Stephen Koch en su libro El fin de la inocencia, dedicado a la red de propaganda y espionaje construida por el stalinismo en Occidente aborda, entre tantos temas, el de por qué las élites intelectuales se sumaron con tanto ardor al entramado comunista:
A menudo, la gente se pregunta con verdadera perplejidad cómo pudo ser que tantos de estos ingleses privilegiados fueran «traidores a su clase». Eso es desconocer tanto su traición como su clase. El aparato de Münzenberg llegaba a todo país que fuese del interés de los soviéticos: Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Holanda, las democracias escandinavas y muchos más. En todas partes se lanzaba a organizar las élites intelectuales, en especial donde esas élites estaban en formación, es decir, en las universidades. Precisamente la misma gente que instituyó la penetración en Cambridge supervisó operaciones paralelas en Nueva York y Washington, en la Ivy League y la École Normale Supérieure, de París a Berlín. La Internacional era realmente internacional. El obvio aunque raramente comprendido golpe de genio en los servicios secretos detrás de esas operaciones era el simple reconocimiento de un vínculo esencial entre el llamado «sistema» (por el cual se da a entender poco más que a la élite de un país determinado) y lo que llamó Lionel Trilling la «cultura de adversarios», esa parte de la sociedad que, en virtud de su educación superior y su equipamiento critico, desarrolla una posición determinada dentro de la clase media, basada en la ambigüedad y en una perspectiva crítica, en la argumentación, el conocimiento y la protesta. Esta cultura de adversarios representa una rama de las clases medias, por lo general, su ala de mayor vigor intelectual y artístico. Aunque sea de forma ambigua, se siente atraída por las posturas radicales pues éstas forman parte de su visión de la libertad y de la verdad. Se imagina que la solución radical demolerá la fachada burguesa; sospecha que la visión radical alcanza la verdad más profunda. De hecho, la capacidad real de comprender o aceptar la visión radical es lo que la cultura de adversarios cree que la distingue de la inmensa clase media hipócrita y mediocre a la que pertenece, pero de la que quiere, comprensiblemente, apartarse”
Pero no se trata solo del espionaje, ni de la propaganda sino de estimular y aprovechar cierto sentimiento de rebeldía y superioridad intelectual y moral existente en las universidades. Algo que explicaría desde las actuales protestas hasta casos como el de Ana Belén Montes:
El reclutamiento de los espías de Cambridge y agentes similares en todas las democracias se basaba en este simple postulado: la cultura de adversarios es una élite. Esto es lo que comprendían y explotaban los operativos fundadores del grupo de Cambridge, Arnold Deutsch y Theodore Maly. Y lo mismo sucedió con ese residente de la Internacional que instruyó al joven Whittaker Chambers en la Biblioteca Pública de Nueva York. A la juventud elitista puede convencérsela de la calidad de su rebeldía. Es posible que acarreen esas presunciones hasta la madurez y hasta el poder. Coged esa protesta en la escuela. Desarrolladla correctamente. Profundizadla; convenced de su bondad, asustad con ella, presionad con ella, ponedla en una red. Entonces habréis forjado el invisible vínculo «revolucionario» entre la bohemia y el poder.
Más adelante Koch emprende una defensa parcial de esta actitud:
Del mismo modo, la historia moral de estos escondidos idealistas de la Revolución —un notable número de los cuales reclutados con los auspicios de Münzenberg— necesariamente incluye a muchos que encarnaron las mejores ideas, talentos y valores existentes en la cultura progresista de su tiempo. La derecha tiende a condenar toda la cultura de adversarios porque de ella salió un grupo de simpatizantes, espías y traidores. Esto es más que absurdo. En la mayoría de las democracias liberales, la cultura de adversarios incluye gran parte de lo que representa lo mejor de la sociedad: lo más animado, osado, creativo; lo más consciente. Fue así en la Rive Gauche de André Malraux; lo mismo en la bohemia de Greenwich Village donde los reclutadores del apparat lograron cosecha tan ubérrima. Y lo mismo sucedió en los dormitorios del Trinity College, donde en 1938 Anthony Blunt llevó a cabo su discreta campaña de reclutamiento. Y lo mejor es digno de recordarse.
No obstante, aclara:
Al hacer esta afirmación no es mi intención evocar alguna clase de contracultura sentimental para justificar a estos hombres y mujeres miserables. Los espías de Cambridge fueron servidores de Stalin, estalinistas puros. Lo mismo pasó en Francia, Estados Unidos y los demás países democráticos. No habrá perdón histórico para ellos. Nada puede borrar su infamia. Su servicio a la tiranía y sus mentiras acaso fueron en el fondo más infames que la terrible serie de traiciones y crueldades que a sabiendas se llevó a cabo gracias a su complaciente colaboración. No obstante… hay que reconocer que se aproximaron a su meta maléfica y sucumbieron a ella guiados por un conjunto de inquietudes que fueron y siguen siendo admirables e incluso indispensables: indispensables para la sociedad y para nosotros. No hay la menor duda de que sus actividades fueron reprochables. Pero también debe vérseles desde la perspectiva de la observación de Rebecca West: «El caso del traidor siempre es complejo. Se trata de un tipo necesario de persona». De Praga a Hollywood, ése fue el caso.
Willi Münzenberg |
Para Koch operativos como Münzenberg fueron tan eficaces porque lejos de la rigidez ideológica supieron aprovechar al máximo estas contradicciones:
Desde la primera hora, Münzenberg comprendió perfectamente esta simbiosis de radicalismo, elitismo y poder. Por esa razón, descubrió que una vía posible era el patrocinio de importantes exposiciones de, por ejemplo, arte dadaísta. Münzenberg en persona se dejó fotografiar en admiradas exposiciones dadaístas en las que su maestro Stalin hubiera encontrado buenas razones para fusilar a todos los participantes. Por esa misma razón su gente distribuyó copias en dieciséis milímetros del cine soviético de Eisenstein y Pudovkin en todos los campus universitarios de Occidente. Estas actividades lograron una cosecha excelente de simpatizantes de alto nivel cultural, y de esa multitud salieron, en especial de la primera fila, unos pocos futuros espías de verdad.
O sea, se trata de una suerte de vanidad y de creerse tan superior que resulta inconcebible actuar mal o ser mala persona o cometer un crimen, no desde el punto de vista legal sino real y moral. Perfecto. Por eso la cosa funcionó tan bien para los malditos comunistas.
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