De izquierda a derecha Elisa Tótaro (Venezuela), Rayma Suprani (Venezuela), Enrisco (Cuba), Bonil (Ecuador), Feggo (México) y Juan Andrés Ravell (Venezuela). |
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párrafos del discurso que di el sábado en la conferencia "Bitter Laughter: political satire in Latin America":
"Debe recordarse a Borges, quien tantas veces se equivocó en política (y tantas veces acertó) cuando dijo que “las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor”. Y el primer deber del artista satírico, agregaría yo. Aquellos eran otros tiempos, claro. Ahora se comprende que no siempre hay que apelar a la violencia para arribar al poder o mantenerse en él. No hay por qué exterminar pueblos enteros si se pueden masacrar sus neuronas. Las técnicas de control social han cambiado aunque la idiotez sea la misma. En cualquier caso el deber de la sátira seguirá siendo el de combatir esas tristes monotonías que nos exigen que abdiquemos nuestras obligaciones como seres pensantes. Esas monotonías que se empeñan en derrocar para siempre el sentido común para que aceptemos que dos más dos es igual a cinco. O que la redención eterna se alcanza con la llegada de determinado político al poder. Antes hablaba de la simple y ardua tarea de la sátira política de denunciar la desnudez del poder. Pero incluso esa, por decisiva que parezca no es la única ni la más importante. Más importante aún es defendernos de la estupidez y del sin sentido que inevitablemente generan las pasiones políticas. Y más ahora cuando comprobamos que ningún rincón de este universo –no importa cuán civilizado y democrático se pretenda- puede sentirse a salvo del imperio de la idiotez. De nada vale que ataquemos lo que nos parece injusto y ridículo sin al mismo tiempo defender y conservar al menos común de los sentidos, ese que nos permite comprobar a cada rato quiénes somos en realidad y quiénes debemos intentar ser. Ese sentido común que nos hace entendernos por encima de nuestras inevitables diferencias. Ese sentido común que nos recuerda que nuestra clasificación como homo sapiens quizás sea exagerada pero nunca deberá dejar de ser un anhelo legítimo"
Otra cosa que fomentan las dictaduras es un horripilante kitsch social y político que diera risa incontrolable si no fuera algo tan opresivo y nocivo. La China de Mao y Corea del Norte son los ejemplos más notorios, pero el kitsch castrista no se queda muy corto. Por supuesto que tal kitsch conlleva una vulgaridad intrínseca y es seña de una mentalidad no solamente perversa sino primitiva y prosaica—o sea, tiene una relación natural y obvia al fomento de la estupidez.
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