miércoles, 20 de enero de 2021

Rolando Pulido

 

Era el hombre de los carteles. Cuando protestábamos en Nueva York contra algún nuevo crimen de la dictadura que nos tocó en suerte, frente a la Misión de Cuba ante la ONU o en medio de Times Square podíamos ser poquísimos pero al menos teníamos sus carteles. Letras sólidas negras o rojas sobre fondo blanco impresas a un precio que solo él sabrá -y no hablo solo de dinero-para denunciar la muerte de un muerto en una huelga de hambre, o en esas “extrañas circunstancias” tan comunes a un régimen así, o la última golpiza o arresto masivo. O el crimen cotidiano que comete toda dictadura con su mera existencia a costa de los derechos de sus súbditos.

Luego, cuando nos encontrábamos en circunstancias menos graves, nos íbamos enterando del ser que había detrás de aquellos letreros. Un diseñador exquisito que alguna vez adornó el famosísimo club de jazz Blue Note con una marquesina en forma de piano o tuvo como clientes algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad que es emblema de todas las demás. Pintor esmerado de sus propios gatos que mostraba orgulloso en sus exposiciones. Era en su ansia por compartir la belleza que sabía producir, como en todo, generoso en extremo.
Cienfueguero, gay, había llegado por el éxodo del Mariel cuando apenas tenía dieciocho años. Solo. Lo que habrá sufrido para haber decidido escapar tan joven y solo para por fin encontrar la libertad neoyorquina y disfrutarla como si la acabaran de inventar. (Si algo lo sacaba especialmente de quicio eran las presentaciones blindadas de Mariela Castro en Nueva York explicándole a todo el que quisiera oírla que las persecuciones a los homosexuales en la isla apenas habían sido cosa anecdótica felizmente superada). Orgulloso mostraba las fotos del joven bellísimo que había sido en aquellos primeros años en la ciudad mientras su melena adolescente se estremecía por los recuerdos. Y fumaba. Porque en eso de fumar era tan intenso como en todo lo demás. Durante un tiempo emprendimos juntos una pelea desesperada por librarnos del vicio del cigarro que a cada rato compartíamos y comparábamos para darnos aliento. (Recuerdo cuando me dijo que había abandonado una de las pastillas más eficaces porque le despertaba unas tendencias suicidas que no podía controlar. Y lo suyo era la vida.).


Había, a pesar de todo, una tristeza esencial en Rolando que lo acompañaba siempre, incluso en los momentos más alegres. Un aire trágico en la mirada, en la voz. Una tristeza que se acentuó sobre todo a partir de la muerte de su amigo más cercano y que le hizo alejarse cada vez más de todo y de todos. (De todos no. Por suerte tuvo amigos como la doctora Ada Baisre, el librero Ramón Caraballo o el escritor Orlando Luis Pardo Lazo que consiguieron romper el cerco que Rolando se había impuesto a sí mismo y acompañarlo en sus últimos tiempos y asegurarse que recibía el mejor tratamiento posible). A la tristeza podía ponérsele cualquier nombre (Cuba, por ejemplo) pero que era a la vez algo íntimo de lo que no podía desprenderse, como del vicio de fumar. Hoy creo entender mejor esa tristeza cuando ha muerto con solo 58 años tras una enfermedad respiratoria que lo fue paulatinamente dejando sin esperanzas de recuperarse y a nosotros, en el exilio, un poco más huérfanos.

5 comentarios:

  1. Lamento la muerte de este valioso cubano, otra víctima más del régimen, cuya lista es larga e interminable. Que en paz descanse el cuerpo de Rolando, quien no dejará de existir. Este testimonio aquí es prueba de ello. Saludos.

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  2. Maestro, muy triste y emotiva esta nota. Gracias por compartir.

    Saludos

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  3. Lástima que no le dió por atacar a Trump con su trabajo, como alguien cuyo nombre no recuerdo ni me importa. Hubiera sido mucho más famoso, al menos por un tiempo. QEPD.

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