Cuando Fidel Castro pasó su luna de miel en Nueva York con su esposa Mirtha Díaz Balart en 1948 se compró, entre otras chucherías, un Lincoln Continental del año anterior. Con el carro recorrió en compañía su esposa, su cuñado Rafael Díaz Balart y la esposa de este, todo el país hasta Miami desde donde embarcó con su carro en un ferry hasta La Habana. Al llegar debía pagar $500 en derechos de aduana por el carro importado pero como no los tenía un amigo tuvo que pedir dinero prestado para que pudiera sacar el carro de la aduana. Al final, como era de esperar Fidel no devolvió el dinero y su amigo tuvo que vender un par de vacas para devolver el dinero prestado.
Una historia perfectamente irrelevante -excepto para los que luego le siguieron prestando dinero al futuro Comandante en Jefe- pero que en la Cuba actual parece cosa de ciencia ficción.
(La anécdota la leí en "Fidel Castro y el Gatillo Alegre: Sus Años Universitarios" de Enrique Ross pero ahora no acabo de encontrar la dichosa página)
Pagar? Devolver dinero prestado? Eso es cosa de gente menor, de gente petit bourgeois. Un Gran Hombre no se rebaja a tal bobería, pues sería admitir que no se lo merece todo, sin excepción. Además, prestarle (digo, regalarle) a tal personaje dinero, o lo que sea, es un honor para el que lo hace--como debe haber sido un gran honor para el ex-presidente Prío, ese penosísimo comemierda, darle al "insurgente" Fidel lo que era entonces una fortuna para financiar lo del Granma y su viajecito. Y todavía algunos, al ver que los descendientes del Bastardo Barbudo han salido la gentuzita que son, lo tratan como si fuera posible que salieran mejor.
ResponderEliminarPero claro, que el sujeto se inclinara por tal carro, por no hablar de su Mercedes-Benz o sus dos (y al mismo tiempo) relojes Rolex, no implica inconsistencia ni discrepancia alguna. O sea, no se trata de hipocresía ni nada por el estilo, sino de ironía, aunque no todos tengan la sutileza mental para comprenderlo. Es que los grandes hombres son seres muy especiales, y a veces es difícil y hasta imposible entenderlos—por eso puede ser necesario la mente de un Sartre para apreciar un Mao, o al menos ser debidamente intelectual para valorar un Marx.
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