lunes, 2 de mayo de 2022

Elogio de la mamá


Uno no debe alardear de sus privilegios. Aunque solo sea porque no hizo nada para merecerlos. Si ahora lo hago es para reconocer a los que me los proporcionaron. Hablo de mis padres. Porque mientras crecía daba por descontado estar rodeado de libros suficientes como para acompañarme un buen rato en la vida. O que mi padre, científico, y uno de los mayores especialistas en bosques del país, me llevara a conocer toda la isla y a enseñarme que Cuba era bastante más que La Habana o una bandera o un mapa sino un amasijo de gentes y paisajes que no cabían en ningún discurso. Por otro lado estaba mi madre, profesora de literatura, la culpable de que antes que pidiera leerlos ya estuvieran esperándome Julio Verne, Emilio Salgari, Edgard Allan Poe o Arthur Conan Doyle en los libreros de la casa. La que antes de que aprendiera a descifrar el tremendo misterio de las letras me leía versiones abreviadas de las obras de Shakespeare o los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz y César Vallejo. La culpable de que antes de empezar a leer ya entendiera la gracia de la “Carta a Sor Filotea” o el significado de palabras como “encausto” o “atenagórica”. Ella era la que luego me estimulaba a ciertas lecturas -como el Decamerón- por el efectivo sistema de decirme que las dejara para más tarde porque eran demasiado complejas para mi edad. O que ya en quinto o sexto grado me permitía ayudarla a revisar la ortografía de los exámenes de sus estudiantes de San Alejandro, la escuela de arte donde enseñó por más de un cuarto de siglo literatura y apreciación cinematográfica y convirtiendo a sus estudiantes en otra banda de privilegiados. Ella siempre ha sido un poco sorda a los elogios pero espero que pueda leerse en estos.

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