Fascinado concluyo la lectura de las casi cuatrocientas páginas de “Visions of Power in Cuba. Revolution, Redemption and Resistance, 1959-1971” (2012), libro de la historiadora cubano-americana Lillian Guerra. Fascinado por la frescura y profundidad que el material y los datos que reune el libro aporta a la comprensión de lo que fueron los primeros doce años de ese complejo proceso conocido como la Revolución Cubana. Más fascinado aun al comprobar que buena parte del material que este libro examina y que tan revelador resulta procede no de los impermeables archivos de la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado sino de sitios más al alcance del común de los historiadores –que no de los mortales- como puede ser la Colección Cubana de la Biblioteca Nacional: aparecen allí los rastros de campañas políticas y proyectos económicos (¿o son uno los dos?) ya olvidados; raptos de romanticismo revolucionario individuales y colectivos apropiadamente seguidos de defenestraciones públicas o secretas; la sucesión de discursos ideológicos y moralistas basados en principios ineludibles e innegociables que luego serán cambiados de acuerdo a las circunstancias; y sobre todo el lento, minucioso e indetenible proceso de expansión del poder castrista sobre la vida cubana, (la política pero también la cotidiana). Y eso lo consigue tanto a partir del análisis de la misma prensa gubernamental y los discursos de las principales figuras de la jerarquía de poder como de publicaciones humorísticas, de cartas privadas, de material fílmico de distinta procedencia y de entrevistas y anécdotas personales.
Emerge
de este estudio una rica y compleja imagen del establecimiento del aparato de
poder que hasta el día de hoy le ha permitido conservar a los hermanos Castro un
control bastante cercano a lo absoluto sobre el país sin destruir del todo la
ilusión –sobre todo en los años que analiza este estudio- de que el sistema no
solo respondía a los intereses del pueblo sino que hasta era controlado por
este. A través del variopinto material que estudia este libro se puede dibujar
sin demasiado esfuerzo un modus operandi que no obstante su apariencia arbitraria y caótica respondía y satisfacía una necesidad sistemática de
acaparamiento de poder.
En este
sentido no menos fascinante resulta que la autora de “Visions of Power in Cuba”
pese a la riqueza del material recuperado, de sus amplias posibilidades
interpretativas no consiga apartarse de los viejos discursos que han intentado
explicar la realidad cubana de las últimas seis décadas. Me refiero, por
supuesto, a los moldes narrativos que conciben dicho proceso como la instauración de un estado totalitario
policial o la de un proyecto emancipador de tal o más cual tendencia
ideológica. La autora escoge una variante del segundo esquema narrativo, la del
proyecto emancipador fallido bastante afín a lo que muchos participantes
originales dieron en llamar la “revolución traicionada”. Sin embargo más que de
revolución traicionada se trata -según las conclusiones de Guerra- de una
revolución que no supo o quiso aprovechar lo suficiente las posibilidades
subversivas y liberadoras que ofrecía el formidable instrumento de la
movilización popular.
Es una
lástima que tras tan inteligente y laboriosa acumulación de material la autora renuncie a
una construcción narrativa más sutil y novedosa como ese mismo material sugiere.
Una trama histórica que ese mismo material que nos propone Guerra vuelve obsoleta, inoperante. Ni el modelo de un totalitarismo cuyo factor esencial para su
instauración y conservación sería la violencia de Estado (tal y como lo
definiría Hanna Arendt) ni una revolución nacionalista espontánea y popular alcanzan
para explicar la realidad histórica que tan bien expresa el material reunido
por el libro. De la información aportada por el libro emergería la imagen de un sistema que sin dejar de ser violento y represivo -o enarbolar
moldes ideológicos más o menos dogmáticos- encuentra su mayor fuente de energía
y su material más duradero en su capacidad movilizativa, en sus arranques
moralistas y la articulación de su acción caótica y arbitraria en un discurso trascendente
con no poca coherencia narrativa y atractivo popular. Y en su capacidad de
provocar y aprovechar para sí cíclicos raptos de euforia colectiva. En ese
sentido Guerra cae en la trampa de comparar la realidad con los objetivos
declarados del discurso oficial, gesto que la lleva a abusar del adverbio “ironically”.
Como si el “fallo” de la Revolución hubiera sido no ser más leal a su
palabra. Si en cambio la autora observase la escasa distancia existente entre la violenta
voluntad de poder que subyace en el discurso oficial y la realidad resultante
podría ver que más que tratarse de un proyecto emancipador fallido nos hallamos ante un proyecto totalitario populista altamente exitoso. Eso sí, siempre que entendamos el totalitarismo de una manera más compleja a como se expresa en la propaganda norcoreana o en los dibujos animados del "The Wall" de Alan Parker y Roger Waters.
De modo que lo que la autora define como “grassroots dictatorship” podría verse como
un sistema de cesiones temporales de capacidad represiva a grupos y
organizaciones de masas para desembarazarse de personalidades o grupos que
interfieren en la construcción de un estado totalitario. (No es difícil seguir la lógica del sistema: la alta y media burguesía es usada para desplazar al poder batistiano primero y a la presencia norteamericana
luego, la clase media para desplazar a la alta, las clases más populares para
mantener a raya a la clase media, el PSP para desplazar a ciertos sectores del
26 de Julio, el Directorio Revolucionario para dinamitar a las ORI (discurso del 13 de marzo de 1962) y amedrentar
al PSP (Caso "Marquitos"), la primera redacción de El Caimán Barbudo para destruir a Ediciones El
Puente y así hasta el infinito.)
No
obstante y pese al cúmulo de evidencias aportadas por ella misma,
Guerra intenta ver eventos como las movilizaciones populares de 1959 o la
Ofensiva Revolucionaria de 1968 (por poner dos ejemplos que aborda el libro en
detalle) como expresión de una dictadura del pueblo y no como reproducciones de
los métodos típicos del totalitarismo populista del siglo XX desde Mussolini a
Mao. De alguna manera Guerra confunde los esfuerzos del poder instaurado en
Cuba desde el 59 por aprovechar el entusiasmo o la frustración popular en su
favor y darle un aire espontáneo y popular a sus políticas de control social
con el empoderamiento de la sociedad cubana. Llegado el momento Guerra incluso confunde
la concesión del “derecho a denunciar” por parte de las organizaciones de masas
o de individuos como práctica de empoderamiento social.
Lo más
revelador de “Visions of Power in Cuba” es que pese a la narrativa elegida por
la autora todo el material acumulado apunta a un proyecto de máxima
concentración de poder en manos de la más alta dirigencia revolucionaria desde
los primeros meses de 1959. Y no solo de concentración de poder político que es
lo que suelen señalar otras historias sino de poder
económico, social, cultural y simbólico a un nivel inédito en el continente. En este sentido y pese a sus propias
conclusiones Guerra aporta evidencias más que suficientes de que dicho proceso
de concentración de poder comenzó a realizarse prácticamente con el mismo triunfo de la Revolución de 1959, en momentos en que la dirigencia
revolucionaria contaba con un apoyo popular casi unánime. Cuando todavía no
podían invocarse la amenaza de agresiones internas o externas para
justificarlas y mucho antes, por supuesto, que se adoptara oficialmente una
ideología definida marxista –leninista. Y que cada vez que el régimen tuvo que decidir entre control y emancipación optó por el control.
La importancia de los hallazgos de “Visions of Power in Cuba” sospecho que rebasen con largueza el ámbito cubano. Atenuar el peso de factores como la ideología o la influencia externa ya fuera de los Estados Unidos o la Unión Soviética nos permite comprender mejor la dinámica interna de regímenes que podrían definirse –de acuerdo con el acento que se ponga en uno u otro factor- como totalitarismos con vocación populista o populismos con vocación totalitaria. Una dinámica que al mismo tiempo que pretende recuperar o reforzar la soberanía popular de hecho desplaza dicha soberanía hacia entes como la Revolución, el Estado, el Partido, la Nación o la Patria en nombre de los cuales una élite ejerce un poder cada vez más ilimitado. Y ese proceso de pérdida progresiva de soberanía popular se da en el caso cubano –como demuestra abundantemente el libro de Guerra- desde el inicio de la Revolución cuyo supuesto sentido primigenio era la recuperación de dicha soberanía. Una lectura interesada y actual de convertiría este libro en una fábula sobre cómo los derechos individuales tantas veces despreciados en nombre de razones mayores más que impedimento a la soberanía popular son justo lo opuesto: son base esencial de dicha soberanía, los árboles sin los que el bosque no es más que mera y vacía abstracción.
La importancia de los hallazgos de “Visions of Power in Cuba” sospecho que rebasen con largueza el ámbito cubano. Atenuar el peso de factores como la ideología o la influencia externa ya fuera de los Estados Unidos o la Unión Soviética nos permite comprender mejor la dinámica interna de regímenes que podrían definirse –de acuerdo con el acento que se ponga en uno u otro factor- como totalitarismos con vocación populista o populismos con vocación totalitaria. Una dinámica que al mismo tiempo que pretende recuperar o reforzar la soberanía popular de hecho desplaza dicha soberanía hacia entes como la Revolución, el Estado, el Partido, la Nación o la Patria en nombre de los cuales una élite ejerce un poder cada vez más ilimitado. Y ese proceso de pérdida progresiva de soberanía popular se da en el caso cubano –como demuestra abundantemente el libro de Guerra- desde el inicio de la Revolución cuyo supuesto sentido primigenio era la recuperación de dicha soberanía. Una lectura interesada y actual de convertiría este libro en una fábula sobre cómo los derechos individuales tantas veces despreciados en nombre de razones mayores más que impedimento a la soberanía popular son justo lo opuesto: son base esencial de dicha soberanía, los árboles sin los que el bosque no es más que mera y vacía abstracción.
Así que el cuento de la “revolución traicionada” sigue suelto y sin vacunar. Bueno, le sirve o le sirvió de consuelo a muchos, e irse por esa tangente es mucho más “correcto” y menos riesgoso para un miembro de la academia, sobre todo si tiene antecedentes cubanos, pues no conviene ser tomado por uno de “esa gente” a la usanza de Bill Clinton. Por supuesto, cualquiera puede creer cualquier cosa, pero hace rato que no tengo tiempo para los equivocados.
ResponderEliminarEfectivamente, ponerse muy intransigente con el mal, o "ponerse pesado," no cae bien entre los "progresistas" y puede costar caro. Le puede chivar la carrera a un académico al convertirlo en apestado, y lo mismo pasa en otros campos controlados por la izquierda. Ni siquiera "Su Santidad" Don Francisco se atreve a llegar a eso (suponiendo que quisiera hacerlo), aunque hacerlo claramente le corresponde.
ResponderEliminarQué buena reseña, habrá que leer el libro. Pero has pensado, Enrique, que quizás la voluntad de poder del castrismo se alimenta del rencor de clase que puede verse en aquel poema de Guillén, "Los burgueses"? Ambos se realimentan: el dictador y la masa.
ResponderEliminarEsta señora Guerra hace recordar ese dicho de “a estas alturas, y el recado que trae…” Por lo visto, aquí tenemos otra historiadora, y no sé que errada interpretación la anima, con pretensiones de ponerle alguna ropa al rey desnudo… nunca se asumirá que la inmensa mayoría cubana (y los “clever” norteamericanos) se fueron con la de trapo y el país fue tomado por un grupito de rufianes de pistola sobre la mesa con un barniz de “justicieros sociales” como coartada, que se retroalimentó con la cómplice participación de mucha intelectualidad mundial izquierdosa y que lo único que logró fue cimentar sólidamente una dinastía mafiosa que por lo visto, seguirá gobernando por mucho tiempo. Como usted bien dice, “Si en cambio la autora observase la escasa distancia existente entre la violenta voluntad de poder que subyace en el discurso oficial y la realidad resultante podría ver que más que tratarse de un proyecto emancipador fallido nos hallamos ante un proyecto totalitario populista altamente exitoso.”
ResponderEliminarMi madre, de una familia entre pobre y clase media baja, creía en Dios pero no en los hombres, y nunca creyó en Fidel. Ella opinaba que las principales causas del desastre fueron la envidia, la mala idea y el oportunismo, o sea, la miseria humana--que evidentemente estaba mucho más arraigada entre los cubanos de lo que se pensaba antes de 1959. A Fidel ella lo tomaba por un aberrante, una suerte de loco maligno, pero siempre culpó más a "la gente," al pueblo, y repito, ella definitivamente no venía de la clase social de una Vilma Espín. Nunca perdió el sentido de horror y desprecio hacia los miserables, el cual supongo que me tansmitió a mí, pero como quiera que sea, no soporto intentos de dorar la píldora--me provocan un rechazo visceral.
ResponderEliminarEs un libro que recicla la vieja tradición gringa de analizar a la revolución cubana desde un punto de vista castro-centrista, maniqueo y hollywoodense. Una tradición iniciada por Herbert Matthews que todavía hoy, a pesar de las informaciones disponibles que la niegan rotundamente, goza de muy buena salud dentro de los medios académicos y liberales de los EE UU. Es una tradición, dicho sea de paso, que practica la “subalternidad” y la “apropiación cultural” de una forma tan desparpajada que en cualquier otra etnia o minoría de los EE UU generaría una ola de protestas y sería tildada, inmediatamente, de “neocolonialismo de izquierda”. ¿Por qué hay tantos gringos escribiendo sobre la revolución cubana sin saber una jota de lo que están hablando? ¿Por qué el castrismo los deja hurgar en archivos que están cerrados, o son de muy difícil acceso, para la mayoría de los cubanos? ¿Por qué no se dan cuenta esos gringos de que el DOR los está utilizando bajo la vieja consigna de Yanqui, go home, pero llévate mi versión? ¿Por qué esos gringos no muestran públicamente los documentos que logran colectar durante sus incursiones en los archivos cubanos? ¿Por qué cuando lo hacen solo muestran esos documentos que respaldan la vieja tradición castro-centrista, maniquea y hollywoodense? Si el corazón de la ética protestante es la hipocresía, entonces los estudios gringos sobre el castrismo son su latir más sincero. Ya va siendo hora de que los cubanos reclamen que su Historia es de ellos y de nadie más; que por discapacitados que podamos parecer para desentrañar nuestras leyendas no necesitamos de ningún Breckenridge, sea de izquierda o de derecha, bien o mal intencionado, que venga a hacerlo por nosotros. Jeez.
ResponderEliminarRealpolitik: lo bueno que tiene el libro -y es mucho- que confirma a cada paso la teoria de la madre de Realpolitik por mucho que su interpretacion quiera apuntar en otra direccion. el libro, queriendo o no, le da cuerpo documental a todas teorias de manipulacion de los bajos instintos de las masas y da una vision mucho mas compleja de como funciono esa manipulacion. el totalitarismo suele explicarse a nivel de palo pero hubo mucha zanahoria. Zanahoria metafisica e incomestible, tambien hay que decirlo, pero zanahoria al fin y al cabo. Y claro estaba el palo (que el libro menciona menos de lo que me gustaria) para recordarte que despues de todo la zanahoria no sabe tan mal.
ResponderEliminarAh, Herbert Matthews, tan altamente apreciado por Fidel Castro, y con muchísima razón--hasta lo condecoró personalmente con una medalla y todo por sus servicios, y hay una foto del hecho. Claro, decir Herbert Matthews es decir el New York Times, que nunca ha abandonado esa tradición tan bien descrita por Reynel Aguilera en su comentario, con el cual concuerdo.
ResponderEliminarYo creo que un factor fuerte en la construcción del desastre fue la manipulación que hubo de la envidia, ese sentimiento fuerte y rastrero que, cuando analisamos esa época, siempre hemos tratado de eludir o minimizar porque nos retrata como nación.
ResponderEliminarNunca se ha encarado debidamente la culpa del pueblo en la hecatombe cubana. Siempre se le ha echado demasiada culpa a Fidel Castro y si acaso a sus principales compinches, pues eso resulta mucho más fácil, conveniente y piadoso. Basta con saber que en cada cuadra de cada pueblo y ciudad de Cuba hubo (y hay) gente dispuesta a correr con un CDR, con todo lo que eso significa. O sea, definitivamente no estamos hablando de casos aislados o fuera de serie--hubieron y hay miserables hasta para hacer dulce. Se le puede seguir echando la culpa al totí barbudo o a la madre de los tomates, pero con eso no se resuelve nada ni se supera el grave problema que claramente ya existía, aunque latente, antes de 1959--y para superarlo, lo primero que hay que hacer es reconocerlo.
ResponderEliminarEse problema, lacra o tara fue la causa del horrorizado desprecio de mi madre, una mujer "rara" pero que veía claro, mucho más claro que la partida de "intelectuales" que no solamente no sirvieron para nada, sino que se convirtieron en una penosísima parte del problema. Para ellos reservo un desprecio especial; solamente puedo perdonar a alguien como Cabrera Infante, y más por venir de una familia comunista que por otra cosa, pues esa desgracia no fue culpa suya (y no me hablen de los intelectuales "espirituales" como Vitier y la García Marruz, que son para vomitar).
El castrismo sencillamente supo manejar y utilizar a cabalidad la considerable miseria humana existente, la cual, por supuesto, no fue creada por el mismo (aunque sí alimentada con toda idea). O sea, en Cuba no es que la gente cambiara radicalmente de un día para otro; lo que hubo fue un descomunal destape, como abrir la caja de Pandora--y bien llena que estaba.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAl contrario: echarle la culpa al pueblo se ha convertido en un deporte, un deporte futil, añdiría yo. Porque "pueblo" es una instancia imprecisa y abstracta. Porque pueblo son los alzados, los presos, los que hoy eran castristas y mañana estaban en Miami. Gusanos de toda la vida luego reconvertidos por puro cansancio al castrismo. De hecho muchos otros pueblos totalmente distintos por cultura y por historia han caido exactamente en lo mismo. Eso complica la culpabilidad hasta de los Castros (tampoco son un caso unico y son de alguna manera intercambiables) pero al menos de ellos puede decirse que siempre han estado ahi, actuando de manera bastante inequivoca en pro de acumular poder y conservarlo. Y hay algo en esto de la culpa colectiva que se parece mucho al socialismo y su propiedad colectiva: siendo de todos al final no es de nadie
ResponderEliminarLa misma variable a ambos lados de la ecuación se anula. Pueblo es siempre el mismo que "apoyó" a Castro en Cuba, a Hitler en Alemania o a la junta militar en Argentina. El polvo humano, reza un viejo dicho, va para donde sople el viento. Lo que el castrismo hizo fue adulterar la ecuación, cerrar los espacios que le habrían permitido a la oposición soplar en dirección contraria a la que estaban soplando Castro y sus manejadores. Una vez cerrados esos espacios, a punta de pistola, que nadie se engañe, surgió la ilusión de que el pueblo apoyaba y era, o es, por tanto, culpable. Los totalitarismos de derecha también intentan adulterar la ecuación, pero hay un punto hasta el que no pueden llegar: la propiedad privada. Los totalitarismos de izquierda siempre buscan acabar con la propiedad privada, y cuando logran hacerlo el poder que detentan sobre el pueblo es tan absoluto que llega a confundirse con la "voluntad popular". La idea de que los pueblos tienen los gobernantes que se buscan es una idea que viene de los tiempos en los que la correlación de fuerza entre gobernantes y gobernados no era tan favorables a los primeros como puede ser hoy. Vivimos tiempos en los que el 5% de una población no solo puede controlar fácilmente al 95% restante, sino hacer creer que ese control no existe o que es el resultado del “deseo del pueblo”. Por otro lado, esa idea de que el pueblo cubano es culpable es una de las últimas cartas que el castrismo se está sacando de la manga en su defensa a ultranza de la cada vez más deteriorada imagen del psicópata, asesino, imbécil, narcisista, soplatubo, pegado al techo, moringa y cucaracha de Fidel Castro. Una última carta que, como era de esperarse, la están jugando con una caterva de “historiadores” gringos.
ResponderEliminarNo, todos los cubanos no fueron culpables, pero sí los suficientes para propiciar y potenciar el desastre, y bastantes hubo. Y no, el fenómeno no es único ni particular a Cuba, pero tal desastre no ha sucedido en todas partes, ni en la mayoría de ellas, y no creo que sea cuestión de suerte. Fidel Castro tampoco es nada en particular; no hay nada más vulgar que un hijo de puta, y hombres iguales y peores siempre han existido y existirán en cualquier país—lo que cuenta es si se les hace posible “florecer” y salirse con la suya, como sucedió en Cuba. Todos podemos opinar o teorizar, de acuerdo con nuestras experiencias, conocimientos y luces, pero está harto comprobado que hasta los más famosos “intelectuales” con enormes pretensiones pueden resultar una plasta de mierda—¿recuerdan a Sartre y su concubina, tan brillantes los dos? O sea, cada cual tiene derecho a su versión, suponiendo que crea en ella en vez de decir lo que le conviene o cree que debe decir. Yo puedo respetar otras versiones, pero creo en la mía.
ResponderEliminarYo tampoco creo que la culpa del pueblo. Mas que "culpa" creo en una especie de "verguenza colectiva" algo asi como lo que sienten los alemanes despues de la 2da guerra mundial y que si puede ser util para no repetir semejante disparate en el futuro. La culpa de los genocidios la tienen los genocidas. La culpa de la manipulacion la tienen los manipuladores y mientras mas concretos y con nombres y apellidos mejor.
ResponderEliminarDefinitivamente que parte de mi “problema” es una enorme sensación de vergüenza, pero como ni yo ni mis seres más queridos tuvieron nada que ver con el desastre, y como ellos perdieron y sufrieron tanto (igual que tantos otros), es vergüenza mezclada con rabia y un desprecio implacable por los responsables—sobre todo porque los miserables nunca pidieron ni pedirán perdón, por no hablar de pagar por lo que hicieron. También estoy seguro de que no habrá justicia, o si acaso muy poca, al menos en este mundo, y ni siquiera confío en que en Cuba se erradique todo vestigio del castro-comunismo como se hizo en Alemania con el nazismo tras la caída del mismo. La enfermedad ha durado mucho tiempo y ha contaminado a muchos de una forma o de otra. No creo que habrá saneamiento ni plena recuperación en vida mía, salvo por puro milagro, y tal milagro no tenemos derecho a esperar. Santocielo, ¡qué bajo se cayó en Cuba!
ResponderEliminar