A la penosa caterva de los habaneritos fanáticos al béisbol a finales de los setenta Pedro José Rodríguez nos inspiraba terror. De la terrorífica batería de los equipos de Las Villas nadie más generoso en infundirnos pánico que aquel taponcito de pelotero para quien desparecer la pelota al conjuro de su bate de aluminio y sus prodigiosas muñecas era un truco fácil, casi vulgar. El jonrón, la jugada que resume la magia del béisbol, no parecía tener para Cheíto ningún misterio. Frente a Las Villas, pensábamos los habaneritos supersticiosos, la única posibilidad de ganar que teníamos era que Cheíto, por generosidad o distracción, no decidiera arruinarte la noche.
Nos reconciliábamos con él en las competencias internacionales, cuando usaba la magia de sus muñecas en favor de tu equipo y en contra de los demás. Como una noche de octubre de 1979 durante la Copa Intercontinental que se jugaba en La Habana. Cuba perdía frente al Estados Unidos de los luego famosos Terry Francona y Joe Carter y Cheíto decidió cambiar el resultado del juego con dos soberbios jonrones. El segundo le provocó a mi padre un rarísimo rapto de entusiasmo beisbolero que nos hizo saltar juntos en el portal de casa celebrando una victoria que parecía imposible. A la semana siguiente estábamos juntos en el estadio Latinoamericano para ver cómo Cuba derrotaba por segunda vez a Estados Unidos y se coronaba campeona de aquella famosa Copa de la que hasta hacía poco no habíamos oído hablar.
En los años siguientes Cheíto siguió simultaneando sus funciones de terrorista doméstico y héroe internacional hasta el oscuro incidente que cortó su carrera. Digo “oscuro” porque la prensa nacional, en cuyas páginas deportivas Cheíto había reinado hasta entonces, no consideró airear las causas de su caída. En cambio el rumor que nos llegó a todos resultó ser milimétricamente exacto. Cheíto había sido expulsado para siempre del béisbol al serle encontrados menos de cien dólares. Se los había regalado un pelotero venezolano en medio de alguno de los topes que por aquella época se celebraron contra equipos profesionales, supongo que conmovido ante la inaudita indigencia monetaria de sus rivales.
La posesión de dólares estaba estrictamente penada por la ley y la Revolución no iba a perdonarle al más temible jonronero de su historia lo que no le perdonaba al último de sus súbditos. Así de justa era la Revolución. Supongo que los habaneritos tomamos la noticia con la astuta indiferencia con que aceptábamos los veredictos de la justicia revolucionaria: un problema menos de qué preocuparnos en los campeonatos nacionales y en los internacionales ya se le encontraría reemplazo. En efecto, de inmediato apareció en la tercera base por esa maravilla adolescente que era el “Niño” Linares para hacernos olvidar el ídolo anterior. Horrores peores se cometían en aquellos años pero pocos tan públicos, tan a la vista de todos. Así de vasta era nuestra entrenada cobardía.
El regreso discreto de Pedro José Rodríguez al béisbol años después fue el de un jugador roto que nunca logró reencontrarse consigo mismo. Apenas añadió a su carrera más de la tristeza que ya le había causado su expulsión inicial. Como para que nos convenciéramos de que la magia anterior había sido mero espejismo.
No se culpe a la Revolución de nada. Esa cosa monstruosa sin alma ni conciencia, que solo entiende de objetivos, conquistas, necesidades es inmune a la culpa. Con Cheíto la Revolución se limitó a hacer a la perfección lo que ha hecho imperfectamente con el resto del país: servirse de él mientras quiso y destruirlo cuando lo consideró innecesario. Es Cuba la que le debe a Cheíto el homenaje y el desagravio que no le dio en vida. Esa Cuba que lo admiró en sus mejores momentos y miró para otro lado cuando cayó fulminado por la impecable justicia revolucionaria: ese inmoral desvío de mirada que consigue el prodigio de hacer nuestra miseria colectiva todavía más profunda de lo que ya es.
La Revolución, ese cursi nombrete que se puso el castrismo, es lo qué es y hace lo que hace lo mismo que el escorpión del cuento con la desdichada rana. Por supuesto que no entiende de culpa ni le importa tenerla (a no ser que tuviera que pagar por ella, lo cual no viene al caso). Todo y todos son simplemente objetos al uso, fichas, instrumentos, medios para lograr lo que se quiere, y eso no tiene nada que ver con la moral ni la justicia ni la decencia, esas tonterías burguesas para comemierdas. La Revolución ha superado tales debilidades, y se jacta de ello más o menos descaradamente. Ahora, la Revolución no fue traída por marcianos ni impuesta y mantenida por ellos—y ahí reside la verdadera culpa y la verdadera tragedia.
ResponderEliminarGenial... Mejor no se puede decir...
ResponderEliminar