política- al oponerle su "ambigua levedad". Los ensayos de este libro exponen a través de múltiples escenarios -que van de Espejo de paciencia a Néstor Díaz de Villegas, de Roberto Bolaño a Joseph Brodsky- los flancos de esa batalla.
La publicación anual de los diferentes escalafones de las mejores universidades y escuelas en el país invita a las que han ascendido a felicitarse por sus últimas iniciativas y obliga a las que han resbalado algunos puestos en la lista a reajustar aquellas categorías en las que han perdido puntos. Pocos se preguntarán, en cambio, en qué consiste educar a las nuevas generaciones o qué piensan ellas mismas sobre la idea de ser educadas.
Ahora que, en medio de la pandemia, Netflix se convierte en remedio y tribuna para casi todo, la serie The Chair intenta responderse esas preguntas usando el tono de comedia ligera. Pero parece este asunto algo demasiado serio como material de comedia, por mucho que el género se haya atrevido antes con Hitler, el holocausto o los crímenes de Stalin. La trama de The Chair gira alrededor de Ji-Yoon Kim (Sandra Oh) la nueva jefa del departamento de inglés de una universidad quien, sin tiempo para celebrar su logro, debe lidiar con un profesorado envejecido y vencido por la inercia y con la caída en desgracia de su profesor estrella Bill Dobson (Jay Duplass). La nueva “chair”, de origen coreano, relativamente joven y madre soltera de una niña adoptiva, pasa de ser símbolo del éxito profesional a chivo expiatorio de la conservadora y venal administración de la universidad. Kim trata de hacerle entender a profesores amenazados por la irrelevancia y el retiro la necesidad de renovarse ante las nuevas exigencias de los estudiantes. Más grave aún es el caso del profesor caído en desgracia: cuando en una clase, al intentar explicar el absurdismo literario como respuesta al fascismo, hace una pantomima del saludo nazi el gesto es grabado por los estudiantes y su gesto compartido instantáneamente en las redes. En cuestión de minutos el brevísimo video se convierte en la nueva causa que convoca el afán justiciero de todo el estudiantado ahora que el profesor ha sido declarado, contra su voluntad, oficialmente nazi.
En la universidad de The Chair cojean tres de las cuatro patas sobre las que se asienta el prestigio de una universidad: la pata administrativa, la profesoral y el conocimiento que se imparte, todas aquejadas por el conservadurismo y el anquilosamiento. La cuarta pata sería el estudiantado, del cual se habla bien poco. Presentado como una masa sólida e informe, nadie, ni siquiera el profesor acusado injustamente de fascista, se cuestiona la lógica de sus acusaciones. Es sobre ese silencio sobre el que mayormente se levanta el argumento de la serie. Si alguien se cuestionara la falta de discernimiento de los estudiantes, su pataleta de privilegiados, la trama sobre la que se organiza la serie se desmoronaría. Lo que hace creíble The Chair es que sobre ese absurdo se erige hoy no solo la serie sino el propio sistema universitario norteamericano. De hecho, el incidente del falso saludo nazi está tomado del natural: a principios de este año, durante una discusión en una conferencia en línea el profesor de antropología Robert Schuyler imitó el saludo nazi para significar el nivel de intolerancia que, de acuerdo a su percepción, había alcanzado el debate en el que participaba. Casi de inmediato los cursos de Schuyler fueron cancelados y él mismo fue obligado a retirarse.
Todo esto es posible, tanto en Netflix como en la realidad, gracias a la combinación de la codicia corporativa que guía a las universidades contemporáneas, el paternalismo con que trata a sus estudiantes-clientes y el infantilismo con que se manejan los problemas de la sociedad actual en la academia. No es poca la distracción que todo lo anterior produce sobre la misión básica de la enseñanza universitaria: la adquisición de una perspectiva compleja, madura y profunda del mundo a través del aprendizaje y confrontación de ideas, del contacto e interacción con pares y del hábito del riesgo intelectual. Porque madurez intelectual significa, en primer lugar, la comprensión de que la existencia y dinámica del universo —empezando por las interacciones humanas— no responde a una lógica maniquea del Bien contra el Mal sino a un sistema de interacciones complejísimas que exige la mayor sutileza de nuestra parte. Un mundo donde la línea entre el mal y el bien suele ser borrosa y los malos, si es que existen en toda su pureza, por lo general no andan por la vida proclamando que lo son.
De todo lo anterior se deriva que la lógica que hoy impera en las universidades sea la más elemental que rige el intercambio comercial: el cliente siempre tiene la razón. Y una clientela que paga una millonada cada semestre se siente con todo el derecho del mundo a exigir lo que sea: desde la confirmación de sus preconcepciones sobre la realidad hasta certificados de bondad y compromiso social pasando por ocasionales cacerías de nazis de papier-mâché. Todo lo que sirva para confirmar el poder que le otorgan las decenas de miles de dólares al año que pagan por sus matrículas universitarias. Sobre esa extraña alianza del corporativismo universitario con su clientela callan tanto The Chair como los escalafones anuales conservando la ilusión de que el conocimiento que ofrece ese gran centro comercial que es la academia tiene algún peso en ese intercambio.
Cuando le llegue la hora –esperemos que tardía– de redactar su testamento, Boris Larramendi debería donar su cuerpo a la ciencia. Sobre todo el cerebro. A ver si un neurofisiólogo consigue dar con la clave de esa creatividad con que a la edad en que los músicos se abandonan a la tentación de dejarse admirar, de repetirse a sí mismos, Boris sigue componiendo y grabando canciones como las que conformanYo vine a querer(Solar Latin Club, 2021). Para entender cómo ejercer a un mismo tiempo la rabia y la lucidez como si las hubieran acabado de inventar.
En Yo vine a querer, Larramendi se aparece con la misma fuerza que en discos anteriores, pero mejor acompañado. Al minimalismo de emergencia de los loops electrónicos de discos como Felicidad, La cibertimba y el bárbaro o Samurái Larramendi vuelve a contar en Yo vine a querer –como en Yo no tengo la culpa o en Libre— con una pandilla de músicos brillantes. Desde la percusión obsesiva y precisa de Armando Arce, Pututi y Eduardo Rodríguez, que lo acompañan en buena parte del álbum, a las apariciones de músicos como el pianista Roberto Carcassés, los guitarristas Nam San Fong y Heriberto Rey, el trombonista William Paredes, el saxo Segundo Mijares y la infaltable cellista Ivette Falcón. Mención aparte merecen las voces ocasionales –pero decisivas en las canciones donde se asoman– de Luis Boffil, Amaury Gutiérrez, Kelvis Ochoa y Pável Urquiza. La inclusión del tres en las canciones “I like you” (Yusa) y “De verdad” (Pável Vitier), y de la kalimba en la “Guajira del pelícano” (tocada por el mismo Boris) están entre las sorpresas más gratas de esta grabación.
Yo vine a querer trae las marcas de fábrica de su autor: el contraste entre la rabia que no cesa y la ternura descarnada, entre la intimidad –acompañada o solitaria– y el himno. No por gusto Boris ha sido lo mismo el autor de “Tú me cuidas”, “El sabor del fin” o “Una de dos” que de “Marchen bien” y “Asere que bolá”. El nuevo álbum resulta un paso más en la maduración de esas regiones del alma. O de la autoconciencia de esa maduración: pasar de la arrogancia juvenil a enterarse que “la victoria fue acostumbrarme a crecer” o descubrir que “la realidá es inaudita y un día no la tendré”. Todo eso lo dice en la inteligentísima y resignada “La realidad” donde, como el Dalí tardío, Boris redescubre la física y nos explica que “los átomos que me forman / nunca se tocan, ya ves. / Todo es cuestión de energía, / todo es cuestión de poder”. Es entonces que nos confiesa que “La realidad me fatiga, pero yo vine a querer” delatando, en una de las canciones más apacibles del álbum, el sentido último de este y del título que lo encabeza. Porque, entre tanto alarde de cinismo, la sinceridad con que Boris Larramendi se ha ensañado, por ejemplo, con el castrismo, la dirige ahora hacia sí para confesar que “me voy a morir sin saber ná”. Y, sin embargo, en medio de sus propias mentiras o de su incertidumbre existencial, “el beso que te di / fue de verdad”.
Todas esas tensiones se anudan de manera extraña y prodigiosa en una de las canciones más bellas de Yo vine a querer, la “Guajira del pelícano”, donde ensarta de un tacazo el yo, las obligaciones cotidianas y el universo. Es la “Guajira…” una épica del currante para quien no hay hazaña mayor que levantarse cada día a enfrentar una rutina no necesariamente estimulante (“Dale, que tú ere un hombre –levántate y cuela café”) mientras un pelícano cualquiera, atado a sus instintos, atrapa peces en algún canal de Miami. Esos dos ciclos contrastados, el del trabajador y el del ave, revelan en toda su complejidad y sencillez el drama humano que no es otro, según Boris, que el de la libertad. Porque “no hay seguridad en la libertad, mi amor”, y mientras el pelícano se entrega ciego a su biología los humanos requerimos invariablemente de la fe.
Es que, aparte del amor, la fe es otra de las constantes de Yo vine a querer. Puede ser la fe, frustrada tantas veces, en la libertad de los cubanos. Esa desesperanza, que da sentido a “Allá en Cuba”, que pregunta: “díganme ahora cuándo va a pasar lo que va a acabar pasando”. Un reclamo que las protestas masivas del verano pasado contestaron en parte, haciendo obsoleta la pregunta y hasta la propia canción en la que Boris se da el lujo de ser acompañado por Luis Boffil y Amaury Gutiérrez. También aparece la otra fe, la ajena. La fe primermundista de una juventud aburrida, borracha de “abundancia y desilusión”, de la canción que pretende “liquidar la contradicción / pa que todos queramos lo mismo”. Así el talento de Larramendi para la paradoja resume en poquísimas líneas el estado actual de rebeldía planetaria en “El animal”, su nueva conga-rock, el género que Boris se inventó hace ya tres décadas y del que sigue siendo su principal y más acabado cultor.
Para himnos de este individualista a ultranza, del nihilista esperanzado que es Boris Larramendi, Yo vine a creer nos trae “Haz lo que te dé la gana”, que ya desde el título es una declaración de principios. Con una concepción de la humanidad a lo Mark Twain (“me basta con que seas un ser humano, no se pué ser ná peor”), reestablece la vieja utopía liberal: la libertad radical con independencia de raza, origen o credos (“no me importa tu color ni tu perfil, / ni a qué amigo imaginario tú le rezas”) o de preferencias sexuales o genéricas (“Te gustan los pitos o te gustan las rajas. / A mí qué me importa. / No te gusta lo que eres y te vas a operar. / Qué más me da”). A la nueva intolerancia en nombre de la tolerancia, le contrapone una perspectiva más universal acompañada de sus propios y amenazadores límites: “Te ofende si a mí tu verdad me da gracia. / A mí qué me importa. / Si quieres querella búrlate de Alá”. La condición irrenunciable que fija Boris es que lo dejen tranquilo. Más que la cortesía del “respeta para que te respeten” propone un contrato más audaz y, a la vez, más realista: “permite para que te permitan”. La propuesta democrática de Boris, su tolerancia radical, no se basa en una idea modélica de lo humano, sino justamente en lo contrario: “Nadie puede ser, tú no puedes ser, yo no puedo ser, mejor”.
El otro himno esencial del disco es su canción más conocida hasta ahora, “I like you”, que incluso cuenta con videoclip ingenioso y eficaz. Pero más que himno, “I like you” es un ligue intercultural y bilingüe: lo mismo se trata de lanzarle los tejos a una chica gringa acodada a la barra del bar, esa que no sabe “quién soy pero sonríes y te pides otra”, que a una ciudad como Miami a la que Larramendi viene intentando enamorar desde hace un par discos. Una canción que se desliza con la suavidad de una buena cerveza en medio de calores abusivos. Pero, como nos deja ver el disco en su totalidad, hay otros amores perpetuos, insuperables. Como ese al que le dedica “Yo te la toco” (“Es tuya la melodía, y el ritmo es tu corazón”). O el trozo de tierra que lleva consigo “dondequiera que esté”, “como quiera que esté” (Cuba, por si hace falta aclararlo). Porque Yo vine a querer, como el resto de la discografía de Larramendi, saca su savia de ciertas lealtades básicas. Las lealtades que conforman a todo artista auténtico en medio de tanta cotidiana traición. No solo debemos creerle a Boris cuando dice “como cantaba mi abuela yo no me olvido” sino hasta podríamos sospechar que en el recuerdo de ese canto está la base de todo lo que vino después.
Luego de largos
años de silencio mutuo no me sentía con derecho de hablar del recién fallecido
escritor Emilio Ichikawa. Viendo los comentarios de los que lo conocieron
confesando que también ellos habían perdido contacto con Ichiwawa desde hacía
mucho tiempo entendí que nuestro distanciamiento era solo parte del largo repliegue
del mundo que emprendió Ichi como si de un ejército en retirada destruyendo los
puentes a su paso se tratara.
En tales circunstancias
hablar de Ichikawa más que derecho, es un deber. Porque si algo lo conocí -con
todo y su retirada- se que preferiría que su despedida fuera de todo menos silenciosa.
Hablaré entonces del Ichi que prefiero recordar y no de aquel con el que corté
relaciones para alivio de ambos. Lo conocí no más entrar a la universidad, en
1985. El acababa de graduarse de la carrera de Filosofía y la facultad, cosa
rarísima en la época, le había otorgado un puesto de profesor. Como quiera, Ichikawa
seguía sintiéndose mucho más cómodo entre los estudiantes que entre sus colegas y
sospecho que fue así siempre. Debo aclarar que, profesor de filosofía como fue,
nunca me dio clases. Ni falta que hacía. Al lado suyo siempre se aprendía: daba
igual en el receso de las clases en el murito de la facultad, en el surco de
alguna de aquellas movilizaciones en el campo o en el exuberante patio de su
casa en Bauta. Se aprendía de filosofía sobre todo, pero también de historia,
de fútbol -al entrar en la facultad todavía resonaban sus hazañas como jugador
de uno de los poquísimos equipos campeones de aquella facultad crónicamente
inepta para el deporte- o de viejos héroes de la décima campesina. Su mente era
inquieta y omnívora e Ichikawa ejercía sin ningún esfuerzo su papel de Sócrates itinerante
en un físico que cada vez se acercaba más al de Buda.
Por mal que se
haya portado luego con el resto de la humanidad a Ichikawa le debo, le debemos, muchísimas cosas todos los que estuvimos en sus alrededores. Alrededores que se
fueron ensanchando a medida que empezó a publicar y sus ideas, siempre abundantes,
y su especial manera de ver el mundo estuvieron al alcance de más personas. Junto
a Rafael Rojas, Iván de la Nuez, Alexis Jardines y Antonio José Ponte se convirtió
en uno de los ensayistas más importantes de una generación que descolló
precisamente en ese género. El error de ofrecerle una cátedra en una facultad
dedicada a mayor gloria del marxismo fue luego corregido por las autoridades. Primero
con el acoso sistemático -que incluyó un episodio en el que descubrieron a un
estudiante que grababa sus clases en secreto bajo las previsibles órdenes de la
Seguridad del Estado- y luego con su salida forzosa de la universidad, salida
de la que sospecho, nunca se repuso del todo.
En el “debe”
particular de mis intercambios con Ichikawa debo incluir, aparte de las horas
de diversión pura, de pura amistad, el aguijón de su inteligencia incansable, pendenciera,
y el de las lecturas que proponía o facilitaba. Fue a través de Ichikawa que
por primera vez tuve acceso a ciertos libros de Kundera, Reinaldo Arenas o
Cabrera Infante, algo que en aquellos días tenía un valor muy difícil de
explicar ahora. Porque Ichi fue siempre generoso en espíritu o materia. Lo mismo
regalaba ideas en forma de chismes socráticos o batistianos que te entregaba
una camisa si te atrevías a elogiársela, como me ocurrió una vez y más nunca me
atreví a hacerlo. Cuando, luego de quedarme en España, la propia tutora de mi
tesis en la universidad de La Habana se negó a escribirme una carta de
recomendación para una beca fue Ichikawa, junto al profesor Enrique Sosa, quien
se ofreció a escribirme la suya. O luego cuando nos encontrábamos en Madrid o
Nueva York fue igualmente generoso con los valiosos contactos que tenía por todas partes.
Nada de eso lo
podrán borrar los desplantes posteriores. Menos ahora en que el silencio entre
nosotros se ha vuelto definitivo y puedo escoger qué parte de sus recuerdos van
a quedarse conmigo.
Al comenzar la cuarentena por la epidemia de coronavirus que ha asolado este 2020 tenía pensado entrevistar a Jorge Brioso a propósito de la salida de su libroEl privilegio de pensar (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2020). Casi de inmediato caí enfermo y al salir de dos semanas de fiebres continuas mi mente estaba en cualquier parte menos en mis proyectos prepandemia. Cuando al fin retomé la idea de entrevistar a Brioso sentí que él, yo y los Estados Unidos en que ambos vivimos desde hace un cuarto de siglo estábamos en un sitio diferente al de hacía unos meses. Este es el resultado de la conversación tomada a los prudenciales 1 639 kilómetros que separan a West New York, en Nueva Jersey, de Minneapolis.
Sé que ahora mismo trabajas en un libro que conjuga tu lectura de la obra del poeta cubano Néstor Díaz de Villegas con reflexiones sobre dos fenómenos que han dominado estos meses norteamericanos: la plaga y la revuelta. Teniendo en cuenta que el segundo te atrapó en su epicentro, la ciudad de Minneapolis ¿Cuál es tu lectura tanto de la muerte de George Floyd a manos de la policía como de la revuelta subsiguiente? ¿O te resulta demasiado pronto, demasiado próximo, para pensarlos?
Empiezo por el final de tu pregunta. Mientras escribía el libro sobre Néstor Díaz de Villegas –en el que el contexto en que leo, la peste que nos asola, tiene un protagonismo tan relevante como su poesía– me hacía la siguiente pregunta: ¿cómo darle credibilidad a un relato sobre la peste, la muerte, el colapso de un país, cuando se vive en una de las ciudades menos golpeadas por esta crisis, Minneapolis, y cuando se escribe desde un interior a salvaguarda de todo y en el que no se carece de nada? La respuesta a mí pregunta llegó de forma abrupta con el asesinato de George Floyd a manos de la policía de mi ciudad. Las protestas y la destrucción que desató este crimen llegaron, literalmente, a las puertas de mi casa. El tenor de mi pregunta entonces cambió: ¿es posible mantener la distancia necesaria para la reflexión cuando todo naufraga?
O para decirlo en los términos de Hans Blumenberg, ¿se puede ser espectador y náufrago a la vez? La pregunta es tan antigua como la propia literatura. Homero, al final del Canto IV de la Ilíada, imagina al aedo como un testigo perfecto ya que vive el fragor de la batalla sin estar sometido a su peligro, al estar protegido de los dardos enemigos por la diosa Atenea que lo lleva de la mano. En el libro II de De Rerum Natura, Lucrecio recoge el tópico de Homero e imagina al filósofo también como un espectador ideal; ya que desde la seguridad de una roca puede observar a los que naufragan en un barco o pasearse, sin riesgo, entre los ejércitos que combaten. La verdadera filosofía, según Lucrecio, se convierte en el mejor de los asideros, en el punto de vista privilegiado, porque mantiene una radical distancia, afectiva y reflexiva, de los avatares de la fortuna. Nietzsche le da nombre al topos, “pathos de la distancia”, en la sección novena — “¿Qué es aristocrático?” — de su libro Más allá del bien y del mal donde intenta construir una nueva jerarquía espiritual que posibilite el ejercicio del pensamiento.
Yo, que no tengo dioses, ni creencias, ni jerarquía espiritual que me defiendan, construyo mi “pathos de la distancia” a través de una mediación que involucra lo que la tradición literaria y filosófica ha pensado sobre el tema que me interesa reflexionar.
Respecto al asesinato de George Floyd a manos de la policía y las posteriores protestas y disturbios que se sucedieron por toda la geografía americana hay mucho que decir. Lo primero que hay que entender, creo yo, es la ira de la población afroamericana ante la brutalidad policial de la cual ha sido objeto.
La ira es la primera palabra que comparece en la literatura occidental. La Ilíada comienza así: μῆνιν ἄειδε θεὰ. Estas palabras enlazan tres de los temas que configuran la trama del libro: la cólera o ira, el canto y la diosa que inspira.
No obstante, la ira en el primer poema épico en Occidente tiene un carácter ambivalente. Se le vincula a la inspiración y al canto, como ya se dijo, pero también a la ofuscación, ceguera(ἄτη) que es la hija mayor de Zeus y a todos confunde y ofusca, incluido su propio padre. Por otro lado, la ira también está vinculada a μένος, la energía que inspira el valor, la virtud que distingue a los mejores en este libro. Sin coraje no hay coraje.
La fórmula aristotélica para reflexionar y establecer una praxis respecto a las pasiones, encontrar el término medio, μεσότης, solo sirve cuando se intenta incorporar esta pasión en un proyecto civilizatorio, en una práctica política. Pero antes, hay que hacer un proceso de diagnóstico. Hay que dejar que se abra la escucha hacia ese ruido incivil que yace en el grito de los grandes airados que, como Medea, ya no tienen nada que esperar.
Escuchemos, por ejemplo, el final de la memoria-testamento de Reinaldo Arenas, Antes que anochezca, el gran texto cubano de la ira, donde el escritor lucha por adueñarse de su muerte –mientras su cuerpo languidece por los estragos del SIDA y él ha decidido suicidarse– de la única forma que lo puede hacer un exiliado, dándole un carácter político:
Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Solo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país.
Démosle la palabra ahora a Kimberly Jones, escritora y activista negra, a partir de un video colgado en Youtube, el 30 de mayo, cuatro días después de la muerte de George Floyd:
¿Por qué queman su propio vecindario? […] El vecindario no es nuestro, nada nos pertenece […] nada nos pertenece. Trevor Noah lo dijo de forma muy hermosa anoche, el contrato social está roto, porque quien se supone que está a cargo de mantener el orden nos está matando […] Y si el contrato social está roto, qué carajo me importa que quemen The Hall of Fame o un maldito Target […] En lo que a mí respecta, pueden quemar toda esta mierda hasta que no quede nada. Y así y todo no sería suficiente […] Y ellos son afortunados que los afroamericanos lo que buscan es la igualdad y no la venganza.
A través de la ira se vocaliza esa dimensión de lo humano, su dignidad, que según Kant, y detrás de él toda la tradición moderna, expresa el carácter insustituible, invaluable, de cada vida humana. Todos los airados de nuestro tiempo son indignados porque sienten que esa cualidad irreductible a todo, incluso al bien común, que su vida porta, ha sido mancillada. Pero, a la vez, la ira contiene un costado incivil, un exceso, una vocación absoluta de venganza difícilmente acomodable en cualquier proyecto de convivencia democrático.
Ese momento de ira es comprensible pero antes hablas de “incorporar esta pasión en un proyecto civilizatorio, en una práctica política”. ¿Qué proyecto civilizatorio, qué práctica política tienes en mente? O más importante aún: ¿qué proyecto civilizatorio, qué práctica política promueven los que tratan de darle sentido a esa ira?
Cuando me refería a la forma en que se podría incorporar la ira en un proyecto civilizatorio hacía alusión al concepto del término medio aristotélico, μεσότης, esencial para la educación de todas las pasiones. Aristóteles en la Ética Nicomáquea habla de la necesidad de no ceder ni a la iracundia, el exceso de ira, ni a la indiferencia total, la apatía respecto al núcleo valorativo que está en juego en esta pasión que se vincula a la propia estima personal.
Aunque se prefiera olvidarlo, toda noción de justicia contiene cierta dosis de venganza. Las Euménides no se olvidan totalmente del tiempo que fueron Erinias pero, como nos enseña Esquilo en la tercera parte de La Orestíada, es necesario que las diosas de la venganza se transformen para que la fundación de la ciudad sea posible.
Todo proyecto de convivencia, toda paz, necesita dejar sin resolver ciertos daños, ciertas injusticias para que el vivir juntos sea posible.
Respecto a los que tratan de darle sentido a la ira en las protestas, disturbios y revueltas en los Estados Unidos habría que distinguir entre la legítima desobediencia civil y los que capitalizan la ira para tratar de crear un estado de insurrección permanente.
Sobre ese estado de insurrección permanente de que hablas –y a la que parece tender parte de este movimiento– muchos le atribuyen una inspiración marxista-leninista. Incluso circulan viejos videos de la cofundadora de BLM Patrisse Cullors declarando ser una “marxista entrenada”, lo que sea que eso signifique. Tú, tengo entendido, piensas que estos nuevos movimientos de la izquierda más que marxistas son hobbesianos. ¿Puedes explicar por qué?
Se inicia un siglo en el que sospecho que las revoluciones –que para bien o para mal habían marcado la historia occidental desde finales del siglo XVIII hasta muy entrados en la segunda mitad del siglo XX– carecerán de protagonismo político y en que la gran potencia mundial parece que no será más un país occidental, cosa que nunca había sucedido al menos desde que se puede hablar de una historia de la humanidad a nivel global.
Independientemente de lo que esos movimientos piensen de sí mismos, la figura de Hobbes me parece esencial para entender el siglo que entra porque lo que él contrapone al orden civil, al Commonwealth, al Estado no es la revolución sino el estado de naturaleza. Este estado de naturaleza tiene muchos equivalentes con el concepto griego de stásis, que abarca muchas de las formas de conflicto a las que nos enfrentamos en el siglo en que vivimos actualmente como son la guerra civil, el desorden civil, la revuelta, la disolución de una sociedad en múltiples facciones beligerantes –lo que Donald M. Snow llama “guerras inciviles”–, todas las formas de guerra no convencionales, desde el terrorismo a los drones, etc.
Importa subrayar que la stásis –que en el mundo antiguo era la categoría que se consideraba contraria a la polis— se convierte, en mi opinión, en una de las categorías centrales para pensar lo político, al menos desde el conflicto, en nuestro tiempo.
Hobbes también resulta central para pensar la mutación que ha sufrido la noción de obediencia en los totalitarismos del siglo XXI con su fórmula de máxima opresión a través de un minimalismo doctrinal. En este siglo vivimos una forma inédita del totalitarismo, un totalitarismo antidoctrinario, donde el dogma se reduce a sus mínimos. Ya no hace falta aleccionar las conciencias para poder dominar. Esta nueva forma de totalitarismo puede convivir en paz con el pilar que sostiene las democracias liberales: la libertad de conciencia, el carácter privado y libre —incluso anárquico– de las nociones de bien. En estos regímenes totalitarios, se puede pensar lo que se quiera siempre y cuando estos pensamientos no atenten contra el orden civil reinante. Dictadura de la mayoría y sacralización del propio desorden interior. Se dejará que los demonios interiores subviertan todos los órdenes imaginables en el foro interno siempre y cuando estas rebeliones del alma no traten de intervenir en la esfera pública: la calle es de Fidel o de Xi JinPing. Anarquía interior, obediencia, sin convicción, del orden existente. Resulta casi imposible derrocar a un régimen en el que nadie cree. Esa será una de las nuevas fórmulas de la opresión en nuestro tiempo. Quizás el régimen que mejor ejemplifica esta forma de gobierno, aunque no es el único, es el régimen chino.
Las otras dos formas de obediencia que se despliegan en la geografía espiritual de nuestra época son la que proponen los woke y la que viene vinculada al ecologismo. Estas dos no son explicables por Hobbes, pero tampoco por Marx.
Los woke, los platónicos del siglo XXI, pretenden vivir fuera de la caverna donde se produce la ilusión, los ídolos, que configuran la apariencia del mundo. Su estado, como el filósofo guardián de la República platónica, es el de una constante vigilia. Para los woke, la idea de que la verdad, la belleza, el bien, y la justicia hablen en idiomas diferentes constituye el último ídolo de la tribu que su combatividad, siempre alerta, tiene que disolver. El woke hereda la iconoclasia de la tradición moderna: llama a destruir todos los ideales con los que se construyó el dominio blanco, patriarcal, heterosexual y occidental de las culturas dominantes. Por otra parte, resulta impensable para un woke, la idea de una belleza amoral, incivil, blasfema, maldita tal y como lo cultivó la tradición moderna. El woke pone la iconoclasia en función de la construcción de un nuevo ideal —como Platón pretender unir lo bello, lo bueno, lo verdadero, lo justo y lo santo– que se siente inexpugnable porque se alimenta de todo lo que había sido excluido, borrado, negado. No se debe olvidar, sin embargo, que en nombre de los derrotados se puede implementar, como lo demostró hasta la saciedad la historia de los socialismos reales, una disciplina tan férrea, sino más, de la que implementaron los vencedores de siempre. Lo que hemos visto, hasta ahora, en la noción de justicia que proclaman estos nuevos márgenes es que muchas veces no distinguen entre el comportamiento público y el privado, la intención y el hecho, la alegada culpabilidad y el acto del crimen. Esto último, es un rasgo clásico de los totalitarismos a la vieja usanza que castigan no solo los actos prescritos por la ley sino la propia conciencia e incluso la tendencia al delito, independientemente que se hubiera cometido o no.
Otro de los modelos éticos, de comportamiento, de noción de lo que es el bien vivir que se yergue en el horizonte de este siglo es el condicionado por la crisis ecológica en la que estamos sumidos. Este modelo de obediencia involucra a más dimensiones de la vida humana que ninguno de los otros concebidos en el Occidente moderno ya que se pretende regular los hábitos alimenticios y reproductivos, la relación con los recursos naturales y con las otras especies, los hábitos de consumo y el propio modelo económico, extractivista, que rige a la economía moderna. Y lo que es mucho más importante, se pone en cuestión el ideal desde el cual se funda Occidente tanto desde el punto de vista cultural, político, económico y ontológico: la idea que acuña Pico della Mirandola de que el ser humano no tiene un lugar en el cosmos y que, por ende, su capacidad de autoinvención es infinita. Esta nueva forma de disciplina obliga al ser humano a reencontrar su lugar en el cosmos y asumir las restricciones, límites, deberes que esa localización en la escala cósmica conlleva. Esta forma de disciplina, si se impone, supondría una ruptura radical con el tipo humano que Occidente configuró pues propone una relación entre la cultura y la naturaleza, entre lo dado y lo por hacer, entre lo que se considera inmutable y lo sujeto a cambio, radicalmente diferente a las implementadas durante la historia moderna de este hemisferio.
Estas dos últimas nociones de obediencia, aunque responden a paradigmas diferentes, suelen tener muchos adeptos comunes.
Estas restricciones –a la expresión, al comportamiento– de las que hablas, unidas a la actual polarización política que reduce todo a oposiciones binarias, elementales, ¿qué espacio van dejando a ese “privilegio del pensar” de que habla tu último libro?
Como bien sabes, se piensa contra viento y marea. La filosofía nace como la parodia de un diálogo. Nace escenificando su distancia irreductible con el ágora, con el espacio donde se dirimen los asuntos públicos. Los textos que Platón llama diálogos son interrogatorios teatralizados. El elenchos (ἔλεγχος), el método socrático, es una dialéctica negativa que obliga a sus interlocutores a aceptar que ignoran todo sobre la virtud que supuestamente defienden: el coraje, la belleza, la piedad. Como desconocen el concepto de areté, no pueden tener el conocimiento de la virtud que dicen predicar.
Parodia no quiere decir negación. Toda parodia es a la vez crítica y homenaje. Pero lo que no se puede ignorar es la distancia que la filosofía crea respecto a lo político. Esa distancia, siempre imprescindible, resulta incluso de mayor utilidad en tiempos como los que vivimos ahora.
Respecto al privilegio del pensar, al que dediqué mi libro anterior, es otro de los grandes temas de la filosofía, lo que la opone de modo radical a los sofistas: la creación de una noción de pensamiento que no se deja medir por ninguna pauta externa al mismo. Ni el trabajo, ni el dinero, ni las doxas, ni los oráculos, ni la clepsidra, ninguna medida humana ni divina, puede servir como regla que determine el valor y la cotización del pensamiento. Hay un privilegio inherente al pensar que no se deja traducir en categorías externas. Este ideal es una falacia, pero sin ella no hubiera sido posible la filosofía ni la propia literatura moderna.
La filosofía, además, se ve a sí misma, como para-doxa, crítica de las doxas, del consenso, de la opinión pública, del sensus communis, de la materia prima con la que se construye la democracia. La renuncia a cualquier forma de autoridad que no provenga del consenso y, por ende, a cualquier noción de verdad que no se derive de un arbitraje democrático parece hoy un principio incuestionable para una parte importante de la filosofía. Pienso en los casos de Rawls, Habermas, Rorty, etc.
No se trata de domesticar el lado incivil del ejercicio filosófico, como hacen los filósofos antes mencionados, pero sí de hacerse cargo de él de un modo crítico. La filosofía no puede renunciar a su vocación creativa, a la invención de nuevos ideales de lo humano, incluso si esto tiene como consecuencia la condena de la ciudad, como fue en el caso de Sócrates. Pero esto supone también una responsabilidad crítica con el lado obscuro, con los ídolos que toda noción de lo humano conlleva. La definición anterior exige una forma totalmente diferente de asumir la práctica filosófica. Todos los que han escrito sobre el costado incivil del ejercicio filosófico: Karl Popper, Bernard-Henri Lévy, Mark Lilla, etc., ven como única solución que la filosofía refrene su vocación totalizante y le exigen buenas maneras, que se civilice y se adapte al modelo de convivencia que ellos consideran más viable. Pero, si la filosofía pierde su furor creativo, desaparece. Los que celebran ese lado incivil se niegan a tomar en consideración el hecho de que la creación de un nuevo ideal de lo humano siempre lleva consigo la capacidad de generar miríadas de ídolos, con las idolatrías que le son inherentes y la cuota en vidas humanas y destrucción que suele ser su precio. Otro problema nada menor, inherente a la noción del ejercicio filosófico antes planteado, es la relación que se propone en el mismo entre ideal e ídolo, entendidos como dos polos de una misma fuerza, lo que conlleva que no se pueda extirpar el uno sin que desaparezca el otro. ¿Cómo moderar esta compleja dialéctica?
Esa es la nueva tarea del pensamiento.
Ahora, viendo el asunto desde un punto de vista más personal: luego de haber crecido en el sistema totalitario cubano, luego de la caída del muro de Berlín y las esperanzas que alimentó, ¿cómo percibes esta suerte de totalitarismo light que se va imponiendo incluso con las mejores intenciones? ¿Te desconsuela que el siglo XX haya tenido tan poco que enseñarnos o simplemente te consuelas pensando que es lo más normal del mundo que no se haya aprendido nada de ello?
Cuando en el 2001, Iván de la Nuez publicó la antología de ensayos Cuba y el día después, donde se trataba de imaginar cual sería el futuro de la isla después de la muerte de Fidel Castro, la hipótesis que nadie manejó es que nada cambiaría. Tampoco nadie pudo imaginar que Cuba despertaría en un mundo que ha dejado de estar convencido de que la democracia sea la mejor forma de convivencia para los seres humanos. La broma macabra que nos tiene deparada el destino es que cuando Cuba llegue a ser democrática –si esto llega a suceder mientras tú y yo estemos vivos– ya nadie más querrá serlo.
Respecto a los totalitarismos que tú llamas light yo distinguiría varios aspectos: 1. el totalitarismo adoctrinal, sin que esto suponga una disminución en su capacidad represiva, que describí anteriormente, y que es el que se ha impuesto en los países comunistas como China, Vietnam y, en menor medida, Cuba; con la gran excepción de Corea del Norte donde pareciera que nada ha cambiado. 2. La corrección política que domina en muchos ambientes en las democracias occidentales y que pretende erigirse en una nueva policía del pensamiento.
La ironía de todo esto es que ahora que los totalitarismos comunistas se desentienden de lo que piensan sus ciudadanos, siempre y cuando bailen al son que le tocan, el costado que se considera más liberal de las democracias occidentales se empeña en ejercer un control inquisitorial del alma y la memoria de sus ciudadanos.
Como reacción a esto, y creo que esto explica al menos en parte el trumpismo, se ha configurado una nueva fuerza política de claros rasgos autoritarios que mezcla, en un explosivo coctel, xenofobia, racismo, una lectura del mundo en clave teoría conspiratoria, un intento de vivir la política en la intemperie de las instituciones que garantizan el funcionamiento de la democracia representativa y una exacerbación del excepcionalismo norteamericano que está haciendo añicos la alianza atlántica que fue la que permitió el período de mayor prosperidad política y económica que se vivió tanto en los Estados Unidos como en Europa. La disolución de la alianza atlántica supondría el fin del predominio occidental sobre el planeta.
No se puede obviar, como mencioné antes, la radical redefinición del modelo de humanidad que conllevarán los retos que como especie humana nos abocamos en este siglo. Basta, para ilustrar lo que digo, fijarse en lo siniestramente ridículo que han resultado todos los intentos de resistencia, en nombre de la libertad individual, ante las medidas que aconsejan las autoridades sanitarias para una gestión menos costosa en vidas humanas de esta crisis.
Si hay un principio que yo considero sacrosanto es la libertad individual; sin embargo, reconozco que aquí se topa con un obstáculo que la supera.
Y lo que temo es que este siglo estará plagado de ejemplos así. Se habla de que habrá que llevar a cabo cambios radicales en la forma en que nos alimentamos, la necesidad de controlar la natalidad, de cambiar de raíz nuestros hábitos de consumo. Y la lista continúa…
Todo eso si se quiere que la especie sobreviva, si no se quiere destruir el planeta.
¿Qué consecuencias tendría esto para la libertad individual? ¿Qué significaría ser libre en un mundo así? ¿Cómo se garantizaría que quien administra todas esas restricciones no se convierta en el peor Estado totalitario que ha conocido la humanidad?
La suerte de la filosofía en este siglo depende de que aprenda a situarse ante estas preguntas.
Pero en medio de este apocalipsis suave sigues empeñado en hablar de poesía, de poetas. Y peor aún que poetas: poetas contemporáneos. Te repito la pregunta que alguna vez se hizo Heidegger siguiendo la melodía del pensamiento de Hölderlin: ¿para qué poetas en tiempos de penuria?
Me interesé en la obra de Néstor Díaz de Villegas porque es el poeta cubano en el que experiencias límites como la prisión, el exilio, la adicción, la enfermedad, el vérselas cara a cara con la muerte, descubren su mejor expresión. Quería indagar si el límite que su escritura expresa podía conectarse con los confines a los que ha sido lanzada la cotidianeidad en los tiempos en que vivimos. Quería saber si la poesía, la forma de lenguaje en la que más confío, podía darle aliento al menos a una de las miles de bocas que se ahogan, ya sea porque la enfermedad o la policía les arranca el aire.
Me centré en cierta parte de la obra de Néstor, la que está escrita en sonetos, porque me interesaba el siguiente problema: ¿cómo pensar en los lindes del caos a través de la mediación de la más estricta de las formas?
Su obra me permite cuestionar algunos de los presupuestos estéticos de nuestro tiempo. Una época que pareciera estar convencida de que bajo todo orden se esconde un tipo de dominio y de que, por otro lado, en lo no configurado o en lo derruido habita un núcleo de pureza, un resto, que se ha salvado o ha sobrevivido al imperio que la forma le impone a lo real.
La máxima que sintetiza la poética de Néstor, en mi opinión, aparece en un soneto titulado “Idolatría” que forma parte de su libro Vicio de Miami. En ella se habla de un idólatra que carga con las tablas de la ley. Se impone una pregunta: ¿Cómo trataría un idólatra a las tablas de la ley? ¿Cómo es posible que el enamorado de lo deforme sea el responsable de portar las tablas que fundarán el ideal, la norma, el parámetro de lo permitido?
Lo novedoso de lo que plantea Néstor, el reto que le impone al pensamiento, es que este tiene que concebir algo que le resultaba inadmisible: quien planta la norma es un enamorado de lo que se desvía. El que trae el nomos a la ciudad es, a la vez, el primer criminal que la infringe. El poeta es la ley y la trampa.
¿Cuál fue el primer idioma europeo que se habló en lo que es ahora Estados Unidos? ¿Cuál fue la primera ciudad fundada aquí? ¿Y la segunda? ¿De dónde era el primer no nativo que habitó en la isla de Manhattan? ¿Cuántos estados norteamericanos tienen nombres de origen hispano? ¿Y ciudades? Esas son algunas de las preguntas que les hago a mis estudiantes de origen hispano el primer día de clases. Lo que fue en principio un curso de gramática avanzada para hispanohablantes se ha ido convirtiendo en programa de alfabetización cultural. No exagero. Junto a estudiantes —pocos— que manejan ciertas nociones básicas existe una mayoría que suele ignorar datos muy elementales de su cultura origen. No basta con reclamar una identidad, les insisto. Es necesario también que conozcan su complejo pasado al tiempo que se familiarizan con la endiablada dinámica del subjuntivo.
No culpo a mis estudiantes por los sorprendentes vacíos que tienen sobre su propia cultura. Bastante admira que, habiendo crecido en una cultura anglófona, tengan un manejo pasable del español, quieran mejorarlo y hasta se interesen por conocer sus raíces. Mucho menos culparía a sus familias sin las cuales la misma idea de herencia cultural quedaría sepultada bajo numerosas capas de trivialidades digitales. Sin embargo, algo falla en el sistema educativo cuando los estudiantes titubean al preguntárseles sobre las principales civilizaciones precolombinas o sobre quién fue Bolívar. Y no solo los estudiantes de origen hispano. Porque la ignorancia de los hispanos sobre sus orígenes es apenas una manifestación del viejo tópico de la ignorancia americana que, a medida que el país se hace más diverso y complejo, resulta menos perdonable. Más incongruente y peligrosa. Parte de esta ignorancia la atribuyo a la incapacidad de Estados Unidos para reconocerse parte de un continente del que es pieza fundamental pero no la única. Y parte a la incapacidad del país para reconocer sus raíces hispanas.
Uno de los subproductos más visibles y funestos de esa insuficiencia es que a los hispanos se les vea como eternos recién llegados, aunque su familia lleve generaciones afincadas en Estados Unidos. Se asume de entrada que un Smith es más norteamericano que un García desconociendo que el suroeste de Estados Unidos fue antes mexicano, que hace siglos los cubanos emigraban a la Florida y Nueva York, o que los boricuas son estadounidenses por nacimiento. Se desdeña lo mismo el aporte hispano al origen y desarrollo del jazz, que las múltiples contribuciones a la gastronomía o la abundante literatura escrita acá por hispanos tanto en español como en inglés desde la época de la independencia de las Trece Colonias. No importa cuán importantes o antiguas sean los aportes hispanos a la cultura y la historia norteamericanas, se insiste en ver lo hispano como exótico que es otra manera de decir ajeno, de nunca apreciarlo del todo.
Los datos del censo del año 2000 arrojaban que los hispanos eran ya el mayor grupo minoritario sobrepasando a los afroamericanos y para el 2019 se estimaba en 60.6 millones la población de origen hispano. Sin embargo, pese a las evidencias demográficas, la última década ha sido testigo de una relativa invisibilidad de los hispanos. Es cierto que cada vez son más los estudiantes de dicho origen que acceden a las universidades, alrededor de un 18% del total de la matrícula, lo que es proporcional a su peso en la población total del país (17%). No obstante, la presencia latina en los medios es cuando menos equívoca. Aunque en los años que van de 2006 al 2018 de las doce películas ganadoras cinco fueron dirigidas por mexicanos, un estudio realizado en ese mismo período señaló que en las películas más importantes de Hollywood los hispanos representaban solo un 3% de los protagónicos. Y sospecho que, si descontamos los papeles de narcotraficantes y de empleadas del servicio doméstico con complejo de Cenicienta, todavía menos. Es como si los hispanos no tuviéramos historias importantes que contar. Como si en esa superproducción titulada Estados Unidos de América estuviéramos condenados a los papeles secundarios. Ya se sabe que las historias es la manera más definitiva en que una comunidad se representa a sí misma. Y si es en Hollywood, mejor.
Sospecho que las causas de esta invisibilidad son en buena parte políticas. De un lado se asiste a la intensificación del discurso xenofóbico de la derecha contra la inmigración hispanoamericana. De otra, la izquierda ha conseguido —al racializar su discurso sobre la justicia social— desplazar fuera del centro de atención a una minoría que se define más en términos culturales que raciales. Y como sabe cualquiera que haya sufrido discriminación, a mayor invisibilidad menos protección. Todo llamado a la diversidad cultural es falsa si dentro de una supuesta variedad étnica siempre se apela a las mismas ideas y conceptos, expresados en la misma lengua del mismo modo. Mientras Estados Unidos no reconozca la cultura hispana creada en su territorio como propia —incluida la producida en la lengua de Cervantes, Sor Juana y Martí— hablar de diversidad es pura hipocresía. Pero para que sea reconocida como tal debemos comenzar por nosotros. Empezar por hacernos visibles ante nuestros propios ojos y los de nuestros estudiantes, hispanos o no. Empezar por no resignarnos a que nuestra imagen, como la de los vampiros, quede sin reflejarse en el espejo de la nación.