lunes, 3 de mayo de 2021

Gardel en Nueva York



Mucho antes de que la humanidad enloqueciera con la rumba, otro ritmo latino ya la había arrebatado. Me refiero al engendro de raíces gitanas, africanas y gauchas conocido como tango. Como suele suceder, al principio en Argentina la alta sociedad despreció el impetuoso baile.

Pero al llegar a París en 1908, su ritmo se hizo contagioso, y en 1913 en los salones de Europa no se bailaba otra cosa. En Londres lo mezclaban con el té y en Rusia el zar le pidió a sus sobrinos que le enseñasen unos pasillitos.

En el invierno de ese año, el tango, convertido en pandemia, arrasó Estados Unidos y gracias a la naturaleza comercial del país pronto se vendían zapatos, ropa, sombreros y maquillaje dedicados exclusivamente al tango. Pero ninguna fiebre es eterna.

Para 1915 París decretó la expulsión de varios maestros de tango, el baile fue ilegalizado en varias ciudades norteamericanas y el Papa condenó la inmoralidad de restregarse con tal violencia con el pretexto de bailar. Para fines de ese año la pandemia parecía estar controlada. La segunda ola del tango fue menos violenta pero más insidiosa.

En lugar de baile instrumental el tango empezó a cantar amores perdidos, mujeres perjuras, madres abandonadas y carreras de caballos.

Y no tuvo mejor representante que Carlos Gardel quien ayudado por la difusión del gramófono triunfó en 1917 con “Mi noche triste” acompañado de guitarra sin importar que la canción abriera con puro lunfardo: “Percanta que me amuraste”.

Gardel, ahora considerado más argentino que el bife de chorizo o creerse Dios, había nacido en Tolosa, Francia con el nombre de Charles Romuald Gardès.

Su madre, la lavandera Berthe Gardès, cansada del desprecio que entonces le dedicaban a las madres solteras se fue a Argentina cuando el niño tenía tres añitos, justo a tiempo para que no hablara español arrastrando la erre.

El resto es leyenda.

Si al principio la fama del rebautizado Carlos Gardel viajó a lomos de las grabaciones y la radio, lo último en tecnología hasta el momento, con la aparición del cine sonoro alcanzó unos límites desconocidos para cualquier artista latino anterior a la invención de los video clips.

Video clips extendidos fueron sus películas con una trama inventada para justificar la transición de canción a canción.

Todos sus largometrajes sonoros Gardel los filmó para la Paramount entre 1931 y 1935. De los ocho la mitad fueron filmados en las afueras de París y el resto en Nueva York: “Cuesta abajo” (1934), “Tango en Broadway” (1934), “El día que me quieras” (1935) y “Tango bar” (1935).

O sea, el Buenos Aires donde Gardel derretía a nuestras abuelas cantando “Por una cabeza” o “Volver” era una copia en cartón armada dentro de un estudio en Astoria, Queens.

Pero mientras cantara a nadie parecía importarle si Gardel se paseaba por una ciudad de ladrillo o de cartón corrugado. Buena parte de los actores de sus películas en Nueva York también eran de attrezzo: ante la falta de sudamericanos en la ciudad Gardel tuvo que convencer a los diplomáticos de Argentina, Chile, Colombia, Venezuela y Perú para que rellenaran la escenografía.

Daba igual. A los estrenos de sus películas la gente acudió en hordas y hasta obligaba a los proyeccionistas a volver a proyectar las mismas canciones una y otra vez convirtiendo al cine en un antecedente del karaoke.

Sin apenas hablar inglés Gardel conquistó Nueva York, ciudad a la que había llegado el 28 de diciembre de 1933 y donde pasaría la mayor parte del resto de su vida. Que no sería mucha.

Gracias a las películas neoyorquinas la fama de Gardel terminó de arrasar todo el continente. Tras verlo en pantalla, ahora Latinoamérica se moría por escucharlo en vivo.

El cantante partió de Nueva York para iniciar su gira latinoamericana el 28 de marzo de 1935. Apenas tuvo tiempo para actuar en Puerto Rico, Venezuela, Curazao, Aruba y Colombia. El 24 de junio, mientras despegaba de Medellín rumbo a Cali, su avión chocó con otro muriendo el cantante y dejando a todo un continente huérfano de su grandeza.

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