¿Celebraciones
para qué?
“¿Por qué celebrar la muerte de una persona?” se
preguntan los que insisten en considerar a Fidel Castro como un ser humano, con
sus defectos y virtudes. Y en algo llevarán razón: nunca debería ser más firme
nuestra idea de humanidad que frente a ese enemigo común que es la muerte. Pero,
¿qué hacemos con los monstruos que continua y sistemáticamente hicieron todo lo
posible por distanciarse de nuestra común idea de humanidad, por destruirla?
¿Qué hacer con los que son negación de todo lo bueno que nos une? ¿Con los más
cumplidores representantes de la muerte? Esos que con tal de salirse con la
suya no se detienen ante ciertas convenciones mínimas que nos impiden asesinar
fría y conscientemente a un amigo, a alguien a quien le debemos la vida o a una
decena de niños. En ese sentido, el recién finado Fidel Castro merece integrar
con pleno derecho la galería de monstruos que encabezan Hitler, Stalin y Mao aunque
sea en el estante menos prominente de los Kim Il Sung, Mussolini, Francisco
Franco, Polt Pot, Saddam Hussein o Gaddafi. De otro modo ¿Cómo quedaría nuestra
idea de humanidad y de justicia si observamos la misma reacción taciturna a la
muerte de un genocida que ante la de un oscuro maestro de escuela?
No puedo hablar por todos pero sospecho nos
aferramos a ese festejo rabioso, a esa tan necesaria catarsis a sabiendas que
es todo lo que podremos celebrar como cubanos en mucho tiempo. Reconocemos que no
es una ocasión especialmente festiva que el causante directo o indirecto de
miles de muertes en todo el mundo, de la destrucción de un par de países y
millones de familias haya muerto tranquilamente en su cama, sin ser enjuiciado
ni pasar más sobresaltos que los que le reservó su marchito cuerpo. Tampoco que
falleciera después de que el régimen que engendrara ajustara los detalles que
permitirán su supervivencia por unos cuantos años. Porque por mucho que se
hable del inicio de una nueva era poco puede preverse más allá que el traspaso
del poder dentro de la misma familia que ha controlado el país por casi seis
décadas. Los tan comentados cambios seguirán pues al paso milimétrico y
receloso que han tenido hasta ahora en un país cuyo funcionamiento está hecho a
la medida ruin de un gobierno empeñado en controlarlo todo.
Pero aun así queda algo que celebrar. Sobre todo si
se piensa que son pocos los cubanos que recuerden un solo día en que la
existencia del finado no inundara cada resquicio de sus vidas, cada instante.
Dedicado como estuvo a acumular y conservar más poder que ningún otro ser a este
lado del meridiano de Greenwich sus potestades siempre tuvieron un peso abrumador
y brutal tanto para los que le oponían cualquier resistencia como para los que
lo endiosaban. Por convicción, interés o miedo los maestros, la televisión, la
radio, la prensa, la familia, los músicos, los escritores, los artistas
insistían en que la Revolución de la que fue alma y guía máximo era lo mejor
que le había pasado a aquella tierra. Todo se lo debíamos a él, desde los
conocimientos hasta la salud, desde los alimentos hasta las medallas olímpicas.
(Nadie intentó decirnos que aquello que el gobierno distribuía parcamente entre
nosotros salía del bolsillo de nuestros padres). Su extensa sobrevida tras su
recaída física en el 2006 trajo, junto con el grotesco espectáculo de su
decrepitud, la sospecha de que nunca moriría. O que su muerte demoraría lo
suficiente como para que al producirse no nos importara. Pasaron diez años en
los que siguió muriendo gente buena mientras aquel ser de maldad indescriptible
se aferraba a la vida como antes se había aferrado al poder. Ha muerto cuando
poco o nada incide en los destinos reales del país o en los planes de sucesión familiar
y sin embargo su desaparición física no deja de tener un profundo significado
simbólico y psicológico. El ente sobrehumano que hizo construir a su imagen y
semejanza ha sufrido el tropiezo irrevocable de no ser, además de omnipotente,
eterno. De no pasar la prueba máxima de toda pretensión inhumana. (Eso me hace
recordar la última escena de “Moloch” la película de Alexander Sokurov en la
que Hitler le anuncia a su amante que se dispone a una nueva conquista, la de
la muerte. Eva Braun, sin embargo, no se deja impresionar y le responde risueña:
“Adi, cómo puedes decir eso? La muerte es la muerte. Nadie puede conquistarla”).
De manera que más que festejar la muerte del tirano
de lo que se trata es de la celebración –aliviada- de nuestra propia
sobrevivencia. Nuestro modo de comprobar a qué sabe la vida sin aquel que la
contaminaba aunque fuera sólo con su aliento. Pero no la celebramos solos. Lo
hacemos en nombre de los que no alcanzaron a llegar a ese momento y de los que
pensaron que no llegarían y sin embargo lo han conseguido. O de los que en la
isla, por precaución o por miedo puro, no se atreven a hacerlo. O incluso de
los que en estos días se sienten genuinamente acongojados porque nunca han
podido imaginarse la vida más allá de los límites mezquinos que les impusieron
al nacer, como mismo muchos esclavos se estremecían de tristeza ante la muerte
del amo. Los que que hoy mismo les prohiben el alcohol, la música y los "buenos días". Visto así no es poco lo que hay que celebrar en nuestra condición de
cimarrones sobrevivientes. Ser cimarrones no nos hace buenos pero nos ha hecho
libres y parte de nuestra libertad reside en escoger de qué alegrarnos. Sin
miedo. Y de paso cumplir con el deber mínimo de recordarle a la humanidad
cuánto dolor causó ese que muchos celebran como héroe.
Lo que debería preguntarse el resto de la humanidad no
es por qué los exiliados cubanos celebramos la muerte de Fidel Castro sino por
qué ella misma no se apresuró a condenar a quien le negaba sistemáticamente a
sus compatriotas su libertad, su condición de humanos.
Preguntarse por qué aún hoy sigue sin condenarlo.
Yo personalmente me había hecho el propósito de no alegrarme por la muerte del redictador y máximo culpable, sin embargo en determinado momento sentí un alivio semejante al que se siente cuando de momento se deja de padecer un dolor físico y
ResponderEliminarme di cuenta del dolor encapsulado por el tiempo que llevamos millones por lo que vimos sufrir a padres, al amigo, a nostros mismos, por la miseria que nos provocó a todos por por la destrucción de la familia, por condenar a un país a emigrar por su obseción y megalomanía... por eso, quienes celebraron y exteriorizaron sus sentimientos están en la misma que los que sentimos ese alivio reparador.
Exacto! Yo no "celebro" la muerte como tal, si acaso hubiera preferido que teminara como Caucescu. Pero celebro por los que no pudieron verlo, por mi madre que no le dio tiempo de ver ese final, a pesar de ser mucho mas joven que ese monstruo. Por los que se ahogaron en el estrecho de la Florida, y sobre todo por los cubanos de Cuba que quieren celebrar pero no pueden, por todos ellos, el exilio "celebra"
ResponderEliminarPues yo si lo celebré y tal como dice Enrisco, celebré mi supervivencia, que se lo lleve la deidad que decida (ahora estarán en un pleno celestial viendo quien se encarga de tan pesada tarea) y lo ponga en una islita, tambien celestial, solito con sus discursos, que deberá leérselos el mismo frente a un espejo hasta el fin de la eternidad. Yo por mi parte voy cumpliendo la promesa que me hizo hacerle un tío mío, muy cubano, conocedor de los entresijos de la "revolution", no morirme antes de los hijos de putas, ya van algunos.
ResponderEliminarDe cierta manera, todo lo que se diga sobra. A estas alturas, el que no ve las cosas como son es porque no quiere, no le conviene o no puede, y si no puede es un anormal. Aunque siempre vale proclamar la verdad, se cansa uno de ser la proverbial vox clamantis in deserto, sabiendo perfectamente que el principal problema no es la ignorancia ni la confusión sino la indiferencia, la hipocresía y la hijeputez. Eso es lo que hay y lo que siempre hubo desde el principio del desastre.
ResponderEliminarSe ha criticado bastante el ditirambo al difunto de Justin Trudeau, que por supuesto lo merece, pero he acabado por alegrarme que se le fuera tanto la mano. El chiquillo es un comemierda equivocado que da franca pena, o sea, no se puede tomar en serio, pero ha dicho lo mismo que muchos otros de mayor peso—lo que pasa es que fue más abierto y habló más claro, y la claridad viene bien y hasta se agradece. Miren lo que dijo Obama, un refrito insulso y cobarde de "la historia me absolverá," que me ofendió mucho más que las sandeces infantiles del Justin.
Repito, en resumen de cuentas, no hay nada que decir que ya todo el mundo (o casi todo) no sepa, aunque lo ignore, lo niegue o se haga el sueco.
El consuelo que me queda...
ResponderEliminar-Tan preocupado siempre por la imagen de invencibilidad, se vio en el espejo convertido en un anciano enclenque y repulsivo, y sabe Dios las dolencias físicas...
-Hablando de Dios, no le perdonó que le pusiera y quitara gente del camino, como cuando le puso a Gorbachov y después le quito a Hugo Chávez.
-Vio por casi ocho años a Barack Obama en la casa blanca, ganando la aprobación de su propio pueblo y del mundo entero, incluidos la mayoría de los cubanos.
-No vivió para disfrutar mucho del triunfo de Donald Trump. Seguro se sintió desconsolado, "ay, si esto se me hubiera dado a mi...!!!"
-Otras muchas cosas que estoy segura de que tiene que haber y que espero lo hayan mortificado bastante.