viernes, 28 de junio de 2024

Una revuelta sorda: entrevista a Jorge Brioso*



Jorge Brioso y yo llevamos media vida en los Estados Unidos. Llegamos por caminos distintos con un año de diferencia, él en 1996 y yo en 1997, pero vinimos a lo mismo. Nada de sueños americanos. Vinimos a descansar. A huir de la maldición de vivir tiempos interesantes en Cuba, a enterarnos de qué se aburrían en el primer mundo. A mi llegada a Estados Unidos, Brioso me repitió lo que ya le habían advertido: «Los yumas no son tan yumas». Traduzco, para los que no se educaron en los mitos de nuestra generación antiamericana y profundamente admiradora de todo lo norteamericano: los americanos no eran el epítome del swing, la desinhibición y la gozadera que suponíamos.

Además, la Yuma de nuestra realidad no se ha compadecido de nuestra necesidad de descanso histórico. Primero la sopa boba de los noventa fue revolcada por el estremecimiento que provocó el derribo de las Torres Gemelas. Luego el wokismo, el trumpismo, el asalto al Capitolio y las revueltas raciales y universitarias nos han abocado irremediablemente a vivir tiempos interesantes. Son varias las maneras con las que hemos intentado responder a nuestro estupor. Una de mis preferidas ha sido emprender un diálogo con mi viejo amigo.

No solo se trata de que Brioso posea la mente más brillante e inquisitiva que conozco y la mejor alimentada en cuestiones filosóficas. Al mismo tiempo, Brioso —profesor de Carleton College y autor de libros como La destrucción por el soneto. Sobre la poética de Nestor Díaz de VillegasEl privilegio de pensarLa lucidez confrontada: La filosofía política de Ortega en contrapuntoAl modo de Narciso. Especulaciones estéticas— posee las virtudes esenciales que le servían para sobrevivir en su natal Buenavista: sentido común, conocimiento directo de la realidad y nociones claras de sus fuerzas y sus límites.

Ahora comparto con ustedes un fragmento del extenso diálogo virtual con mi particular oráculo de Minneapolis sobre esta América que hemos ido haciendo nuestra a lo largo del último cuarto de siglo.

En una entrevista anterior hablábamos —además de la plaga que asolaba entonces el planeta y del sentido que tenía la poesía por entonces— de ira y revuelta a propósito de las revueltas raciales que se desataron en 2020 precisamente en Minneapolis, la ciudad en que vives, a raíz del asesinato de George Floyd. Ahora quiero retomar el hilo de la ira y la revuelta para referirme a una ira menos circunstancial y a una revuelta más sorda pero más sostenida: esas que suceden desde hace años en los campus universitarios y que se van extendiendo por el resto de la sociedad. Me refiero a la cultura woke, desvelada por la Justicia Social. Si antes dije sorda, solo es en comparación con movimientos estudiantiles anteriores, como aquellos de los años 60 que se expresaron a través de protestas públicas, tomas de universidades y otras manifestaciones más en consonancia con la idea tradicional de revuelta. En este caso, además de algunas protestas físicas puntuales, el malestar se verifica a través de las redes sociales y el ejercicio continuo de la cultura de la cancelación —con la cooperación entusiasta de las autoridades universitarias y el profesorado en buena parte de los casos—. En tu opinión, ¿responde este malestar a un repunte objetivo de los problemas sociales —incluida la desigualdad—, a una nueva manera de interpretar las cuestiones sociales —y una nueva conciencia de sus desigualdades— o se trata simplemente de la expresión política de la generación más mimada de la historia —como afirman Jonathan Haidt y Greg Lukianoff en su libro The Cuddling of the American Mind—, dominada por un rapto de neopuritanismo? Digámoslo de manera más elemental: ¿se trata de crisis generalizada, una sensibilidad especial o de mera y literal malacrianza?

Me gusta el término «revuelta sorda», aunque yo le añadiría el término táctil o digital, pues son revueltas que se producen a partir del constante textear o filmar —también esto producido gracias al dedo que aprieta un botón que permite grabar todo lo que se ve.

Malcriado es todo aquel que no se doblega ante la norma y la costumbre y las figuras que encarnan estos valores. La malcriadez se convierte en un factor político al menos desde que los jóvenes irrumpieron en el espacio público. Si le creemos a Stefan Zweig, esto empezó con su «generación de jóvenes [que] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros». Pero incluso este gesto se podría retrotraer al Sapere Aude kantiano que definía la mayoría de edad en la capacidad de liberarse de cualquier guía, forma de tutelaje: «Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo». El joven sale de la minoría de edad, según esta definición de Kant, antes que sus propios padres, pues se atreve a renegar de todo el peso muerto de la tradición. Se podría afirmar, y aquí exagero un poco para que te diviertas, que en la modernidad solo arriban a la mayoría de edad los malcriados. Por lo tanto, no creo que ese sea el camino para explicar a los wokes.

Me interesa el woke como un nuevo tipo humano, quizás el último vástago de la modernidad y el primer espécimen de la era que se avecina. El woke no es moderno porque para ellos el tiempo de la revolución y del futuro se ha acabado. Los woke vuelven a atrincherarse en filiaciones y buscan en el pasado, entendido aquí no como la tradición sino como una infinita historia de opresiones y exclusiones, una nueva forma de vincularse. Del futuro solo esperan una gran catástrofe ecológica a la que aspiran poder detener regresando a formas de vida premodernas. Por otro lado, comparten con los modernos el hecho de que no aceptan que la necesidad sea entendida ni como las formas de convivencia que terminaron imponiéndose en la historia ni por las limitaciones orgánicas que nuestro cuerpo y realidad física imponen. Aspiran a lo posible pero lo posible, para ellos, ya no habita más en el futuro. Derrumban lo que el pasado consagra para ver si descubren en sus escombros una posibilidad inédita de sentido. Aspiran, y en esto son claramente premodernos, a un monoteísmo de los valores: unir lo bueno, lo bello, lo justo y lo verdadero. Pero creen, y en esos son herederos de la modernidad, que solo pueden reconstruir esas nociones a partir de lo que la tradición negó, descartó, silenció.

Me detendré solo en dos aspectos del ideario de este grupo: su noción de la equidad y de lo que llaman «lenguaje inclusivo».

Ya el propio Platón, en el libro VI de Las leyes, distingue entre la igualdad aritmética y la geométrica. La aritmética no reconoce jerarquías, es ciega, indiferente ante cualquier distinción de calidades. Igualdad que señala la idéntica cantidad, la uniforme distancia que se mantiene respecto a un paradigma o unidad de medida. Por ejemplo, la igualdad ante la ley propone un principio, al menos a nivel ideal, que señala la posición equivalente y la responsabilidad que todos deberían tener ante el aparato normativo del Estado. Para Platón, la igualdad absoluta es aritmética (aquella que define lo hermanado por la medida, el peso y el número) y es la que se usa para distribuir las magistraturas; pero hay otra, la que él cree mejor, que es la proporcional (la geométrica), mucho más difícil de discernir. Don de Zeus, el dios que mide la justicia, ya que otorga a cada uno lo apropiado según su naturaleza: «da mayores honras a los más virtuosos», «mientras que otorga a los que tienen lo contrario de la virtud y la educación lo conveniente cada uno de manera proporciona».

La igualdad geométrica es proporcional en el sentido que define tanto la correlación entre lo que no es igual como la igualdad entre los pares. Pongo un ejemplo más reciente. El antiguo régimen, tal como existía antes de la Revolución francesa, concebía tres Estados o Estamentos: la nobleza, el clero y el tercer estado o estado llano (el resto de la población). El rey, el soberano, el vicario de Dios en la Tierra, debía tratar a sus súbditos en condición de igualdad, lo que significaba tratarlos como igual con sus pares, los que pertenecían al mismo estamento, pero también reconociendo la jerarquía, la debida proporción, los privilegios que cada estamento poseía: reconocer el valor que tiene cada uno de los que poseen el mismo estatus, las diferencias en mérito que cada rango conlleva.

La Revolución americana, en su Declaración de Independencia, mezcla ambos principios. Reconoce la dignidad moral de todos en pie de igualdad por el simple hecho de ser humanos, «All the men are created equal», pero a la vez respeta el derecho, la libertad de cada cual a buscar su felicidad y bien vivir según sus propios méritos y posibilidades.

«All animals are equalbut some animals are more equal than others»podrían replicar los wokes con claros ecos orwellianos. Y este sería un reclamo legítimo contra una república que necesitó una guerra civil para abolir la esclavitud y que mantuvo la segregación racial hasta los años sesenta del siglo pasado. Valga la pena aclarar, además, que no hace falta pertenecer al grupo que pretende estar siempre alerta para notar esta contradicción. El propio Samuel Johnson, en fecha tan temprana como 1775, ya lo había señalado: «¿Cómo resulta posible que oigamos los gritos más fuertes por la libertad de aquellos que trafican con negros?».  No obstante, la postura de los wokes es mucho más radical. Alegan la existencia de un racismo y sexismo sistémicos que corroen todas las instituciones democráticas. Y como arma de combate contra este sistema de opresión continua proponen su noción de equidad. Esta noción mezcla de forma inédita las dos nociones de igualdad que delineé anteriormente.

Desde su postura se radicaliza el concepto de igualdad geométrica al tratar de encontrar una proporción para todo aquello que había vivido, hasta este momento, fuera de las normas, en los extramuros del sentido común. Se aspira a un concepto de igualdad proporcional que sea capaz de convertir a las excepciones en la única regla. Hay que apresurarse a aclarar que solo adquiere el estatus de excepción aquello que fue negado, descartado, expulsado por los sistemas normativos imperantes. Se acomodan todas las excentricidades —todo aquello que los parámetros de juicio valorativo que se habían impuesto entendían como déficit— pero se veta cualquier noción de mérito que se equipara siempre al privilegio. En este sentido, la equidad de los woke es aritmética, pues no reconoce ninguna diferencia de calidad, de excelencia, que no haya sido impuesta por un sistema de poder y sujeción. Su concepto de lenguaje inclusivo parte de su noción de equidad.

Los woke aspiran a monopolizar el lenguaje, y el marco valorativo que les es inherente, imponiendo nuevas formas de denominar las cosas. Lo radical del gesto que ellos emprenden es que se le pretende dar certificado de ciudadanía, de realidad, a lo que es simplemente una percepción subjetiva: se pretende convertir en norma lo que es solo idiosincrasia individual. Alguien se auto percibe de cierta manera y aunque no exista ningún dato —ni social, ni biológico— que lo corrobore se intenta imponer esa visión sobre la realidad. Eso es lo que se logra cuando se fuerza el cambio de lenguaje: se impone lo que se ha denominado como lenguaje «inclusivo».  En cuanto un grupo designa de cierta manera alguna cosa, incluso si esta es solo una autopercepción, lo designado empieza a adquirir realidad. El lenguaje le abre un espacio en el mundo a todo aquello que empieza a ser designado de forma similar por un grupo de personas.

Los que se rebelan contra los wokes se percatan, a su manera, de que lo que se ha secuestrado es el sentido común. Por eso se han disparado las teorías conspiratorias. Estos sienten que se les obliga a vivir en la ficción que han construido otros. No queda otra opción entonces que vivir en la intemperie de ese nuevo sentido común en el que no se reconocen. Al imponerle al lenguaje formas de percibir la realidad cuya única validación es una sensación, sin necesidad de ningún otro referente externo, los wokes ha convertido el lenguaje en una quimera. Esa es la conspiración de la que hablan los trumpistas. Y, al menos en eso, tienen razón.

Concuerdo con quien haya que hacerlo en que existe ahora mismo un secuestro del sentido común, pero este no ha sido reemplazado por otro. Luego de décadas hablándose de incorrección política ya nadie tiene idea de por dónde pasa la línea de lo correcto ahora mismo, pues la noción de incorrección política se está renovando a diario. La idea de que se trata de una conspiración me parece menos sostenible: las conspiraciones y sus respectivas teorías implican acuerdos secretos, una estructura más o menos delineada con sus líderes (a menos que le echemos a Soros la culpa de todo) y objetivos concretos que cumplir mientras. En el caso de la actitud woke (que excede los límites de una generación específica y que incluso de aquellos que uno consideraría wokes suele ser una actitud bastante intermitente, echándose una que otra siestecita en medio de su vigilia) no parece haber un acuerdo prefijado, ni líderes políticos o intelectuales más o menos consistentes ni objetivos concretos: fuera de dar la voz de alarma ante el descubrimiento de nuevas formas de opresión, de agresiones o microagresiones, esa actitud woke no parece buscar otra cosa que un estado de sitio digital permanente.

Al referirme a un nuevo tipo humano no hablo de un grupo social específico, ni de una generación, sino de un nuevo horizonte desde el que se produce sentido, desde el que se prescribe lo que se puede decir y, por extensión, pensar, hacer y desear. Es por eso que hablo de la producción de un nuevo sentido común: la configuración de los enunciados que pueden ser expresados en cierto momento histórico, la imposición de cierto vocabulario, y el veto de otros, y de las actitudes valorativas que le son inherentes a ciertas palabras. El filósofo español Higinio Marín, en una de las mejores definiciones que conozco al respecto, lo define como hábitos del corazón, siguiendo la bella expresión de Alexander Tocqueville: «cartografías de las relevancias vitales [que] dibujan los supuestos cordiales de la razón y del sentido que incluyen lo que se tiene por concebible y real». A ti y a mí nos parece insensato mucho de lo que ellos afirman porque estamos instalados en otro espacio vital y afectivo-valorativo, pero hay que reconocer que nuestra postura, al menos dentro de la universidad, que es nuestro espacio de trabajo, es cada vez más marginal e incluso anacrónica. Se podría argüir que la universidad es un espacio minoritario (aunque según las últimas estadísticas en los Estados Unidos, el 45% de la población se gradúa de la universidad), pero en ella se forman casi todos los que están a cargo de la educación sentimental de la ciudadanía. Un buen ejemplo de cuánto ha permeado a la sociedad en general estos nuevos parámetros respecto a lo que se puede decir, hacer, sentir, es que el reguetonero—  tomo el ejemplo de un género musical que no se caracteriza ni por su carácter reverencial ni por su corrección política— y músico más exitoso, Bad Bunny, no se atreve a desoírlos: la clave del éxito, y creo que esto es un signo muy importante, pasa por ahí. La industria editorial— incluidos los libros de textos que se utilizan para alfabetizar a la población— y el mercado del arte responden, para solo citar otros dos ejemplos, a estándares parecidos. Si algo define a un nuevo sentido común es la propuesta de un nuevo concepto de gusto; aquello respecto a lo cual se considera apropiado desear, fantasear. El sentido común define lo que una época entiende por cordura y lo que se afirma, piensa, desea fuera de este espacio adquiere el carácter de la quimera o el delirio; y ni lo uno ni lo otro, al menos en estos tiempos, se consideran marketeables. Yo creo que el sentido común que se está configurando delante de nuestros ojos todavía no es hegemónico, ninguno debería serlo en una sociedad que se considere democrática, pero reconozco que muchos no comparten mi postura.

Lo que siente una parte no despreciable de la población norteamericana es que se ha producido un rapto de las principales instituciones que constituyen el aparato normativo de un país: los medios de prensa, el sistema educativo, el propio sistema judicial e incluso las autoridades a cargo de la salud pública del país. Este rapto es lo que ellos definen como una conspiración. No obstante, la única forma de combatir esa conspiración es asociarse a una nueva conjura. Cuando se produce sentido al margen de las instituciones antes señaladas, se necesita conspirar, pues se hace fuera de los límites de lo que una sociedad legitima como lo público. No solo se trata, por tanto, de escapar de un lenguaje en el que no se reconocen, sino que están convencidos que la única forma de liberarse del mismo es producir sentido fuera de los espacios controlados por el Estado, que, desde el punto de vista de ellos, son casi todos. Los que conspiran, respiran juntos —viven, desean, piensan, actúan— pero lo hacen fuera de los espacios consagrados para ello. El trumpismo tiene la estructura de una conjura, de un complot. Lo que sucedió el 6 de enero es y no es una anomalía. Lo es, pues nunca desde que se instauró la República la propia población había asaltado uno de los centros simbólicos del poder. No lo es, pues este movimiento que no acepta que los aparatos normativos del Estado moldeen sus afectos, piensa que solo pueden tomar el poder por asalto: vía una rebelión que aspiraba a ser un golpe de Estado.

La del trumpismo también es una revuelta sorda, a pesar de toda la algarabía que la acompaña, pues vocifera desde espacios que quedan —respecto al nuevo sentido común que se está configurando— en las lindes de lo inteligible.

No debe olvidarse que hay una buena parte de la población que se siente atrapada entre esas dos revueltas, la radical y la conservadora, que se acusan mutuamente de intolerancia, de querer apropiarse de la plaza pública de discusión, de imponer sus normas y que de hecho están dejando menos espacio a los que no compartimos ni las aberraciones woke ni el reaccionarismo trumpiano, y nos aferramos a cierta idea de entendimiento, de cordura que ya empieza a parecer anticuada pero que consideramos no solo la esencia de una sociedad democrática, sino del entendimiento entre individuos, grupos o incluso sociedades diferentes, eso que define la RAE como «sentido común». O sea, la «capacidad de entender o juzgar de forma razonable», que es el tipo de definición que haría decir a Mark Twain que el sentido común es el menos común de los sentidos.

Por cierto, cuando Tocqueville analiza la sociedad norteamericana desde su punto de vista europeo, todo el tiempo está apelando a lo que entiende la RAE por «sentido común». Ensalza o critica lo que ocurre en la sociedad norteamericana, no en la medida en que se acerca al modelo de la sociedad de donde proviene —o la que podría considerarse de buen o mal gusto—, sino en los efectos positivos o negativos que estas diferencias causan en el desarrollo de la sociedad, una sociedad que aunque podría repugnar a su público europeo, también le podría parecer después de todo, razonable. A los que estamos en esa tierra de nadie, que no sé si somos o no mayoría, ¿no nos quedan otras opciones que sumarnos a una de esas dos revueltas o ver cómo ese espacio de sensatez desaparece bajo nuestros pies?

«Definible solo es lo que carece de historia», afirmaba Nietzsche con ese toque de desmesura y verdad que acompaña a sus grandes intuiciones. El sentido común posee, como muchos de los grandes conceptos de la filosofía moral y política, una historia tupida y enmarañada. Me llevaría demasiado espacio esclarecer aquí todos los matices que este concepto tiene en la tradición filosófica, así que utilizaré, para explicarme mejor, los dos ejemplos que señalas.

La definición que privilegia la RAE, y que Mark Twain parodia en la frase que citas, es conocida en la tradición como sensus communis naturae, concepto que alude tanto a la naturaleza racional de todos los humanos como al acuerdo que esto supone respecto a ciertos principios o verdades que se consideran auto evidentes y, por ende, aceptables por todos, al menos en potencia. El problema, y a eso es lo que alude Mark Twain, es que cuando tratamos de darle sentido a la realidad, no somos ni tan racionales ni nos ponemos tan fácilmente de acuerdo respecto a lo que se supone sea evidente. Thomas Paine, por ejemplo, tituló Common Sense al panfleto en el que abogaba por la independencia americana, a pesar de saber muy bien que las ideas que defiende allí, esas que define como constitutivas del sentido común, no «están lo suficientemente en boga para gozar del favor general». Estaba incluso convencido de que existían formas de gobierno, como la que sufría el pueblo inglés o las que eran impuestas a sus colonias, que vetan el acceso a ciertas verdades definidas por él como naturales. Así, solo a través de la guerra podría el pueblo americano liberarse de ese yugo, pletórico en perjuicios y obnubilación, que le impedía acceder «a la sencilla voz de la naturaleza y de la razón».

La propia ambigüedad inherente al concepto de sentido común se refleja en las afirmaciones que hace Jefferson respecto a la escritura de la Declaración de Independencia de 1776: «El objeto de la Declaración no era descubrir nuevos principios o nuevos argumentos, nunca antes pensados, ni incluso tratar de decir cosas que nunca antes habían sido expresadas, sino poner ante la humanidad el sentido común de los sujetos […] Intentaba ser una expresión de la mentalidad americana». Por un lado, al apelar al sentido común se rebaja el carácter revolucionario del documento. No se trata de pensar, ni expresar nada nuevo — romper radicalmente con lo ponderado y dicho por la tradición— sino de articular, de forma clara y definitiva, lo que ya estaba en la mente de todos. Sin embargo, lo que Jefferson define como «mentalidad americana» no existía de forma plena hasta la firma de este documento; existían las trece colonias, pero no había nación americana a la que le pudiera corresponder una mentalidad específica. Además, faltaba mucho camino por recorrer, incluso en la emergente nación americana, para alcanzar el pretendido consenso que Jefferson postula respecto a la idea más importante que portaba su documento: «All men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness».

El concepto de sentido común que he defendido en estas páginas parte de la noción aristotélica de koinḕ aísthēsis —que se suele traducir al latín como sensus communis—: el lenguaje común de los sentidos, de la sensibilidad. Ahí se asume que cuando se dota de significado a la realidad no solo lo hacemos con la razón, sino que también participan del proceso nuestros sentidos, nuestras percepciones, nuestros afectos y pasiones; con los hábitos del corazón y con los del espíritu. Lo que una época entiende por cordura, y no otra cosa es el sentido común, implica tanto a la razón como a nuestra sensibilidad e imaginación. La locura es tanto la sinrazón como un desarreglo de los sentidos, las pasiones y de nuestra facultad imaginativa. Además, esta postura asume que la razón y los afectos se declinan de forma distintiva en los diferentes momentos históricos —la comprensión se produce siempre dentro de una tradición, desde los propios prejuicios (entendiendo esta última noción en el sentido reivindicativo que le otorga Gadamer y la hermenéutica al concepto)—. Se dota de sentido a la realidad con los pies hundidos en el fango de la historia.

Me explicaré con el otro ejemplo que citas. Lo que aspira a encontrar Tocqueville en los Estados Unidos de América es un nuevo sentido de lo común: la revolución democrática se ha realizado en el viejo continente a nivel material, sin que en las leyes, en las ideas y en las costumbres hubiera ocurrido el cambio necesario para hacer útil esta ruptura abrupta con el Antiguo Régimen. La revolución reventó el viejo sistema de creencias, pero no fue capaz de implantar uno nuevo. Tocqueville describe la quiebra del sentido común que percibe en Europa en los siguientes términos: «es como si en nuestros días se hubiera roto el lazo natural que une las opiniones a los gustos y los actos a las creencias. La simpatía que en todo tiempo se observó entre los sentimientos y las ideas parece destruida y se dirían abolidas todas las leyes de la analogía moral».

En la posibilidad mejor que Tocqueville descubre en los Estados Unidos se crea una síntesis entre la tradición y la innovación, entre «el genio religioso y el genio de la libertad» que cree imprescindible para poder construir el nuevo sistema de afectos, la sensibilidad compartida necesaria para vivir en este nuevo régimen político. Lo que busca en los Estados Unidos de América es un modelo civilizatorio que permita salvar a un gobierno y sociedad civil dominado por la igualdad de condiciones y predispuesto por ende al destino democrático de los dos grandes peligros que, según cree, acechan a esta nueva forma política: la tiranía de la mayoría o la anarquía.

Creo que el desvanecimiento del suelo en el que se sostenía el centro —«el middle o common ground»— tiene que ver con la crisis de los relatos fundacionales que nutrían la nación americana. Estos mitos dotaban al país con una religión civil que, aunque fuera interpretada en muchas ocasiones de forma diametralmente opuesta por los dos partidos políticos que se turnan el gobierno del país, proveía al menos a nivel formal un espacio común para potenciales acuerdos, por tenues que fueran, y disensos que respetaban, al menos, el derecho a la existencia de la fuerza política opositora. En un artículo clásico, Bertrand Russell reflexionaba sobre la debilidad de las democracias occidentales ante los totalitarismos, debido a sus carencias de grandes mitos. Los mitos encauzan las pasiones hacia un mismo destino, garantizan a las naciones el anhelo de un futuro en común. La única excepción que mencionaba el filósofo británico era los Estados Unidos de América. Pero, como ya se adelantó, vivimos en otro momento histórico. No me imagino a nadie hoy en día, en ninguno de los polos del espectro político, repitiendo la frase que incluye Whitman en su prefacio a la edición de 1855 a The Leave of Grass: «The Americans of all nations at any time upon the earth have probably the fullest poetical nature. The United States themselves are essentially the greatest poem».   Dos de los grandes mitos que cohesionaban la Unión Americana, el mito del país en el que casi todos pertenecen a la clase media, o al menos se perciben como tales, y el mito del individuo que se inventó a sí mismo y al hacerlo fundó la libertad moderna —la primera nación donde la ley es el único rey, para decirlo de nuevo con las palabras de Thomas Paine a quien ya he citado—, se han visto muy erosionados en los últimos años. El movimiento 1619, que le otorga al año en que se comienza la trata de esclavos el estatus de acontecimiento fundacional, y el slogan alrededor del cual se organizó Occupy Wall Street (el 99 por ciento contra el uno por cierto, el pueblo contra la oligarquía), son claros ejemplos de ello. El movimiento MAGA (Make America Great Again), por su parte, es una retrotopía—para usar el neologismo de Zigmunt Bauman— un intento reaccionario (en el sentido literal y metafórico de la palabra) de restituir una supuesta edad de oro perdida para que los grandes mitos de la nación americana vuelvan a hacerse realidad.

Hay momentos históricos, como el que vivimos ahora y atestigua la historia europea del siglo XX, en los que la búsqueda de un centro, independientemente de la cantidad de personas que aspiren a ello, tiene algo de quijotesco: tratar de construir un mundo donde ya no lo hay y con materiales, un sistema de creencias, que se consideran anacrónicos, obsoletos. El bombardeo a la línea de flotación que sostenía al centro se expande, además, desde otros frentes. Es muy probable que en este siglo Estados Unidos deje de ser la primera potencia económica mundial —hace ya un tiempo que ha dejado de ser la brújula moral de Occidente—, aunque seguirá por un buen tiempo siendo la primera potencia militar. Históricamente, siempre que la primera potencia militar y económica no coinciden, el conflicto se ha dirimido con la guerra. Serán guerras indirectas (proxy wars), como las que suelen tener las potencias que poseen arsenal nuclear. No obstante, el potencial impacto que tendría sobre la opinión pública norteamericana la pérdida de su protagonismo a nivel global podría ser devastador, pues le daría el tiro de gracia al mito quizás más arraigado en la nación americana: el rol mesiánico que América ha creído tener respecto al resto del mundo.

¿Será el trumpismo solo una anécdota en la historia política norteamericana o ha de rearticular un nuevo sujeto político que redefinirá al partido republicano y lo obligará a rediseñarse o escindirse en varias fuerzas políticas? ¿Logrará sobrevivir la primera república democrática de los tiempos modernos un segundo mandato de Donald Trump? ¿Podrá el partido demócrata interpelar a la población americana con nuevas nociones de comunalidad, como no se cansa de pedir en sus libros y artículos Mark Lilla, y dejar atrás las políticas de la diferencia inherentes a la agenda identitaria y la implosión de los aparatos normativos en miríadas de excepciones? Y otra de mayor alcance: ¿podría los Estados Unidos volver a reactivar las esperanzas de sus ciudadanos y cautivar su imaginación desde una percepción de su destino y su historia totalmente secular, asumiendo la crisis de sus mitos fundacionales?

Intentaré definir a nivel normativo —para recuperar el centro hay que restaurar el prestigio emotivo y conceptual de las normas, de la normalidad— qué significa ese centro o punto medio. Daré un salto en el tiempo, hacia la primera polis democrática, Atenas, y su primer gran legislador, Solón. Para Solón el centro o punto medio —es meson en mesoi— es el lugar donde se funda lo común, lo público. Hay que apresurarse a aclarar que este espacio no debe ser confundido, en ningún sentido, con una noción de neutralidad, que llevaría a no tomar partido por ninguno de los bandos enfrentados. Entre las leyes de Solón destaca una que Plutarco, en sus Vidas paralelas, califica como la más extraña y singular de todas: aquella que condena a la atimia, a la pérdida de los derechos políticos y civiles —participación en la asamblea, derecho a reclamo ante un jurado, poder ser elegido a una magistratura, etc.— a quienes se mantuvieran neutrales en una guerra civil.

Las facciones privatizan la ciudad, la escinden en intereses incompatibles. El medio o centro se construye para postular un espacio común, para alojar las partes que litigan. La stasis, la escisión de la comunidad política en diferentes facciones o bandos, conlleva la privatización del espacio público. El arconte se sitúa con su escudo, como dice el sabio ateniense en uno de sus poemas, en el medio de los ejércitos listos para la batalla. El centro nunca es un espacio cerrado, aunque sí queda limitado por los litigantes que lo circundan. El concepto que define este territorio, metaíkhmion, el espacio que se erige entre dos ejércitos en pugna, expone la labor del magistrado y las instituciones que pretenden instaurar un terreno público para dirimir los conflictos sin que se aspire, desde un consenso ficticio y artificial, a anularlos. Esto impide que las instituciones se cierren dentro de un sistema de creencias que se pretende inamovible o se diluyan en querellas, en disensos, y que nunca arriben a un punto de encuentro. El centro —el espacio desde el cual una sociedad articula lo que considera común— es el lugar imaginario a partir del cual se fundan las instituciones del Estado. En él se intentan encontrar los marcos normativos que permitan hacer inteligibles y compatibles los diferentes reclamos de justicia que nacen de la sociedad civil. Desde ese espacio o tierra de nadie, como tú lo defines en tu pregunta, del cual ninguno de los bandos se ha apropiado todavía, desde ese no man’s land, se funda lo común, lo público.


*Entrevista aparecida en El Estornudo

Un debate sin salida


No por ser una confirmación de lo que parecía inevitable desde hace tiempo lo que se vio anoche en el debate presidencial alcanza la dimensión de terrorífico. De un lado un señor zafio y delincuencial que se siente por encima de todo y de todos, y no tiene la menor intención de dar cuenta al pueblo norteamericano de sus actos o de sus ideas, a menos que se cuente como idea su autopercepción de que él es lo mejor que le ha podido pasar al universo. De otro lado un ser absolutamente senil que no arroja dudas sobre lo que podrían ser sus próximos cuatro años de mandato en el caso dudoso de que alcanzara de nuevo la presidencia: queda clarísimo de que ni su cuerpo ni su mente están a la altura del reto que representa dirigir a los Estados Unidos en los tiempos que vivimos.

No se trata, como en otros casos de elegir entre dos males el menor: dado lo visto ayer estamos abocados a elegir entre dos versiones del mal mayor que es el caos, ya sea encabezado por quien no dudó en instigar a sus partidarios a asaltar el congreso el 6 de enero de 2021 o por quien no se le puede encargar siquiera que apague las velitas de su próximo cumpleaños.

Si es penoso y terrorífico que esto ocurra en cualquier es mucho más preocupante que se trate del país que se precia de ser todavía la primera potencia mundial. Que un país de más de 330 millones de habitantes sea incapaz de generar dos candidatos medianamente presentables es una tragedia no solo para Estados Unidos sino para la democracia y el equilibrio del planeta. Los partidarios de uno y otro bando podrán lanzárseme al cuello cuando lo verdaderamente preocupante es el hecho de que no tenemos nada mejor que escoger.

Discúlpenme la obviedad.

martes, 25 de junio de 2024

La lección olvidada

Los más jóvenes no me van a creer, pero hubo una vez un famoso pensador que anunció que la Historia se había acabado y hasta se lo tomaron en serio. Francis Fukuyama se llama y en su famoso libro El fin de la historia y el último hombre afirmaba que, con la caída del muro de Berlín, la disolución del bloque soviético y el consecuente final de la Guerra Fría sucedía «no sólo... el paso de un período particular de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno de la humanidad». Y así, concluía, la historia, entendida como lucha de ideologías, había terminado.

Había razones para que esta teoría no pareciera un mal chiste y sospecho que una de las principales es el deseo inagotable de la humanidad de sentir que se ha llegado a algún sitio, de entusiasmarse con una perspectiva de final que no fuera precisamente el apocalipsis atómico prometido por la Guerra Fría. Un modo iluso de expresar como un hecho el deseo de que no hubiera más guerras, de que la tolerancia y la comprensión se extendieran por todo el universo y de que las principales competencias que existieran entre los países fueran económicas. O deportivas.  

Debo decir que no me dejé arrastrar por el entusiasmo de Fukuyama y no por ser yo un dechado de sabiduría. Vivía a la sazón en Cuba, uno de los escasos regímenes totalitarios que había resistido la calentura democrática de la última década del milenio pasado, y todavía esperaba que mi país alcanzara esa utopía que el resto veía como condición natural y un poco aburrida. Eso sí, cuando al fin pude salir de Cuba no me abandonaba la sensación de ser anacrónico en un mundo que, pasadas las celebraciones de la caída del Muro de Berlín (que a Cuba nos habían llegado como mero rumor) había pasado la página o cambiado de canal televisivo, inmerso en preocupaciones muy diferentes a las que yo había dejado atrás.

Ya en el mundo exterior, «libre», me vi obligado a aprender muchísimo. No solo tuve que alfabetizarme en esos automatismos de la sociedad moderna que iban desde prepararme para entrevistas de trabajo, hacerme de una tarjeta de crédito u orientarme en el laberinto de un metro o entre las múltiples opciones que ofrece un supermercado para un mismo producto. También debí asumir que la experiencia cubana de escaseces y colas, de ideologización extrema y control policial, de permanente censura y sospecha eran perfectamente inservibles en mi nueva vida donde libertades y derechos civiles se daban por sentado y mis historias cubanas parecían venidas de un planeta ajeno e incomprensible.

De cualquier manera, mi experiencia no era del todo inútil. Si se le observa con atención, el totalitarismo tiene sus maneras de educarnos, aunque no sea más que explicar la importancia de ciertas cosas por el método de privarnos de ella. Por ese sistema inverso de enseñanza, en mis 28 años cubanos pude aprender a valorar los peligros de la ideologización extrema de la sociedad, el de mezclar ética y estética, o descubrir la relativa poca importancia de las opiniones políticas —siempre sujetas a cambios y transformaciones— para evaluar la esencia de un ser humano. Y hasta la importancia esencial de proteger los derechos de las minorías, no habiendo en un estado totalitario minoría más vulnerable que aquellos que lo contradicen. 

Acá aprendí no pocas cosas y, en ese sentido, la lección más valiosa me la dio justamente un señor que estaba en mis antípodas políticas. Solicitaba yo un puesto de profesor de español y mi entrevistador, al enterarse de que era cubano empezó a alabar a mi dictador de cabecera y al régimen que representaba. De inmediato olvidé toda etiqueta y me enredé en una discusión sobre un tema que nos importaba tanto como contrarias eran nuestras opiniones al respecto. Ya me disponía a retirarme cuando mi entrevistador me anunció que me esperaba a la semana siguiente a trabajar. Esa fue una crucial lección de tolerancia que me ofreció mi adversario de unos segundos atrás: que la discrepancia de nuestros puntos de vista no influía en la evaluación de mi capacidad laboral, algo que mi experiencia cubana no me permitía sospechar.

Un cuarto de siglo ha pasado desde entonces y Estados Unidos ha cambiado y no necesariamente para mejor: prima el extremismo y la polarización, cada vez es más difícil disociar las opiniones políticas de las relaciones interpersonales al punto que la mayoría de mis estudiantes reconocen ser incapaces de tener amistad con alguien que contradiga sus convicciones políticas fundamentales; cada vez se estimula menos el pensamiento crítico independiente para darle más peso al espíritu de manada, cualquiera que esta sea; los actos de censura desde cualquier punto del espectro político y social han pasado a normalizarse hasta extremos inimaginables años atrás; la crispación favorece la intolerancia y el fanatismo ideológico. 

Siempre he sospechado que en mis intercambios con los estudiantes yo soy el gran beneficiado. A cambio de conocimientos sobre lengua y literatura ellos me ofrecen una continua actualización de cómo las nuevas generaciones se interrelacionan, se divierten piensan y sueñan. No es poca ganancia (aparte del salario, por supuesto). Y si algo he notado es un creciente y profundo desencanto con la democracia liberal, la misma a la que Fukuyama le auguraba un futuro brillante y ubicuo. No rechazan el concepto de democracia, pero el modo en que esta se verifica en Occidente les parece falso y anticuado. A la fuente de todos sus malestares le llaman “capitalismo” y al cumplimiento de sus sueños le aplican el concepto vago de “socialismo”. En general concuerdan conmigo en que el comunismo fue una experiencia fallida, pero lo hacen pensando menos en la lógica criminal del Gulag que en la ridiculez tecnológica y ética que se encarnaron en productos como el Trabant, ese sucedáneo de automóvil que se fabricaba Alemania Oriental.

Quiero decir que la idea de mis estudiantes de lo que tuvo que sufrir la otra mitad de la humanidad durante buena parte del siglo XX es bastante frívola. No los culpo. Sus maestros nunca tuvieron oportunidad o tiempo de digerir las enseñanzas que ofreció la experiencia totalitaria, la que conocieron a través de la poco confiable propaganda de la Guerra Fría. A lo más que podían llegar era a una acumulación de exotismos atroces sin asociarlos con el atractivo que ofrece el totalitarismo a toda sociedad moderna y que la democracia es incapaz de satisfacer. La democracia liberal alimenta y libera, pero no ilusiona. Y si bien las nuevas generaciones no cifran sus esperanzas en erigir una nueva versión del comunismo no han renunciado a la búsqueda del absoluto que antes prometieron las religiones y los totalitarismos. No importa que los presupuestos ideológicos sean distintos: los que aprendimos las profundas lecciones del totalitarismo del siglo XX en carne propia podemos notar por todas partes la misma rigidez mental, el mismo frenesí engreído por arrancar la raíz de la injusticia humana acumulada desde el neolítico a la fecha, las mismas ansias de retorno a una edad dorada inexistente (da igual que sea la comunidad primitiva o los años 50 del siglo pasado) y el mismo desprecio por las virtudes básicas de la convivencia democrática.

Ese peligroso sentimiento de familiaridad hace que, para alguien como yo, empeñado en enseñar las complejidades del lenguaje y la literatura (que es una manera concreta de enseñar la complejidad del mundo), sienta que una experiencia que parecía definitivamente superada tiene nueva relevancia. Que no está de más recordar que los humildes principios de la democracia no están ahí para satisfacer las ansias de absoluto de nadie sino para hacer nuestra coexistencia habitable para todos. Y que aquella democracia que hace treinta años amenazaba con apoderarse del planeta y que hoy está en retroceso en todas partes es la peor de las formas de gobernar una sociedad, excepto por todas los demás. 

lunes, 17 de junio de 2024

El lugar de enunciación



De los comentarios a mi último artículo en El Toque, Fidel, tirano tímido me llama la atención uno que proclama: “Otro que vive afuera y se toma el valpr de escribor de lejos”. Intuyo que quiso decir “Otro que vive afuera y se toma el valor de escribir de lejos”. Si ese fuera el caso -que hasta las críticas hay que hacerlas legibles antes de contestarlas- me bastaría citarle un cuento que escribí en mis años cubanos y leía en cada peña que me presentaba. Y como se negaron a publicarlo allá (como en la revista Contracorriente a la que me acerqué confundido con el nombre de la publicación) tuve que publicarla en Puerto Rico. Comenzaba el cuento así:

“Desde hacía ya varios meses el ascensor no funcionaba y todo el que quisiera subir al edificio debía hacerlo por las escaleras. El tránsito por ellas era bastante monótono hasta que una madrugada, en la pared de uno de sus rellanos, apareció un letrero que gritaba con fuertes trazos negros “¡Abajo el presidente!”. Durante cuatro días no sucedió nada (en la pared) pero al quinto, tacharon con creyón rojo la palabra “Abajo” y la sustituyeron por “Viva”. Más tarde apareció escrito con pequeñas letras de lápiz “¿Cuál presidente? ¿El del consejo de vecinos?”. La respuesta fue redactada con gruesas letras negras “No, el otro, el hijo de puta”.

De acuerdo a la lógica de mi comentarista podría reclamar mi derecho a tildar de “tirano” al comandante fuera de Cuba luego de haberlo llamado "hijo de puta" dentro aunque si mi comentarista fuera un ejemplar de la especie conocida como ciberclaria común sobra la cita del cuento y todo lo demás. Por definición una ciberclaria es impermeable a cualquier razonamiento sin contar con que puede tratarse de un chatbot con problemas de deletreo.



Pero sucede que con todo y sus erratas este comentario resume de manera bastante fiel la opinión de muchos, ciberclarias o no, e incluso de quienes se consideran a sí mismos anticastristas rabiosos. Según estos solo tienen derecho a criticar al castrismo -aparte de ellos mismos, con ese privilegio que tenemos los hijos a juzgar a los padres- aquellos que se hayan atrevido a hacerlo dentro de Cuba. Como si el exilio no se tratara justamente de intentar hacer lejos del régimen lo que en el territorio que controlan es virtualmente imposible. Como si el deber de todo exiliado no fuera ejercer los derechos negados a sus compatriotas en su lugar de origen.

Parecería que los que así razonan al menos le conceden el privilegio de la crítica a los que están expuestos a las represalias del sistema pero suelen ser los mismos que en cuanto se alza una voz crítica dentro de la isla la acusan de pertenecer a agentes encubiertos del régimen. Ya le ha ocurrido a figuras como Oswaldo Payá y a Yoani Sánchez y a todo aquel que se atreve a hablar donde otros hacen silencio porque no hay señal más clara de la complicidad con el régimen que atreverse a criticarlo sin que te maten.

Los de tal parecer son -sospecho que sin saberlo- seguidores de Walter Mignolo, el camaján posmoderno que desarrolló el concepto de “lugar de enunciación” según el cual lo importante no es lo que se diga sino desde dónde se diga. Solo que en el caso de nuestros posmodernos involuntarios no hay lugar posible para la crítica del régimen. Ni siquiera las cárceles porque ¿cómo puede ser creíble una voz que debe la comida y el agua a la benevolencia de sus carceleros?

En fin, que gracias a esa bonita combinación de pureza y sospecha el castrismo se va volviendo tan irreprochable como ha sido criminal. No hay espacio legítimo para la crítica que no sea el más allá una vez que, asesinado por el régimen, se esté entonces en condiciones fiables de ejercerla. Conquistadas las garantías que da el martirologio solo faltará resolver el siempre difícil problema de las comunicaciones entre ultratumba y el más acá.


domingo, 2 de junio de 2024

Las élites occidentales y el comunismo

 

Stephen Koch en su libro El fin de la inocencia, dedicado a la red de propaganda y espionaje construida por el stalinismo en Occidente aborda, entre tantos temas, el de por qué las élites intelectuales se sumaron con tanto ardor al entramado comunista:


A menudo, la gente se pregunta con verdadera perplejidad cómo pudo ser que tantos de estos ingleses privilegiados fueran «traidores a su clase». Eso es desconocer tanto su traición como su clase. El aparato de Münzenberg llegaba a todo país que fuese del interés de los soviéticos: Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos, Holanda, las democracias escandinavas y muchos más. En todas partes se lanzaba a organizar las élites intelectuales, en especial donde esas élites estaban en formación, es decir, en las universidades. Precisamente la misma gente que instituyó la penetración en Cambridge supervisó operaciones paralelas en Nueva York y Washington, en la Ivy League y la École Normale Supérieure, de París a Berlín. La Internacional era realmente internacional. El obvio aunque raramente comprendido golpe de genio en los servicios secretos detrás de esas operaciones era el simple reconocimiento de un vínculo esencial entre el llamado «sistema» (por el cual se da a entender poco más que a la élite de un país determinado) y lo que llamó Lionel Trilling la «cultura de adversarios», esa parte de la sociedad que, en virtud de su educación superior y su equipamiento critico, desarrolla una posición determinada dentro de la clase media, basada en la ambigüedad y en una perspectiva crítica, en la argumentación, el conocimiento y la protesta. Esta cultura de adversarios representa una rama de las clases medias, por lo general, su ala de mayor vigor intelectual y artístico. Aunque sea de forma ambigua, se siente atraída por las posturas radicales pues éstas forman parte de su visión de la libertad y de la verdad. Se imagina que la solución radical demolerá la fachada burguesa; sospecha que la visión radical alcanza la verdad más profunda. De hecho, la capacidad real de comprender o aceptar la visión radical es lo que la cultura de adversarios cree que la distingue de la inmensa clase media hipócrita y mediocre a la que pertenece, pero de la que quiere, comprensiblemente, apartarse”

Pero no se trata solo del espionaje, ni de la propaganda sino de estimular y aprovechar cierto sentimiento de rebeldía y superioridad intelectual y moral existente en las universidades. Algo que explicaría desde las actuales protestas hasta casos como el de Ana Belén Montes:

El reclutamiento de los espías de Cambridge y agentes similares en todas las democracias se basaba en este simple postulado: la cultura de adversarios es una élite. Esto es lo que comprendían y explotaban los operativos fundadores del grupo de Cambridge, Arnold Deutsch y Theodore Maly. Y lo mismo sucedió con ese residente de la Internacional que instruyó al joven Whittaker Chambers en la Biblioteca Pública de Nueva York. A la juventud elitista puede convencérsela de la calidad de su rebeldía. Es posible que acarreen esas presunciones hasta la madurez y hasta el poder. Coged esa protesta en la escuela. Desarrolladla correctamente. Profundizadla; convenced de su bondad, asustad con ella, presionad con ella, ponedla en una red. Entonces habréis forjado el invisible vínculo «revolucionario» entre la bohemia y el poder.

Más adelante Koch emprende una defensa parcial de esta actitud:

Del mismo modo, la historia moral de estos escondidos idealistas de la Revolución —un notable número de los cuales reclutados con los auspicios de Münzenberg— necesariamente incluye a muchos que encarnaron las mejores ideas, talentos y valores existentes en la cultura progresista de su tiempo. La derecha tiende a condenar toda la cultura de adversarios porque de ella salió un grupo de simpatizantes, espías y traidores. Esto es más que absurdo. En la mayoría de las democracias liberales, la cultura de adversarios incluye gran parte de lo que representa lo mejor de la sociedad: lo más animado, osado, creativo; lo más consciente. Fue así en la Rive Gauche de André Malraux; lo mismo en la bohemia de Greenwich Village donde los reclutadores del apparat lograron cosecha tan ubérrima. Y lo mismo sucedió en los dormitorios del Trinity College, donde en 1938 Anthony Blunt llevó a cabo su discreta campaña de reclutamiento. Y lo mejor es digno de recordarse.

No obstante, aclara:

Al hacer esta afirmación no es mi intención evocar alguna clase de contracultura sentimental para justificar a estos hombres y mujeres miserables. Los espías de Cambridge fueron servidores de Stalin, estalinistas puros. Lo mismo pasó en Francia, Estados Unidos y los demás países democráticos. No habrá perdón histórico para ellos. Nada puede borrar su infamia. Su servicio a la tiranía y sus mentiras acaso fueron en el fondo más infames que la terrible serie de traiciones y crueldades que a sabiendas se llevó a cabo gracias a su complaciente colaboración. No obstante… hay que reconocer que se aproximaron a su meta maléfica y sucumbieron a ella guiados por un conjunto de inquietudes que fueron y siguen siendo admirables e incluso indispensables: indispensables para la sociedad y para nosotros. No hay la menor duda de que sus actividades fueron reprochables. Pero también debe vérseles desde la perspectiva de la observación de Rebecca West: «El caso del traidor siempre es complejo. Se trata de un tipo necesario de persona». De Praga a Hollywood, ése fue el caso.
Willi Münzenberg 



Para Koch operativos como Münzenberg fueron tan eficaces porque lejos de la rigidez ideológica supieron aprovechar al máximo estas contradicciones:

Desde la primera hora, Münzenberg comprendió perfectamente esta simbiosis de radicalismo, elitismo y poder. Por esa razón, descubrió que una vía posible era el patrocinio de importantes exposiciones de, por ejemplo, arte dadaísta. Münzenberg en persona se dejó fotografiar en admiradas exposiciones dadaístas en las que su maestro Stalin hubiera encontrado buenas razones para fusilar a todos los participantes. Por esa misma razón su gente distribuyó copias en dieciséis milímetros del cine soviético de Eisenstein y Pudovkin en todos los campus universitarios de Occidente. Estas actividades lograron una cosecha excelente de simpatizantes de alto nivel cultural, y de esa multitud salieron, en especial de la primera fila, unos pocos futuros espías de verdad.