sábado, 20 de mayo de 2023

La brecha

 


Sabes que te has puesto viejo sin remedio cuando te reenvían un mensaje que dice:


“Un día un joven le preguntó a su abuelo: "¡Abuelo! Cómo pudieron vivir antes...

- Sin tecnología

- Sin internet

- Sin computadoras

- Sin drones

- Sin bitcoins

- Sin celulares

- Sin Facebook

El abuelo respondió:

Al igual que tu generación vive hoy…

- Sin dignidad

- Sin compasión

- Sin vergüenza

- Sin honor

- Sin respeto

- Sin personalidad

- Sin carácter

- Sin amor propio

- Sin modestia

- Sin honra”

Poco importa que no compartas el mensaje. O sus razonamientos. Basta estar en la lista de correos de alguien con una idea tan rancia del mundo para asumir que perteneces a otra época. Pero mucho más preocupante aún que sentirse viejo es asomarse a la brecha inmensa que se va abriendo entre tu generación y la de tus estudiantes, que en mi caso es la misma que la de mis hijos. Preocupante es la evidencia de que seres que están condenados a compartir planeta y sociedad durante unas cuantas décadas se sientan tan profundamente incompatibles. Como si además de la inevitable brecha tecnológica los separara una brecha espiritual y moral. Como si manejarse bien en el mundo virtual incapacitara a los jóvenes para tener sentimientos, compasión. O viceversa: como si la torpeza tecnológica impidiera a los mayores tener la mínima empatía con todo aquel que sea diferente.

El mensaje que recibí, pese a su torpeza y dogmatismo, apunta a un recelo real. Una desconfianza que se ha ido abriendo paso entre las generaciones alimentada por la llamada guerra cultural que ya va teniendo aires de cruzada. Aunque sin exagerar. Los cruzados que iban a rescatar la Tierra Santa y los sarracenos que la defendían tenían bastante más en común que las actuales generaciones X y Z. Después de todo, los cristianos y musulmanes de entonces compartían un parecido sistema de valores, incluida la creencia en un dios único, aunque lo llamaran de manera distinta y usaran rituales diferentes para reverenciarlo. Podría decirse que las actuales generaciones tienen, por ejemplo, un común descreimiento en la existencia de un ente superior que le dé sentido al universo, pero si se las mira con más detalle se encontrarán diferencias bastante más radicales que las que separaban a los creyentes en los evangelios de los seguidores del Corán. La diferencia llega al punto que incluso compartiendo el objetivo de luchar por la igualdad de género o de razas, el antirracismo o el feminismo en el que nos formamos es visto por los más jóvenes como variantes refinadas de la exclusión y el desprecio hacia el otro. La vieja creencia en la igualdad de razas y géneros va dando paso a la certidumbre de que hay una raza y un género esencialmente perverso aunque ahora le toque a los hombres blancos, identificados como opresores milenarios y absolutos. Hay quienes llaman a esto “marxismo cultural” pero al propio Marx le estarían dando convulsiones.

Los profesores, atrapados en la primera línea de ese choque intergeneracional, tenemos pruebas de sobra que a las nuevas generaciones no les falta dignidad, compasión, vergüenza u honra. Cierto que buena parte de esos muchachos pueden ser frívolos o irresponsables, pero en eso no se distinguen de ninguna de las generaciones que en el mundo han sido. Ser joven es, entre otras cosas, actuar como si se fuera inmortal y de alguien que tome a la ligera su propia mortalidad no se puede esperar que sea mortalmente serio. Tengo para mí que lo que distingue a la nueva generación de la nuestra es más bien lo contrario: son mucho más serios de lo que fuimos a su edad. Frente a nuestra resignada certeza de que el deseo de sobresalir sobre el resto e imponerse a otros es consustancial a la condición humana choca el convencimiento de los más jóvenes de que tales impulsos son parte de una ideología -masculina, blanca y heteropatriarcal- que debe y puede ser extirpada de la faz de la tierra para poner fin a tantos milenios de abuso.

Tales aspiraciones suenan ingenuas, lo sé, pero la queja que impera sobre los objetivos de la generación woke no responde tanto a lo ingenuo de sus objetivos ideológicos sino a sus posibles perversiones. El peligro de que, por ejemplo, tanto deseo de justicia se lleve por delante ese tótem de la sociedad liberal que es la libertad de expresión. O que incluso destruya el mismísimo sentido común que nos cohesiona como sociedad. Pero es justo en nombre del sentido común que los educadores debemos resistirnos a cualquiera de los bandos de la llamada guerra cultural. En parte porque la condición de educador impide verle sentido a cualquier guerra, por metafórica que sea. Porque educar consiste no en vencer a un enemigo sino en transmitir civilización, o sea, en entregar a las nuevas generaciones herramientas que las ayude a desarrollarse como seres humanos y como sociedad y a aprender a convivir en tanto tales. Y a evaluar el peso y las consecuencias de sus acciones. Tal concepción de la educación es, como quiera que se mire, justo lo contrario de la guerra. Por otro lado, tengo el convencimiento de que en cualquier debate intergeneracional las más jóvenes siempre terminarán imponiéndose, aunque sea por el simple detalle de que están destinadas a sobrevivirnos unas décadas más junto con las ideas que lleven consigo.

Negar que la brecha existe -brecha ahondada por la aceleración tecnológica, el drástico cambio de las condiciones de vida y la creciente incertidumbre ante tales cambios- más que obtuso es suicida. Porque en esa brecha los educadores deberíamos ver, más que un foso que nos distancia y nos aísla, un estímulo especial para tender puentes que permitan una mejor convivencia. Puentes de doble vía quiero decir: no se trata de entregarse al neopuritanismo woke pero tampoco de ver en sus portadores un enemigo a derrotar siendo, como son, nuestros sucesores. Mucho nos queda por aprender de las llamadas “nuevas sensibilidades” hacia los componentes menos protegidos de la sociedad, por inspirarnos en el afán de los más jóvenes por hacer parte activa de la sociedad a sectores tradicionalmente excluidos. Pero, aunque nos preocupe no parecer radicalmente obsoletos -o mantener a salvo nuestro empleo- no podemos renunciar a nuestro deber de educar. Eso en estos tiempos significa, entre otras cosas, recordarles a nuestros estudiantes que la libertad de expresión no solo no está reñida con la igualdad sino que es su más profunda garantía. Y que ninguna causa es lo suficientemente buena como para renunciar a decir lo que pensamos y a tratar de entendernos racionalmente, porque entonces dicha causa se convertiría apenas en un magnífico pretexto para opresiones aún mayores que las que pretende eliminar.

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