De un lado la perenne sospecha de que todo lo que se nos opone o nos disgusta es movido por un interés material. Del otro, (tras la polémica entre un político con aspiraciones y un cantautor desesperado por la pérdida vertiginosa del sentido de sus canciones), la pregunta de un amigo: “100 años pasados: ¿a quién recordarán nuestros descendientes?” Dos síntomas del mismo mal. Atribuirle a cada idea contraria los instintos de una materia esencialmente perversa y obsesionarse con la trascendencia en los lances más efímeros de la palabra o la vida son atributos distintos de una única enfermedad (ya padecida por el catolicismo medieval): la ansiedad que causa la falta de control sobre el propio destino.
“¿A ti quién te paga?” –le vociferaba el dictador al periodista que con sus preguntas le provocó la diverticulitis más famosa de la Historia. Mientras tanto sus letrados cobran puntualmente su cheque a final de mes por llamar mercenarios a todo el que se opone a la voluntad de su jefe. Ambas muestras de oportunismo y soberbia tienen menos peso que la eficacia de esa acusación entre los cubanos. Que a alguien le paguen en moneda dura donde el salario es una broma macabra, la sospecha de que el prójimo vive mejor que tú sin merecerlo (porque visto en rigor, nadie lo merece) tiene entre nosotros, como el pecado de comercialismo o intrascendencia, mayor efecto que la imputación de un asesinato.
Un pueblo tan ufano de su espiritualidad no debería prestarle tanta atención a los bienes del prójimo o regodearse con cualquier pacotilla como si fuese el original de “Las Meninas” pero así sucede. Más que una falla moral parece una torcedura en la psiquis. Más que hipocresía, esquizofrenia. Ese desdén hacia la materia o el presente descubre de modo inverso nuestras ansiedades y carencias más profundas. Y explica por qué los rumores de corrupción nos resultan más escandalosos que la noticia pública de un homicidio lento y premeditado o el anuncio del Apocalipsis nacional. O por qué se santifica el arte mientras se escarnece la gastronomía y –desnudando esa lógica- se le llama “actividad cultural” al reparto de cervezas.
Detrás de nuestras alabanzas a la utopía y ansias de trascendencia está el trauma de un Sancho que luego de una dieta forzada e involuntaria quiere convencernos de que él es Don Quijote. De quien habla de pelear contra gigantes disfrazados de molinos mientras su plan real es hacerse con un trozo de queso. La desmesura de nuestros proyectos respecto al espíritu y el futuro es inversamente proporcional a nuestra capacidad de actuar sobre la minuciosa materia del presente. Es menos decisivo definir si dicho trauma es causa o consecuencia de la semicentenaria dictadura donde ha encontrado su máximo esplendor que entender que ya va siendo parte de nuestra naturaleza. Y que como tal nos va a acompañar por un buen rato.
“¿A ti quién te paga?” –le vociferaba el dictador al periodista que con sus preguntas le provocó la diverticulitis más famosa de la Historia. Mientras tanto sus letrados cobran puntualmente su cheque a final de mes por llamar mercenarios a todo el que se opone a la voluntad de su jefe. Ambas muestras de oportunismo y soberbia tienen menos peso que la eficacia de esa acusación entre los cubanos. Que a alguien le paguen en moneda dura donde el salario es una broma macabra, la sospecha de que el prójimo vive mejor que tú sin merecerlo (porque visto en rigor, nadie lo merece) tiene entre nosotros, como el pecado de comercialismo o intrascendencia, mayor efecto que la imputación de un asesinato.
Un pueblo tan ufano de su espiritualidad no debería prestarle tanta atención a los bienes del prójimo o regodearse con cualquier pacotilla como si fuese el original de “Las Meninas” pero así sucede. Más que una falla moral parece una torcedura en la psiquis. Más que hipocresía, esquizofrenia. Ese desdén hacia la materia o el presente descubre de modo inverso nuestras ansiedades y carencias más profundas. Y explica por qué los rumores de corrupción nos resultan más escandalosos que la noticia pública de un homicidio lento y premeditado o el anuncio del Apocalipsis nacional. O por qué se santifica el arte mientras se escarnece la gastronomía y –desnudando esa lógica- se le llama “actividad cultural” al reparto de cervezas.
Detrás de nuestras alabanzas a la utopía y ansias de trascendencia está el trauma de un Sancho que luego de una dieta forzada e involuntaria quiere convencernos de que él es Don Quijote. De quien habla de pelear contra gigantes disfrazados de molinos mientras su plan real es hacerse con un trozo de queso. La desmesura de nuestros proyectos respecto al espíritu y el futuro es inversamente proporcional a nuestra capacidad de actuar sobre la minuciosa materia del presente. Es menos decisivo definir si dicho trauma es causa o consecuencia de la semicentenaria dictadura donde ha encontrado su máximo esplendor que entender que ya va siendo parte de nuestra naturaleza. Y que como tal nos va a acompañar por un buen rato.
¡Diana! "bulls' eye"
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