La publicación anual de los diferentes escalafones de las mejores universidades y escuelas en el país invita a las que han ascendido a felicitarse por sus últimas iniciativas y obliga a las que han resbalado algunos puestos en la lista a reajustar aquellas categorías en las que han perdido puntos. Pocos se preguntarán, en cambio, en qué consiste educar a las nuevas generaciones o qué piensan ellas mismas sobre la idea de ser educadas.
Ahora que, en medio de la pandemia, Netflix se convierte en remedio y tribuna para casi todo, la serie The Chair intenta responderse esas preguntas usando el tono de comedia ligera. Pero parece este asunto algo demasiado serio como material de comedia, por mucho que el género se haya atrevido antes con Hitler, el holocausto o los crímenes de Stalin. La trama de The Chair gira alrededor de Ji-Yoon Kim (Sandra Oh) la nueva jefa del departamento de inglés de una universidad quien, sin tiempo para celebrar su logro, debe lidiar con un profesorado envejecido y vencido por la inercia y con la caída en desgracia de su profesor estrella Bill Dobson (Jay Duplass). La nueva “chair”, de origen coreano, relativamente joven y madre soltera de una niña adoptiva, pasa de ser símbolo del éxito profesional a chivo expiatorio de la conservadora y venal administración de la universidad. Kim trata de hacerle entender a profesores amenazados por la irrelevancia y el retiro la necesidad de renovarse ante las nuevas exigencias de los estudiantes. Más grave aún es el caso del profesor caído en desgracia: cuando en una clase, al intentar explicar el absurdismo literario como respuesta al fascismo, hace una pantomima del saludo nazi el gesto es grabado por los estudiantes y su gesto compartido instantáneamente en las redes. En cuestión de minutos el brevísimo video se convierte en la nueva causa que convoca el afán justiciero de todo el estudiantado ahora que el profesor ha sido declarado, contra su voluntad, oficialmente nazi.
En la universidad de The Chair cojean tres de las cuatro patas sobre las que se asienta el prestigio de una universidad: la pata administrativa, la profesoral y el conocimiento que se imparte, todas aquejadas por el conservadurismo y el anquilosamiento. La cuarta pata sería el estudiantado, del cual se habla bien poco. Presentado como una masa sólida e informe, nadie, ni siquiera el profesor acusado injustamente de fascista, se cuestiona la lógica de sus acusaciones. Es sobre ese silencio sobre el que mayormente se levanta el argumento de la serie. Si alguien se cuestionara la falta de discernimiento de los estudiantes, su pataleta de privilegiados, la trama sobre la que se organiza la serie se desmoronaría. Lo que hace creíble The Chair es que sobre ese absurdo se erige hoy no solo la serie sino el propio sistema universitario norteamericano. De hecho, el incidente del falso saludo nazi está tomado del natural: a principios de este año, durante una discusión en una conferencia en línea el profesor de antropología Robert Schuyler imitó el saludo nazi para significar el nivel de intolerancia que, de acuerdo a su percepción, había alcanzado el debate en el que participaba. Casi de inmediato los cursos de Schuyler fueron cancelados y él mismo fue obligado a retirarse.
Todo esto es posible, tanto en Netflix como en la realidad, gracias a la combinación de la codicia corporativa que guía a las universidades contemporáneas, el paternalismo con que trata a sus estudiantes-clientes y el infantilismo con que se manejan los problemas de la sociedad actual en la academia. No es poca la distracción que todo lo anterior produce sobre la misión básica de la enseñanza universitaria: la adquisición de una perspectiva compleja, madura y profunda del mundo a través del aprendizaje y confrontación de ideas, del contacto e interacción con pares y del hábito del riesgo intelectual. Porque madurez intelectual significa, en primer lugar, la comprensión de que la existencia y dinámica del universo —empezando por las interacciones humanas— no responde a una lógica maniquea del Bien contra el Mal sino a un sistema de interacciones complejísimas que exige la mayor sutileza de nuestra parte. Un mundo donde la línea entre el mal y el bien suele ser borrosa y los malos, si es que existen en toda su pureza, por lo general no andan por la vida proclamando que lo son.
De todo lo anterior se deriva que la lógica que hoy impera en las universidades sea la más elemental que rige el intercambio comercial: el cliente siempre tiene la razón. Y una clientela que paga una millonada cada semestre se siente con todo el derecho del mundo a exigir lo que sea: desde la confirmación de sus preconcepciones sobre la realidad hasta certificados de bondad y compromiso social pasando por ocasionales cacerías de nazis de papier-mâché. Todo lo que sirva para confirmar el poder que le otorgan las decenas de miles de dólares al año que pagan por sus matrículas universitarias. Sobre esa extraña alianza del corporativismo universitario con su clientela callan tanto The Chair como los escalafones anuales conservando la ilusión de que el conocimiento que ofrece ese gran centro comercial que es la academia tiene algún peso en ese intercambio.
Publicado originalmente en Hispanic Outlook on Education Magazine
The Chair me pareció una muestra más de pretender ser algo contestatario pero sin mojarse mucho, sucumbiendo a la misma corrección política censora que nos trata de intimidar a la obediencia desde hace años.
ResponderEliminarHoy en día se percibe un escalofriante entrelazado de un alumnado rebosante de privilegios y un peligroso juego con preceptos de revolución cultural maoísta aupado este mejunje por una casta académica, docente y administrativa, que no quiere perder bajo ningún concepto los pingües beneficios del negocio de “la educación superior”.
Por supuesto, el alumnado que se hipoteca por la patente de corso que dará el “diploma de lo que sea”, exige, faltaría más, que “el cliente siempre tiene la razón”.