Alejandra:
Ya antes de llegar a Cuba intenté imaginar cómo sería vivir en «el primer territorio libre de América». Me veía como una Alicia morocha desembarcando en el país de las maravillas, pero sin reina que me quisiera cortar la cabeza. Como cualquier niño, en aquellos días yo era muy literal. «Es un pueblo invencible, un pueblo de gigantes», decían en los panfletos políticos que trasegaban mis padres, y yo me imaginaba a gente inmensa que podía volar y detener las balas con la mano. Así que las primeras decepciones que sufrí fueron de mi entera responsabilidad. Mi llegada a La Habana, más que inmersión en el pueblo más libre del continente, fue un salto al vacío, porque del aeropuerto nos llevaron al hotel Presidente, y allí los únicos cubanos que se veían eran los empleados del hotel. Ya tendría tiempo para enterarme de que en ese hotel el salto al vacío era algo más que una expresión retórica.
«¡Viven en un hotel!», exclamaban los cubanos con los que por fin nos encontramos, con una envidia que se les chorreaba en suspiros. Y suspiraban porque ellos no sabían (creía yo) de cucarachas como nunca había visto en mi vida: criaturas enormes que paseaban tambaleándose bajo sus alas de bordes de miel convencidas —como buenas cucarachas revolucionarias— de que poco importa la muerte —a zapatazos— si de inmediato alguien va a ocupar tu lugar en el frente de lucha. Aunque eran tantas como para preguntarse si valía la pena matarlas. Años más tarde, cuando en las clases de matemáticas me hablaban de los números infinitos, los imaginaba en forma de las cucarachas enormes y parsimoniosas del hotel Presidente.
Pero éstas no eran el peor problema del hotel. Lo peor eran los huéspedes, todos exiliados de algún país sudamericano, sobre todo de Chile, aunque también había uruguayos, algunos bolivianos, colombianos y, por supuesto, argentinos. Daba lo mismo de dónde fueran: casi todas las semanas uno que otro se lanzaba desde las ventanas más altas hasta espachurrarse contra las losas del portal que rodeaba al hotel. Gente con historias terribles que no encontraba otra manera de zafarse de ellas que saltando por la ventana. Años más tarde descubrí que mi madre se había puesto de acuerdo con los que trabajaban en el recibidor para que le avisaran si alguien se acababa de suicidar y así evitar que yo viese el reguero de sangre y sesos por el piso. La llamaban y decían: «Compañera, no baje ahora que estamos limpiando». (Dicen que se trató de resolver el problema poniéndoles rejas a las ventanas del hotel, pero al final decidieron que era mucho más sencillo limpiar las baldosas del portal con agua a presión que enrejar las ventanas de ciento cincuenta habitaciones. Y lo cierto es que los compañeros se la pasaban todo el tiempo limpiando los bajos del hotel).
Compañera. Compañero. Palabras que todos los cubanos de por aquí evitan, porque les recuerda el tono de intimidación, de chantaje colectivo, con que eran pronunciadas en la isla. Aunque era preferible que te llamaran «compañero» que «señor» o «ciudadano». O peor, «sujeto», que es como los policías se refieren a quienes llevan detenidos a la comisaría. Confieso que al llegar a Cuba no encontraba palabra más dulce que compañero. Mientras en Argentina estaba impregnada de un aura de riesgo y de complicidad, en Cuba todos se llamaban así en público, como si fueran compañeros de lucha o de cama, aunque no se conocieran. Me gustaba. Era el conjuro con que una niña acompañada sólo de su madre y su abuela conseguía que todos los cubanos fueran parte de la gran familia que la estaba acogiendo. Aunque el «compañera» a veces sonara a regaño, a manera insidiosa y recíproca de humillación, a desfachatez de agua sucia que se tira a la calle sin mirar quién pasa, yo insistía en sentirla como una caricia, una mano amiga en el hombro. Algo así como «No te preocupes que no estás sola». O: «Acompáñame a resolver algo juntos». Evitaba que me sonara a «Lo siento mucho, pero si vas a vivir aquí te tienes que acostumbrar». No fue hasta después, luego incluso de cambiar el acento, que empezó a molestarme que me llamaran «compañerita», porque, excepto si se trataba de una madre hablando de las condiscípulas de su hija, no había manera de que esa palabra —compañerita— se pronunciara sin una dosis intolerable de desprecio. «¿Está segura, compañerita, de que eso fue lo que me pidió?».
Del hotel Presidente nos mudamos al apartamento de Altahabana. Era en la planta baja. Al llegar me llamaron la atención los canteros llenos de yerba y sin más flores que un marpacífico que crecía aturdido: por qué justo a él le había caído la responsabilidad de que aquello pareciera un jardín. Las paredes exteriores estaban manchadas de tierra, más o menos a la altura de la rodilla, como si a cada rato se levantara una marea de fango colorado que al retirarse dejara su marca. Pero lo que más me impresionó —me sobrecogió, podría decir— fue el tamaño del apartamento. Daba la impresión de que cabía dentro de nuestra habitación del hotel Presidente y sobraba espacio. Miré a mi madre de frente y le dije: «Compañerita, ¿así que éste es el apartamentito que le han dado?», y con una crayola me puse a pintar una casita en la pared. Una casita con chimenea, un caminito hasta ella y flores alrededor: una manera de decirle que después de todos esos meses en el hotel Presidente mi idea de casita seguía siendo la misma de siempre, aunque nunca hubiera vivido en una casa con chimenea.
Años más tarde le contaba la historia de mi llegada al apartamento de Altahabana a una amiga cubana y el padre, un ingeniero de barba y arrugas talladas en la frente, levantó la vista de un atlas y me dijo: «Pues por un apartamentito de ésos yo estuve trabajando en la construcción durante tres años para que al final nos dijeran que tendríamos que trabajar tres años más porque los que construimos había que dárselos a unos compañeros latinoamericanos». Nunca la palabra compañeros me supo tan amarga.
De los meses tenebrosos en el hotel Presidente recuerdo en especial a Carlos el Polaco, compañero de mi padre —y aquí compañero debe oler a clandestinaje, a reuniones susurrantes, a llamadas en clave—. Carlos había podido escapar por puro milagro de Argentina y, por lo inverosímil de su huida, sobre él recaía la sospecha de ser un infiltrado de la dictadura. Vivía justo encima de nosotros y tenía la costumbre, al llegar de la calle, de dar un par de taconazos en el piso, como para invitarnos a hacerle la visita. Si mi madre prefería que fuese él quien nos visitara, daba a su vez unos golpes en el techo. Pero mi madre prefería dosificar nuestros encuentros con Carlos, porque —según me contó más tarde— ya le había declarado su amor por ella. Entre eso y haber sido oficialmente reconocida como viuda de la Revolución Latinoamericana, hacía que Carlos se sintiera obligado a acosarla cada vez que la viera.
No siempre daba éste taconazos de aviso al llegar. En ocasiones se desplazaba por su habitación con todo el cuidado que podía —que no era mucho, porque Carlos se movía con la delicadeza de un elefante miope— y al rato su cama empezaba a tambalearse y a rechinar. Era lo que el propio Carlos llamaba su «servicio social». Tal servicio consistía en consolar a las exiliadas que habían perdido a sus maridos en algún recodo de la Revolución Latinoamericana, y evitar así que se lanzaran por las transitadas ventanas del hotel Presidente. No serían pocas las vidas que Carlos salvó.
*Fragmento de la novela Turcos en la niebla publicado en La libélula vaga.
Ya antes de llegar a Cuba intenté imaginar cómo sería vivir en «el primer territorio libre de América». Me veía como una Alicia morocha desembarcando en el país de las maravillas, pero sin reina que me quisiera cortar la cabeza. Como cualquier niño, en aquellos días yo era muy literal. «Es un pueblo invencible, un pueblo de gigantes», decían en los panfletos políticos que trasegaban mis padres, y yo me imaginaba a gente inmensa que podía volar y detener las balas con la mano. Así que las primeras decepciones que sufrí fueron de mi entera responsabilidad. Mi llegada a La Habana, más que inmersión en el pueblo más libre del continente, fue un salto al vacío, porque del aeropuerto nos llevaron al hotel Presidente, y allí los únicos cubanos que se veían eran los empleados del hotel. Ya tendría tiempo para enterarme de que en ese hotel el salto al vacío era algo más que una expresión retórica.
«¡Viven en un hotel!», exclamaban los cubanos con los que por fin nos encontramos, con una envidia que se les chorreaba en suspiros. Y suspiraban porque ellos no sabían (creía yo) de cucarachas como nunca había visto en mi vida: criaturas enormes que paseaban tambaleándose bajo sus alas de bordes de miel convencidas —como buenas cucarachas revolucionarias— de que poco importa la muerte —a zapatazos— si de inmediato alguien va a ocupar tu lugar en el frente de lucha. Aunque eran tantas como para preguntarse si valía la pena matarlas. Años más tarde, cuando en las clases de matemáticas me hablaban de los números infinitos, los imaginaba en forma de las cucarachas enormes y parsimoniosas del hotel Presidente.
Pero éstas no eran el peor problema del hotel. Lo peor eran los huéspedes, todos exiliados de algún país sudamericano, sobre todo de Chile, aunque también había uruguayos, algunos bolivianos, colombianos y, por supuesto, argentinos. Daba lo mismo de dónde fueran: casi todas las semanas uno que otro se lanzaba desde las ventanas más altas hasta espachurrarse contra las losas del portal que rodeaba al hotel. Gente con historias terribles que no encontraba otra manera de zafarse de ellas que saltando por la ventana. Años más tarde descubrí que mi madre se había puesto de acuerdo con los que trabajaban en el recibidor para que le avisaran si alguien se acababa de suicidar y así evitar que yo viese el reguero de sangre y sesos por el piso. La llamaban y decían: «Compañera, no baje ahora que estamos limpiando». (Dicen que se trató de resolver el problema poniéndoles rejas a las ventanas del hotel, pero al final decidieron que era mucho más sencillo limpiar las baldosas del portal con agua a presión que enrejar las ventanas de ciento cincuenta habitaciones. Y lo cierto es que los compañeros se la pasaban todo el tiempo limpiando los bajos del hotel).
Compañera. Compañero. Palabras que todos los cubanos de por aquí evitan, porque les recuerda el tono de intimidación, de chantaje colectivo, con que eran pronunciadas en la isla. Aunque era preferible que te llamaran «compañero» que «señor» o «ciudadano». O peor, «sujeto», que es como los policías se refieren a quienes llevan detenidos a la comisaría. Confieso que al llegar a Cuba no encontraba palabra más dulce que compañero. Mientras en Argentina estaba impregnada de un aura de riesgo y de complicidad, en Cuba todos se llamaban así en público, como si fueran compañeros de lucha o de cama, aunque no se conocieran. Me gustaba. Era el conjuro con que una niña acompañada sólo de su madre y su abuela conseguía que todos los cubanos fueran parte de la gran familia que la estaba acogiendo. Aunque el «compañera» a veces sonara a regaño, a manera insidiosa y recíproca de humillación, a desfachatez de agua sucia que se tira a la calle sin mirar quién pasa, yo insistía en sentirla como una caricia, una mano amiga en el hombro. Algo así como «No te preocupes que no estás sola». O: «Acompáñame a resolver algo juntos». Evitaba que me sonara a «Lo siento mucho, pero si vas a vivir aquí te tienes que acostumbrar». No fue hasta después, luego incluso de cambiar el acento, que empezó a molestarme que me llamaran «compañerita», porque, excepto si se trataba de una madre hablando de las condiscípulas de su hija, no había manera de que esa palabra —compañerita— se pronunciara sin una dosis intolerable de desprecio. «¿Está segura, compañerita, de que eso fue lo que me pidió?».
Del hotel Presidente nos mudamos al apartamento de Altahabana. Era en la planta baja. Al llegar me llamaron la atención los canteros llenos de yerba y sin más flores que un marpacífico que crecía aturdido: por qué justo a él le había caído la responsabilidad de que aquello pareciera un jardín. Las paredes exteriores estaban manchadas de tierra, más o menos a la altura de la rodilla, como si a cada rato se levantara una marea de fango colorado que al retirarse dejara su marca. Pero lo que más me impresionó —me sobrecogió, podría decir— fue el tamaño del apartamento. Daba la impresión de que cabía dentro de nuestra habitación del hotel Presidente y sobraba espacio. Miré a mi madre de frente y le dije: «Compañerita, ¿así que éste es el apartamentito que le han dado?», y con una crayola me puse a pintar una casita en la pared. Una casita con chimenea, un caminito hasta ella y flores alrededor: una manera de decirle que después de todos esos meses en el hotel Presidente mi idea de casita seguía siendo la misma de siempre, aunque nunca hubiera vivido en una casa con chimenea.
Años más tarde le contaba la historia de mi llegada al apartamento de Altahabana a una amiga cubana y el padre, un ingeniero de barba y arrugas talladas en la frente, levantó la vista de un atlas y me dijo: «Pues por un apartamentito de ésos yo estuve trabajando en la construcción durante tres años para que al final nos dijeran que tendríamos que trabajar tres años más porque los que construimos había que dárselos a unos compañeros latinoamericanos». Nunca la palabra compañeros me supo tan amarga.
De los meses tenebrosos en el hotel Presidente recuerdo en especial a Carlos el Polaco, compañero de mi padre —y aquí compañero debe oler a clandestinaje, a reuniones susurrantes, a llamadas en clave—. Carlos había podido escapar por puro milagro de Argentina y, por lo inverosímil de su huida, sobre él recaía la sospecha de ser un infiltrado de la dictadura. Vivía justo encima de nosotros y tenía la costumbre, al llegar de la calle, de dar un par de taconazos en el piso, como para invitarnos a hacerle la visita. Si mi madre prefería que fuese él quien nos visitara, daba a su vez unos golpes en el techo. Pero mi madre prefería dosificar nuestros encuentros con Carlos, porque —según me contó más tarde— ya le había declarado su amor por ella. Entre eso y haber sido oficialmente reconocida como viuda de la Revolución Latinoamericana, hacía que Carlos se sintiera obligado a acosarla cada vez que la viera.
No siempre daba éste taconazos de aviso al llegar. En ocasiones se desplazaba por su habitación con todo el cuidado que podía —que no era mucho, porque Carlos se movía con la delicadeza de un elefante miope— y al rato su cama empezaba a tambalearse y a rechinar. Era lo que el propio Carlos llamaba su «servicio social». Tal servicio consistía en consolar a las exiliadas que habían perdido a sus maridos en algún recodo de la Revolución Latinoamericana, y evitar así que se lanzaran por las transitadas ventanas del hotel Presidente. No serían pocas las vidas que Carlos salvó.
*Fragmento de la novela Turcos en la niebla publicado en La libélula vaga.
Esta Alejandra habla/escribe casi como Enrisco. Los mismos giros.
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