Aparecerme en el
aeropuerto de Montreal por segunda tarde consecutiva luego de la cancelación
del vuelo el día anterior. Pasar por las rutinas del control de seguridad, ya sin
los artículos inadmisibles que me confiscaron ayer. Cambia el rostro del agente
de aduana pero las preguntas son las mismas. Que si llevaba semillas, productos
del agro, todo eso que habrá que negar tres veces si es necesario. Que cuántos
días estuve. A qué vine.
-A visitar amigos. -miento
vagamente. El tipo de respuesta que, lo sé por experiencia, no es seguida por
nuevas preguntas.
Me equivoco.
-La Habana. Cubano.
¿Hace cuánto tiempo vives en Estados Unidos? -me pregunta en español, para mi
sorpresa.
-Veintidós años. -respondo
en inglés. No porque me hable en español voy a abandonar la etiqueta que rige
las relaciones agente- pasajero.
-¿Cuándo saliste de
Cuba? -su español tiene acento gringo pero sin exagerar. Pronuncia las vocales castellanas
con bastante pulcritud.
-En el 95. -persisto
en el inglés. -Pedí asilo en España. Luego fui a Estados Unidos por un programa
de refugiados de ustedes.
-Hace años estuve
trabajando en la Florida.
Ya eso no tiene nada
que ver con el interrogatorio aduanero, pienso. Como si insistiera en
humanizarse tras el uniforme. Un señor en sus sesentas. Coloradote, irlandés,
de bigote y pelo canoso. “McMahon” -o algo parecido- dice la placa que lleva
sobre el bolsillo izquierdo de la camisa.
-¿Dónde aprendió
español? ¿En Miami? -pregunto al fin en español, en son de paz.
-Trabajé en el
servicio guardacostas en los noventa. Estaba allí cuando muchos cubanos
salieron.
-Sí. En el 94. Debió ser
terrible. -me digo, le digo.
-Sí, mucha gente
murió. -comenta y el rostro le retrocede al tiempo en que vio aquello con sus
propios ojos.
-Muchas gracias -le
digo y le extiendo la mano. Alarga la suya, cuadrada, áspera, recia.
El apretón es fuerte.
Como si acabáramos de sellar un pacto.
Muy conmovedora historia. Funciona como un relato.
ResponderEliminarUn abrazote, Yoyi