Como diría Raúl Ciro, fresco y sin cortar:
“El otro día hiciste un comentario sobre el viceministro-twitero y recordé una conversación que había tenido el día antes con mi hermana desde Cuba. Me contó algo que sospechaba y de lo que probablemente había leído pero creo que era primera vez que oía el testimonio por parte de alguien que lo estaba viviendo.
Mi hermana tiene
un teléfono celular otorgado por el trabajo. El trabajo le da el aparato como
tal y le paga la línea, que incluye transmisión de datos y conexión a internet.
Lógicamente el teléfono se entrega por cuestiones de trabajo. Mi hermana hace
una parte de su trabajo fuera de la oficina y, en estos momentos, cuando tratan
que la gente trabaje desde casa, le mandan archivos de trabajo por esa vía y
ella envía sus resultados también de esa forma. El problema son las condiciones
que le ponen para tener el teléfono. La primera es que hay sitios de internet
que están totalmente prohibidos de visitar. Esa condición era de esperarse y de
hecho existe en lugares fuera de Cuba, cuando se trata del teléfono del
trabajo.
Las otras
condiciones son más específicas de allá. Ella tiene que abrir cuentas en
distintos medios sociales (Facebook, Twitter y otros) y cada semana tiene una
cuota a cumplir de comentarios que tiene que publicar de propaganda política a
aquello. Y no solo es una cantidad específica. Cada semana recibe un correo con
las instrucciones de la semana: a qué campaña debe sumarse, qué tipo de
artículos debe repostear, dónde debe comentar y qué hashtags debe usar. En la
oficina existe una persona encargada de registrar cada semana el cumplimiento
de estas instrucciones y reportarlo más arriba. El no cumplimiento implica que
te quitan el teléfono.
Mi hermana le
dijo a la directora del lugar, desde el primer día, que ella no se iba a
prestar a eso; que si esa era la condición ella no cogía el teléfono. Pero la
directora, que no parece estar en nada, le dijo a la encargada de registrar el
cumplimiento que le inventara algo a mi hermana cada semana. Por desgracia esa
directora ha renunciado recientemente así que el teléfono de mi hermana peligra
cuando llegue un substituto. Mi hermana también me contó que la mayoría, aunque
no cree para nada en aquello, está dispuesta a pagar ese precio por tal de
tener acceso a un teléfono.
Por lo demás he
hablado bastante con mi hermana en estos días sobre las peripecias para comprar
comida. Me cuenta de las colas desde la madrugada para conseguir algo y de la
euforia que ha sentido al salir por el mediodía con un pote de yogurt, como si
se tratara de un tesoro.
Me contó, por
ejemplo, de los trabajos para comprar algo en las tiendas online. Ella es de
las privilegiadas que puede hacerlo y ha logrado comprar algún que otro paquete
pero no es tarea nada fácil. En primer lugar, las cosas se venden en paquetes
con varios productos. O sea, que te venden cosas convoyadas en el mejor estilo
de una columna de Zumbado. Si quieres comprar un paquetico de perros calientes
tienes también que coger tu frazada de piso, tu pomo de aceite y tus jabones,
aunque tengas un estante lleno de estos últimos. Lo otro es que las cosas se
acaban.
Lo más buscado es
el pollo. El mejor mercado, si mal no recuerdo, es el de 3ra y 70. Allí sacan
cada día 200 paquetes que tienen ración de pollo (junto a otro montón de cosas
convoyadas). La cosa es que el mercado tiene unos 18 000 clientes registrados
por lo que cada ración de pollo tiene unos 90 aspirantes a consumidores. La
gente, además, ha creado grupos de Whatsupp así que a cada rato el teléfono se
te llena de mensajes de “¡Sacaron tal cosa en tal lado!” La cosa es que cuando
sale algo es una salación lograr conectarse y terminar la transacción. A lo más
que mi hermana ha llegado con respecto al pollo es a tener el paquete en su
carrito de compras. Pero en uno de los pasos siguientes, probablemente en la
conexión al sistema de pago (que es otra jodedera), se le trabó la pita y
perdió el pedido que, como es lógico, no se pudo recuperar.
Y esa es la vida
cotidiana de los que pueden darse el “lujo” de comprar en esas tiendas. La
mayoría, ni eso. Y es un mundo tan ajeno al de uno, tan raro, tan absurdo; como
una película o serie de televisión distópica. Y al mismo tiempo te lo cuenta
alguien querido y cercano, con mezcla de agobio, resignación y burla.
Solamente sorprende que si alguien se niega a fungir de ciberclaria, aparte de perder el teléfono, no pierda el puesto y se quede sin trabajo. Sobra decir que todo encaja perfectamente en la profunda perversidad del castrismo, un cuento sumamente viejo, pero la vulgaridad, mezquindad e insondable miseria humana del sistema no dejan de ser notables. Santocielo, y pensar que se cambió la pujante y vibrante Cuba de los años 50, llena de vida, energía y promesa, por un pestilente estercolero sin futuro ni remedio.
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