Desde finales de 2022 desfilaron por diferentes escenarios algunos de los nombres más destacados de la música isleña: Vanito Brown, Kamankola, Boris Larramendi, Carlos Varela, Sweet Lizzy Project, David Torrens, el Funky, Kelvis Ochoa y El B (de Los Aldeanos). Cantautores, rockeros y raperos, principalmente, si es que vale hacer la distinción. Mientras otros productores respaldados por patrocinios poderosos se inclinan por agrupaciones bailables o reguetoneros con los que es habitual que se identifique la música de la mayor de las Antillas, los de Lei Nai Shou se empecinaron en hacer conciertos más o menos íntimos con músicos menos taquilleros que durante tres décadas se han esforzado por mostrar una faceta poco habitual de la música cubana, pero no menos rica e importante —la música que aprecia y se nutre de la inmensa riqueza de su tradición, pero que no pretende reducirse a esta—.
El público de la zona, compuesto en lo principal por cubanos de la diáspora, agradeció el esfuerzo asistiendo religiosamente a cada una de las presentaciones de Lei Nai Shou en Nueva York y Nueva Jersey. (Una excepción fue el formidable concierto de El B, que atrajo una entusiasta falange de seguidores de otras partes de Latinoamérica). Luego de tantos años de sequía musical, la presencia de artistas tan bien escogidos era agradecida como si se tratara de uno de los milagros bíblicos con los que Dios se hacía querer por los israelitas.
Después estaba el componente social de los eventos, la música servía de pretexto para el encuentro de una comunidad más bien dispersa con pocas oportunidades para reunirse. La música, como ha ocurrido siempre entre cubanos, sigue siendo nuestra lingua franca, presta a asociar cuando otros asuntos tienden a separarnos. De una manera inteligente, gozosa, pero sin aspavientos, Lei Nai Shou anda entregado al negocio de hacer patria.
Otros se habrían conformado con el éxito que tuvieron los conciertos en terreno local, pero «conformarse» es verbo incomprensible para Lei Nai Shou. Venían probando desde la primavera pasada extender su propuesta hacia el sur, en el proceloso Miami. Lo probaron con David Torrens y vieron que era bueno. El próximo paso fue proponerse un festival cultural que durara un fin de semana —desde la tarde del viernes hasta la noche del domingo— y que incluyera todas las disciplinas artísticas (empezando por la música), pero que se ampliara hasta la literatura, el teatro, el cine, las artes visuales, el tatuaje y la artesanía y cuanta variante de creatividad apareciera en el camino.
Cuando Lei Nai Shou anunció Guagua Cuban Festival del 20 al 22 de octubre de 2023 en Allapattah, Miami, más que una cartelera real tenía la pinta de un buen vuele psicodélico (18 bandas en tres días). A eso, añadirle espectáculos teatrales, presentaciones de libros, de actores, artistas visuales, realizadores cinematográficos, psicólogos, you name it. Tampoco Allapattah —el sitio donde se celebraría el festival— parecía favorecer los sueños de Lei Nai Shou. Allapattah tiene fama de barrio deprimido, peligroso, de esos en que tristes gasolineras parecen puestos de avanzada en territorio enemigo, oasis de civilización. Un lugar donde buena parte de los miameses no se atrevería a entrar ni mucho menos a dejar su carro desatendido durante horas. La pregunta inicial no era si el festival sería un éxito, sino si un aparato que desde el principio parecía tener demasiado peso podría levantar una pulgada del suelo.
Encima, los de Lei Nai Shou, acostumbrados a la puntualidad norteña, no habían tenido en cuenta un factor local, el llamado horario de Miami. El acuerdo tácito entre los compatriotas de que si cualquier actividad, desde un concierto hasta una boda, se anuncia para una hora determinada, esta no comenzará sino hasta una hora después. De modo que cuando todo estaba listo para arrancar en la Esquina de Abuela —el rincón de Allapattah que Lei Nai Shou se había pasado dos semanas acondicionando— todavía no había público suficiente para arrancar la Guagua. Hasta que al fin empezaron a llegar los primeros audaces, quienes se atrevieron a dejar su carro en las calles del barrio o en manos de cualquier borrachito con chaleco reflectante y gestos serviciales que lo cuidaría por un módico precio. Fue entonces que la Guagua echó a volar. La banda de Ricky Castillo fue la que entonó las primeras notas de un festival condenado desde ese momento a alcanzar el estatus de legendario.
En La Esquina de Abuela, la Guagua tomó vuelo el viernes y no aterrizó hasta finales de la noche del domingo. El diligente equipo de Lei Nai Shou se movía de un sitio a otro eléctricamente para asegurarse que todo fluyera: los eventos simultáneos de las distintas disciplinas, los puestos de venta de artesanía, los de comida y de bebida. (La comida fue el gran bache de la Guagua, tan mala como cara. De la bebida no puedo decir lo mismo, me concentré en la recién descubierta Tropical Amber al punto de que, con las ganancias derivadas de mis gastos, la cervecera podría abrir una sucursal en Nueva Jersey —espero que capten la indirecta—).
El público se conmovió con los libros Cuando salí de Cuba y Las víctimas olvidadas del Che Guevara presentados por dos Marías, Pérez y Werlau respectivamente; y con el estreno como autor infantil de Tomás Castellanos con En los sueños de Cecilia; se divirtió con Memeo todo, la serie de libros de memes creados por el realizador Juan Carlos Cremata y con el desternillante monólogo de Iván Camejo. Se emocionó con los provocadores cortos de Eliecer Jiménez y con el entrañable homenaje de Ian Padrón a su padre, el creador de Elpidio Valdés y Vampiros en La Habana; y con las presentaciones en torno a artistas como Laura Alemán, Nelson Jalil y Luis Manuel Otero Alcántara.
Concierto del viernes: Ricky Castillo band, Andy García band, El Igor, Qva Libre y Gabriela de la Portilla (el concierto en realidad empieza en el minuto 30 del video).
Pero el plato fuerte de la Guagua fue la música. El desfile incesante de bandas y solistas, rockeros, jazzistas y raperos fue como abrir un catálogo minucioso, aunque no exhaustivo, de la escena alternativa cubana en Miami. A los sospechosos habituales (Boris Larramendi o Kamankola) se les unieron bandas de arribo reciente a la ciudad (la magnífica Qva Libre y agrupaciones instantáneas con músicos intercambiables, pero siempre magníficos).
Impresionaba casi todo: el frenesí con que la banda del pianista Andy García (fácil no confundirlo con su tocayo actor, sobre todo en lo tocante al talento musical) atacó clásicos como «Los tres golpes» de Ignacio Cervantes; la energía de Qva Libre, banda a la que pareció no alcanzarles la hora y tanto en la que estremecieron el escenario; la furia inteligente de Kamankola; Ezzakossa y 12 Ruinas; la entrega del indomable Funky, dándolo todo y más ante un sol de justicia; el impetuoso swing de Igor, de Manny Swagg, de Machaka Band, de Bita y su banda. La justicia poética fue cerrar el concierto del sábado con Boris Larramendi, fundador de 13 y 8, de Habana Oculta y de Habana Abierta y precursor de los nuevos caminos que se ha venido labrando la música cubana en las últimas tres décadas.
Cuando salía la tarde del sábado de la Esquina de Abuela, una yumo-asiática detuvo su carro para preguntarme en inglés qué estaba pasando allá adentro. Le hablé de un festival de cultura cubana, pero no pareció entender. Quizá por la dificultad de asociar «Cuba» con «cultura». Pero en cuanto dije «Cuban music» su rostro se distendió. «Wow, cool», exclamó y siguió camino. No sé si luego se animó a subirse a la Guagua. En cualquier caso, sospecho que de haberlo hecho lo que escuchó allá dentro contradijo su idea de música cubana. Prejuicios sobre prejuicios sobre prejuicios. Aunque espero que si la Guagua no se correspondía con la idea yumo-asiática de Cuban music, al menos fuera evidente su condición cool.
Musicalmente hablando, hubo un solo acto en la Guagua en que algo no pareció encajar. Tocaba un grupo que no hubiera desentonado en cualquier otro festival, pero que en ese fin de semana en la Esquina de Abuela estaba fuera de lugar. Los músicos eran solventes y ejecutaban sin esfuerzo lo que el género exigía, pero les faltaba el swing, la mezcla perfecta de energía, originalidad y gracia que había reinado de manera ininterrumpida durante tres días en la Guagua.
Fue entonces que pude entender el tremendo privilegio de haber montado en la Guagua aquel fin de semana. De asistir al despliegue de talento que en una ciudad complejísima como lo es Miami, ignorante tantas veces de su propia riqueza, solo pudo ser reunido por la empresa audaz, sensible e inteligente que dirigen los muchachos de Lei Nai Shou —sin patrocinadores ni apoyo oficial—. Empresa cuyo negocio no es la explotación de la nostalgia, sino la de abrir los ojos y oídos al futuro anunciado por el talento que circula incesante por las venas de la ciudad.
Algo de eso debió entender el público —no tan masivo como debió serlo— y los artistas que no se perdían las presentaciones de sus colegas, conciertos que fueron recogidos cuidadosamente en videos que ahora pueden ser consultados en las redes. Queda fuera de esos videos, no obstante, la energía epidémica que electrizó la Esquina de Abuela y que quedará asociada para siempre con la leyenda de Guagua Cuban Festival. La fiesta que anudó de manera inédita y definitiva lo cubano, su cultura y lo cool.
Pero el plato fuerte de la Guagua fue la música. El desfile incesante de bandas y solistas, rockeros, jazzistas y raperos fue como abrir un catálogo minucioso, aunque no exhaustivo, de la escena alternativa cubana en Miami. A los sospechosos habituales (Boris Larramendi o Kamankola) se les unieron bandas de arribo reciente a la ciudad (la magnífica Qva Libre y agrupaciones instantáneas con músicos intercambiables, pero siempre magníficos).
Impresionaba casi todo: el frenesí con que la banda del pianista Andy García (fácil no confundirlo con su tocayo actor, sobre todo en lo tocante al talento musical) atacó clásicos como «Los tres golpes» de Ignacio Cervantes; la energía de Qva Libre, banda a la que pareció no alcanzarles la hora y tanto en la que estremecieron el escenario; la furia inteligente de Kamankola; Ezzakossa y 12 Ruinas; la entrega del indomable Funky, dándolo todo y más ante un sol de justicia; el impetuoso swing de Igor, de Manny Swagg, de Machaka Band, de Bita y su banda. La justicia poética fue cerrar el concierto del sábado con Boris Larramendi, fundador de 13 y 8, de Habana Oculta y de Habana Abierta y precursor de los nuevos caminos que se ha venido labrando la música cubana en las últimas tres décadas.
Cuando salía la tarde del sábado de la Esquina de Abuela, una yumo-asiática detuvo su carro para preguntarme en inglés qué estaba pasando allá adentro. Le hablé de un festival de cultura cubana, pero no pareció entender. Quizá por la dificultad de asociar «Cuba» con «cultura». Pero en cuanto dije «Cuban music» su rostro se distendió. «Wow, cool», exclamó y siguió camino. No sé si luego se animó a subirse a la Guagua. En cualquier caso, sospecho que de haberlo hecho lo que escuchó allá dentro contradijo su idea de música cubana. Prejuicios sobre prejuicios sobre prejuicios. Aunque espero que si la Guagua no se correspondía con la idea yumo-asiática de Cuban music, al menos fuera evidente su condición cool.
Musicalmente hablando, hubo un solo acto en la Guagua en que algo no pareció encajar. Tocaba un grupo que no hubiera desentonado en cualquier otro festival, pero que en ese fin de semana en la Esquina de Abuela estaba fuera de lugar. Los músicos eran solventes y ejecutaban sin esfuerzo lo que el género exigía, pero les faltaba el swing, la mezcla perfecta de energía, originalidad y gracia que había reinado de manera ininterrumpida durante tres días en la Guagua.
Fue entonces que pude entender el tremendo privilegio de haber montado en la Guagua aquel fin de semana. De asistir al despliegue de talento que en una ciudad complejísima como lo es Miami, ignorante tantas veces de su propia riqueza, solo pudo ser reunido por la empresa audaz, sensible e inteligente que dirigen los muchachos de Lei Nai Shou —sin patrocinadores ni apoyo oficial—. Empresa cuyo negocio no es la explotación de la nostalgia, sino la de abrir los ojos y oídos al futuro anunciado por el talento que circula incesante por las venas de la ciudad.
Algo de eso debió entender el público —no tan masivo como debió serlo— y los artistas que no se perdían las presentaciones de sus colegas, conciertos que fueron recogidos cuidadosamente en videos que ahora pueden ser consultados en las redes. Queda fuera de esos videos, no obstante, la energía epidémica que electrizó la Esquina de Abuela y que quedará asociada para siempre con la leyenda de Guagua Cuban Festival. La fiesta que anudó de manera inédita y definitiva lo cubano, su cultura y lo cool.
*Tomado de El Toque
Esto está buenísimo. Hay que apoyarlos
ResponderEliminarSe mencionan abiertamente muchos nombres, incluso de grupos asistentes a otros eventos no en Miami. Pero no bastaron las letras para desenmascarar a esa banda que no encajó en el panorama sonoro del Guagua festival. Anímese e instrúyanos.
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