En su cumpleaños 500 este fragmento de un libro que casi termino: Nuestra hambre en La Habana.
La Habana, vieja
Un día, rumbo al museo, sorprendí a la Habana Vieja por la espalda. La asalté por la Plaza de Armas, todavía húmeda de la madrugada, vacía, con el sol cerniéndose entre las hojas de los ficus de la plaza. Casi silente. Con esa belleza utópica de las escenografías de cine. Con el invencible esplendor de lo falso. “Parece una película”, me dije (con esa frivolidad y ligereza: me paso el tiempo diciéndome obviedades). Y todo porque esa mañana en lugar de tomar la ruta más breve (es un decir) y directa tomé una que daba un largo rodeo por la ciudad para desembocar en la Avenida del puerto, en el muelle de la lanchita de Casablanca.
Lo usual era bajarme en el Parque de la Fraternidad y atravesar el fantasma de lo que había sido la muralla que protegía la ciudad vieja por el lado de tierra. En ese caso recorría otra escenografía: no la de una elegante y modosa ciudad colonial sino un paisaje de postguerra. Una postguerra fresca, de la que apenas empezaba la gente a salir de las casas. Pero las huellas del conflicto estaban por todas partes: en las calles acribilladas de baches, en paredes rajadas, los balcones a punto de derrumbarse, en los montones de escombros acumulados en cualquier sitio, las espaldas desnudas de los niños. Pero la ilusión de la guerra se acababa en el fondo de baches rellenos por charcos de agua vieja y pestilente, en la apacible desesperación de la gente. Apacible solo en la superficie. En el fondo de los pasillos, de los solares densos y polvorientos todo era movimiento, contrabando, tráfico. Comida, bebida o materiales para reparar un cuarto o construir una balsa y huir de manera más definitiva que con el alcohol.
Todavía no había comenzado la arribazón del turismo en grande. Todavía el jineterismo -ese concepto vago que intentaba describir todo intercambio furtivo y vergonzante con los extranjeros empezando con el más desnudo de todos, el del sexo- era cosa de especialistas, no del país entero. Todavía se lo veía con esa altivez rencorosa con que se observa lo inalcanzable. Todavía el historiador de la ciudad no había alcanzado a restaurar más que un puñado de palacetes de la ciudad vieja que se erguían con su amarillo estentóreo en medio de la grisura ambiente. Todavía aseguraba que la ciudad de sus sueños no sería como otras. No se expulsaría a sus habitantes originales para instalar boutiques como se hacía en el capitalismo. Quería una ciudad vieja pero no momificada. Una ciudad viva y habitada, no una ciudad museo. Al menos era lo que decía en público donde quiera que lo oyeran. En la televisión o en cualquier esquina de la ciudad vieja donde instalara un micrófono para hacerse escuchar. (Y lo hacía: alguna vez pude verlo con su safari gris maoísta hablándole a la nada, como si hubiera hecho una apuesta consigo mismo de que su verba bastaba para atrapar transeúntes y hacerle escuchar su versión de ese trozo de ciudad. Y ganaba. No eran muchos los lugareños paralizados por su labia pero sí los suficientes como para ayudarlo a investirse en el papel de mesías de la restauración del barrio.
De momento, aparte del puñado de palacetes restaurados y su densa nube retórica, poco podía ofrecer el historiador de la ciudad. Raro era el aguacero potente que no se llevara consigo alguna de las tantas casonas a las que no había alcanzado su afán reconstructor para convertirlo: se convertía primero en una mole de ladrillos podridos y hierros oxidadas y de inmediato en un basurero donde todos los habitantes arrojaban sus desechos, los desechos malolientes del que no tiene nada más que perder. Y Obispo, la principal calle comercial de la ciudad vieja iba perdiendo una a una sus vidrieras que, obedeciendo a una ya venerable tradición post 1959, eran sustituidos por amplios tablones de madera contrachapada. Poco a poco la vieja Calle del Obispo se iba transformando en la Calle Plywood.
Faltaba todavía un poco para que al historiador le permitieran convertirse en empresario y contar con su propio presupuesto con el que llevar adelante sus planes de expansión, planes en el que los vecinos de la ciudadela empezarían a sobrarle. Y para que su hijo abriera una tienda de antigüedades en Barcelona. Y faltaría muchísimo más tiempo, para que los militares, celosos de su éxito le arrebataran el trozo de ciudad que había conquistado con tanto esfuerzo.
Entre las muchas diferencias que había entre el historiador de la Ciudad y yo estaban los viajes. Él seguramente había visto otros cascos antiguos, seguramente mejor conservados que el habanero, pero que carecían de su amplitud y calidad constructiva. Él veía una ciudad en potencia donde el resto solo podíamos ver despojos. Él podía permitirse el lujo de soñarla donde el resto la sufríamos y, si nos acompañaba la suerte, alcanzar a sorprender breves trallazos de belleza como el de aquella mañana en que asalté la ciudad por la espalda.
[…]
El sentido de comunidad y la belleza carcomida de la Habana Vieja alcancé a apreciarlos en aquellos días, aunque no tanto como me habría gustado de haber tenido más distancia para contemplarlos. Y más tiempo. Porque lo cambia todo es el tiempo.
Y no ha habido tiempo peor en la Habana Vieja que el Período Especial a la hora de almuerzo.
Era eso. Una hora del día. Una costumbre. Y una oportunidad para reforzarte el hambre que ya traías desde que te levantaste.
El almuerzo no aparecía por ninguna parte.
La Habana Vieja con su casco histórico, sus plazas, sus fortalezas, su catedral debía ser el principal centro de atracción turística de la ciudad pero todavía era el destino de unos cuantos audaces. En cuanto a gastronomía su condición era tan desértica como el resto del país. Apenas unos pocos restaurantes en dólares en donde no podríamos entrar aunque poseyéramos moneda dura porque su mera posesión era ilegal y punible. Y aunque no lo fuese: de conseguir algún dólar en esos días no cometerías la extravagancia de entrar en un restaurante. Con lo que costaba un café en uno de aquellos sitios para turistas en el mercado negro podías comprar una semana de comida.
Aquí debo hacer un aparte importante para los neófitos. Porque hay que advertirles que en una economía perfectamente socializada el Estado corre a cargo con el control y la venta de los alimentos. Y en las épocas de bonanza el Estado te vende la comida a precios proporcionales al salario promedio. Y las cuotas están diseñadas para lo que en el argot marxista se conoce como reposición de la fuerza de trabajo. Ni un gramo más. Pero eso era, como decía, en épocas de bonanza. En tiempos de crisis, cuando el Estado no tiene nada que venderte, asume que si comes es porque le estás robando. Y tiene razón, por supuesto. Pero el Estado es generoso y no te va a perseguir porque comas. Ah, pero si te ve vendiendo comida te perseguirá como en otros sitios se persigue el narcotráfico. Una cosa es ser generoso pero otra muy distinta es permitir que otros se enriquezcan con lo que roban. Porque la principal razón de ser de un Estado, sea socialista o no, no es alimentar a nadie sino hacerse respetar. Y nadie se hace respetar dejando que lo ridiculicen infinitamente.
No queda otro remedio que dejar pasar la hora del almuerzo como si fuera cualquier otra. O salir a dar vueltas con la esperanza de que de que alguna cafetería de las que lleva meses sin vender nada en un rapto de autonomía del administrador decida vender algo. Es cuando te enteras de que hay una cafetería que en los almuerzos vende sopa de gallo. Su buena cola tiene, por supuesto. Y cuando te sientas descubres que sopa de gallo no es más que el nombre elegante del agua con azúcar. Y que la gente no hace cola por el plato fuerte sino por el postre que es dulce de cáscara de toronja ante cuya mera mención ahora haces una mueca de disgusto pero que en aquellos días te desvivías por probar.
O en otro bar un día venden plátano verde hervido y pides todo el que te pueden vender que es bastante menos que el que te puedes comer y hasta bendices tu suerte que no es más que eso. Suerte. Algo que ocurre si acaso una vez para no volverse a repetir.
Pero mi verdadera suerte en lo que respecta al vital asunto de la hora del almuerzo fue descubrir que en la calle Belén, a unas diez cuadras de donde trabajaba, había un comedor para los trabajadores de varias instituciones de los alrededores. Una de ellas era el Museo de Historia de la Ciencia al que había ido a parar casi toda la graduación de historiadores que siguió a la mía, varios de ellos amigos míos. La solución fue sencilla: los primeros días ellos me pasaron como parte del grupo para que los custodios del lugar se familiarizaran con mi rostro. Al rato ya yo era como de la casa y podía ir sin mis amigos a comer los frijoles colorados aguados y el poco arroz que daban allí que, gracias a que no había viajado lo que el historiador de la ciudad pero sí conocía lo difícil que era almorzar en La Habana Vieja, me sabían a gloria.
Viajar, ese es el problema. Nada más que pones un pie en el mundo exterior y la gran preocupación en lo que a la comida respecta consiste en contenerte. Pero con la experiencia acumulada se te hace insoportable la mera idea de dejar comida en el plato. Ya no comes para saciarte sino para evitar el mínimo desperdicio. En Cuba pesaba treinta o cuarenta libras menos de mi peso ideal mientras que afuera he llegado a pesar hasta ochenta libras por encima de este. Y buena parte de esos kilos los obtuve gracias a la comida que no me atrevía tirar luego de haberme saciado.
Lo dicho: mi actual obesidad está compuesta a partes iguales de mala conciencia y buena memoria.
tu eres el mejor
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