Jesús Castellanos Villageliú (La Habana, 1879-La
Habana, 1912) más que un escritor es un caso. O varios juntos: a) el del
escritor brillante que muere justo cuando más se esperaba de él, a la desconsoladora
edad de 33 años; b) el de ser, pese a su brillantez, el más desconocido de sus
contemporáneos cubanos; c) el de aparecer asociado a un grupo de escritores —la
llamada “primera generación republicana” a la que pertenecen Carlos Loveira
(1882-1928), Miguel de Carrión (1875-1929) y, estirando un poco la denominación,
José Antonio Ramos (1885-1946)— tan distante en apariencia de nuestras
preocupaciones e intereses y, sin embargo, tan tremendamente vigente; d) el de
ser autor de La manigua sentimental, una noveleta maldita que a cien años
de su publicación en la revista madrileña Los Contemporáneos nunca ha
sido editada como libro independiente. Castellanos es un caso tan complicado
que hace este prólogo casi necesario.
Sin dudas, la vigencia queda fuera del alcance de
un escritor: no hay manera cierta de imaginar cuáles serán los problemas que
afrontará una sociedad dentro de tantos años y la maña que se dará para
resolverlos o cuál de los ciclos habituales que afronta una civilización
(nacimiento, crecimiento, plenitud y decadencia) se cumplirá en determinado
momento del futuro, sintonizando sus preocupaciones con las de cierto texto
anterior. La vigencia o trascendencia es una lotería que más que hablar bien de
un texto habla mal de la sociedad que no ha sabido superar insuficiencias que ya
se percibían uno o dos siglos atrás. Sí es culpa del que escribe su capacidad
para afrontar los dramas colectivos o individuales con mirada aguda y lúcida,
al margen de las conveniencias del momento, misión que Castellanos cumplió con
creces.
El talento de Castellanos no pasó desapercibido en
su época. Merced a los cuatro títulos que publicó entre el nacimiento de la
República cubana (1902) y la muerte del autor (1912) (Cabezas de estudio,
De tierra adentro, La conjura y La manigua sentimental) y a
las decenas de artículos que escribió en aquella década como columnista de La Discusión, el autor de La manigua sentimental llegó a ser
reconocido como la principal figura literaria de aquella generación. Ese
prestigio le valió para fundar y dirigir algunas de las instituciones
culturales más importantes de la época. O para que, al margen de su activa
labor como organizador y animador de la vida cultural de la época, el crítico
Max Henríquez Ureña le atribuyese el “más vigoroso temperamento de novelista de
la primera generación republicana”. Su intenso, aunque breve, currículum hace
de su olvido un fenómeno sospechoso.
Una breve biografía (a su pesar)
Nacido en La Habana el 8 de agosto de 1878, meses
después de concluir la Guerra de los Diez Años, Jesús Castellanos Villageliú venía
de una familia “bien establecida”, como se decía por entonces. Y amplia: Jesús
fue el tercero de ocho hermanos. Ambos padres, Manuel Sabás Castellanos Arango y
Mercedes Villageliú Irola eran cubanos, patriótico detalle del que no podían
presumir Martí o Maceo. Manuel Castellanos, el padre, había estudiado medicina en
la Sorbona de París y ratificado su título en España, para luego obtener los doctorados
de Ciencias y de Farmacia en la Universidad de La Habana. Tenía seis años Jesús
cuando su familia se traslada a la entonces población de extrarradio de Jesús
del Monte donde el pequeño aprende sus primeras letras en la modesta escuela
que dirigía la maestra Carmen Chamorro. En 1889 Jesús, quien ya tiene once
años, se muda con su abuelo Nicolás a San José de las Lajas, donde comienza sus
estudios de bachillerato “siguiendo el sistema de estudios privados” aunque el
último año de sus estudios intermedios lo realiza en el Instituto de La Habana.
Jesús parece haber sido un joven brillante, precoz
e inquieto. En 1893, con solo quince años matricula en la Universidad de La
Habana. Allí comienza estudiando Filosofía y Letras para luego pasarse a la
carrera de Derecho. Descubiertos su talento y vocación por las artes visuales toma
clases de dibujo con el pintor Leopoldo Romañach en la Academia de San
Alejandro. En la universidad, Castellanos ayudaría a fundar los semanarios La
Joven Cuba (1894) y La Juventud Cubana (1894) que luego se convierte
en El Habanero (1895), donde publica principalmente poesía. Hay suficientes
referencias patrias en los títulos de esas publicaciones como para preocupar a
los padres. Pero no se trataba solo de fundar revistas. Jesús planea incorporarse
al bando independentista de la guerra iniciada el 24 de febrero de 1895. Al
confesarle su proyecto a su hermana María esta, preocupada por la juventud del
hermano, se lo cuenta a sus padres. Como no todos los padres cubanos son Carlos
Manuel de Céspedes o Mariana Grajales, los de Jesús, para evitarle la tentación
de unirse a la guerra, lo enviaron a México en 1896 a vivir con su tío Pedro
Calvo.
Poco después de su llegada a la capital mexicana, Castellanos
entra en febrero de 1896 en la Academia San Carlos para proseguir sus estudios
de dibujo iniciados en La Habana. Pero ni los estudios ni la distancia atenúan
el ardor patrio del muchachito: pronto entra en contacto con el representante
del Partido Revolucionario Cubano allí, Nicolás Domínguez Cowan, y se asocia a cuanta
organización separatista encuentra, organizando colectas para las llamadas “México
y Cuba”, “Morelos y Maceo” e “Hijas de Baire”. Cuando años más tarde, en el prólogo
de su primer libro, declara que allí ha querido sincerarse “de una vez de toda
la enorme dosis de cursilería que en mi alma supusieron tres años de emigración”
Castellanos sabía de lo que estaba hablando. Según Max Henríquez Ureña “Jesús
disponía de una corta mesada para cubrir sus atenciones; de ella deducía cuanto
le era posible para las cajas de la revolución: en momentos de gran aflicción para
la causa separatista como fueron aquellos en que se desplomó inerme Antonio
Maceo, cedió íntegra la cantidad de que disponía para todo el mes”. En febrero
de 1898, Castellanos viaja a Cuba con intenciones presumiblemente subversivas, pero
debe “regresar casi enseguida con sus padres a México donde esperaron juntos el
desenlace de la guerra hispano-americana”.
La guerra concluye en el mismo 1898 pero no es
hasta el año siguiente que los Castellanos Villageliú regresan a Cuba. Esta vez
Jesús iniciará estudios de Arquitectura en la Universidad de La Habana que abandonará,
faltándole dos asignaturas para graduarse, para retomar la carrera de Derecho y
titularse Doctor en Derecho Civil en 1904. Ya para entonces, Jesús Castellanos
se había convertido en uno de los periodistas y caricaturistas más conocidos
del país. Desde 1901 Castellanos había comenzado a colaborar con el periódico La
Discusión de Manuel María Coronado y con Patria, dirigido por Mario
García Kohly, para el que creó sus famosas “Siluetas Políticas” que luego convertirá
en el libro Cabezas de estudio (1902).
Un incidente nos retrata al Castellanos de
aquellos años al mismo tiempo que a su época. En la Semana Santa de 1901 publica
en La Discusión una caricatura en la que se burla de la Enmienda Platt (el
artilugio legal impuesto por el gobierno norteamericano que anulaba de hecho la
soberanía de la naciente constitución permitiendo la intervención militar en el
país cuando los Estados Unidos lo considerara necesario). La caricatura hace
que el gobernador militar de la isla, Leonard Wood, mande a detener a Castellanos
y a Coronado, el dueño del periódico, y a clausurar la publicación. No
obstante, ante el malestar público causado por la medida, el gobernador Wood
debe revocarla al siguiente día. La caricatura en cuestión representaba al
pueblo cubano como Cristo en la cruz mientras el senador Orville Platt, vestido
de soldado romano, empuña una lanza con la famosa esponja con vinagre en la
punta en representación de su enmienda. No está claro si esto fue lo que le molestó
al gobernador Wood o el verse dibujado como uno de los dos ladrones de la
imaginería cristiana crucificados a los costados del pueblo cubano. El otro
ladrón crucificado era ni más ni menos que el presidente norteamericano William
McKinley.
Aunque toda la obra de Jesús Castellanos pudo
reunirse póstumamente en tres gruesos tomos impresiona que esta la realizara en
apenas once años, al mismo tiempo que desarrollaba su carrera de abogado. En
1906, el mismo año que publica la colección de cuentos De tierra adentro,
es nombrado abogado de oficio de la Audiencia de La Habana. Y en 1908, año en
que su novela La conjura obtiene el primer premio de los Juegos Florales
del Ateneo de La Habana, es nombrado fiscal de la Audiencia de La Habana. El 26
de agosto de ese mismo año, Jesús Castellanos contraerá matrimonio con Virginia
Justiniani en la Iglesia del Ángel para luego emprender viaje por Francia,
Bélgica y Estados Unidos.
Al año siguiente Castellanos publica en Madrid la
premiada novela La conjura y, en 1910, se le desata la fiebre fundadora:
con su gran amigo, el intelectual dominicano Max Henríquez Ureña, crea la
Sociedad de Fomento del Teatro, que no tuvo mucho éxito, y luego la Sociedad de
Conferencias. También ese año fue miembro fundador y primer director de la
Academia Nacional de Artes y Letras y publica, en Madrid, la noveleta La
manigua sentimental en la revista Los Contemporáneos.
Sin embargo, el cuerpo de Castellanos no estuvo a
la altura de su espíritu creador. Una afección digestiva lo lleva a intentar
recuperar su salud en Lake Placid, en el estado de Nueva York, y luego por las
mismas razones pasará temporadas en la Isla de Pinos, en el pueblo de Santa María
del Rosario y en Amaro en la antigua provincia de Las Villas. A pesar de tales
cuidados, Castellanos contrae fiebre tifoidea y muere el 29 de mayo de 1912 en
La Habana. Al morir, además de su viuda, el escritor dejaba dos huérfanos,
Julio y Alicia, de dos años y nueve días de nacida respectivamente, y una novela,
Los argonautas, inconclusa.
La República y las letras
¿Cómo asistir al nacimiento de un Estado? Es
probable que esa pregunta se la hiciera cada cubano alrededor del 20 de mayo de
1902, la fecha en que técnicamente Cuba pasaba de ser una suerte de protectorado
norteamericano a convertirse en República. Todo parece indicar que en aquellos
primeros momentos la mayoría de los intelectuales cubanos se unió a la euforia
del resto de sus compatriotas (“Tendrá que
ver cómo mi padre lo decía: la República” escribiría décadas más tarde el poeta
Eliseo Diego). El famoso desencanto
republicano de que hablan tantos críticos e historiadores fue una invención
posterior, afincada en el gesto de un poeta, Bonifacio Byrne, quien desde “distante rivera” ya venía con “el alma
enlutada y sombría”.
Jesús Castellanos estaba entre los entusiastas,
aunque desde su primer libro, Cabezas de
estudio, no pareciera
hacerse demasiadas ilusiones con los hombres que le estaban dando forma al
nuevo Estado. Mientras otros veían
en aquellos primeros representantes de la República la condensación de todas
las virtudes patrias, Castellanos describió personas cuyos méritos pasados no
borraban su humana vocación por el error ni las más profundas miserias. ¿Por qué pensar que de aquellos
personajes que paseaban sus vanidades o torpezas en la Asamblea Constituyente
saldría mágicamente la república magnífica y justa que deseaba el difunto
Martí? ¿Era sensato esperar que del envilecimiento colonial o la destrucción de
la guerra surgiría, por arte de una constitución copiada con más o menos
aplicación de la de Estados Unidos, un estado exitoso y ejemplar? Impacta de
esa galería de retratos escritos y literales (Castellanos era, además de
escritor, un excelente dibujante) recogidos en Cabezas de estudio,
la resistencia de Castellanos a dejarse impresionar por figuras que, en buena
parte, eran leyendas del proceso independentista. Del futuro presidente Alfredo Zayas nos dice
que “Durante la guerra conspiró con entusiasmo. Seguramente no pudo contener su
fiebre de elocuencia, y bien pronto lo detuvieron. Lo facturaron a Ceuta, tal
vez para estudiarlo como nuevo suplicio para los deportados en aquella plaza
fuerte. ¡Oh, crueles refinamientos del despotismo colonial!”. De Luis Estévez y
Romero, quien se convertiría en el primer vicepresidente de la nueva República
comenta que “une a sus buenas cualidades la modestia, y la modestia en nuestra
tierra es como los zapatos: muy bonitos, pero estorban para trepar”. De Enrique
Messonier representante y “ex -anarquista” concluye que “pensó con juicio que
donde no existía nación, no había gobierno que destruir y que por lo tanto lo
mejor que se podía realizar era hacer esa misma nación para después hacerla
víctima de sus arraigadas convicciones”. Y del poeta y patriota Esteban Borrero
Echevarría (padre a su vez de la malograda poeta Juana Borrero y amigo de
Julián del Casal) nos comenta que “más que en sus esfuerzos por la patria, era
en su estro poético, a fuerza de gritos, en lo que confiaba siempre don Esteban
para la realización de sus ideales. Prueba de ello es que acto continuo a la
terminación de la guerra de los diez años, disparó sobre el país su primer tomo
de poesías, como si ya no hubiese bastantes calamidades públicas en Cuba con la
presencia del señor Marcos García[1]
y la fundación del partido autonomista”.
No era sin embargo Castellanos un cínico
profesional; más bien todo lo contrario. Asumió con terquedad casi ingenua la
misión social de los intelectuales “de enseñar y aun de padecer en la
enseñanza”. Consideraba que los intelectuales deberían
sentir la obligación política
que implica la fortuna del talento y cómo a la sociedad pertenece, en la justa
proporción en que los dones han sido repartidos y lo mismo que los músculos del
gañán y el valor del héroe, la cantera de pensamientos en embrión que la
casualidad puso bajo su cráneo y que es su deber pulir siempre, como un
diamante que da luz y raya el vidrio.
Pese a todo su esfuerzo por dotar de un corpus
institucional al gremio de los intelectuales parece ser que Castellanos antes
que edificar una República de las Letras se propuso forjar las letras de la
nueva República. Comprendía, como ninguno de sus contemporáneos, la necesidad
de reconstruir la imagen de lo nacional no en mera oposición al dominio
metropolitano sino como un ente con el mayor grado de autonomía posible. Lo que
Castellanos constataba era que, al llegar la oportunidad de poner en práctica
los antiguos proyectos de emancipación (no sólo política), la sociedad prefería
entregarse a los rituales más elementales de lo inmediato. Viendo peligrar el
proyecto de reconstrucción nacional y, al mismo tiempo, el estatus de los
intelectuales, Castellanos advertía que “Contra ese feroz mercantilismo que nos
incapacita para saber cuáles son nuestros propios destinos, hay que reaccionar a
tiempo. Nuestra sociedad está necesitada de desinterés, de vistas largas al
mañana; nuestra sociedad muere de provisionalismo, de impaciencia ignorante
para hacer el negocio rápido y sobre andamios”. Pero —pese al empeño del
crítico Luis Toledo Sande en describirlo como un narrador “agonizante”— Castellanos
era, como el título de un proyectado libro suyo, un optimista. Contrariaba el
aserto de que un pesimista es un optimista bien informado. Castellanos, siendo
uno de los intelectuales cubanos más actualizados de su tiempo —al punto de
escribir una excelente columna semanal sobre relaciones internacionales—
compartía el entusiasmo de la Belle Époque
europea lo bastante como para decir que “Libre
de terrores religiosos, libre aun de la comezón ideológica que devoró a tantos
antepasados suyos por saber el origen del mundo, libre de cuanto pueda trabar
el amplio juego de su pensamiento y de su expresión, el ciudadano del siglo XX
puede considerarse relativamente redimido del pesimismo”. Y tanto optimismo,
claro, no le permitió ver la hecatombe que se aproximaba bajo la forma de
Primera Guerra Mundial.
Ese optimismo Castellanos lo extendía al mejoramiento
patrio, aunque el propio concepto de patria le pareciera sospechosamente
utilitario:
Las patrias políticas no han
nacido solas —escribía en 1907—; que ha sido necesario inventarlas, seguramente
para la conveniencia de una época. […] Esto de las patrias es nuevo: lo
concibieron Cromwell, los revolucionarios del 89, Washington, que no encontraron
otra manera de sujetar la antigua cohesión nacional, económicamente ventajosa,
sobre la base tambaleante, indecisa, de la democracia, que siempre significó el
desencaje, la diversificación, el desmoronamiento.
La patria, asumía este positivista confiado en las
potencialidades del progreso y la razón, era una convención, pero “las
convenciones humanas se consuman para el bienestar; no sé de ninguna asociación
dispuesta y conservada para sufrir”. Castellanos creía en las virtudes de un
nacionalismo “constructivo” en tanto asociación creada para asegurar y
multiplicar el bienestar colectivo, en la misma medida en que recelaba de la
variante del nacionalismo que “nutre el entusiasmo por entidades jurídicas,
como la nación, el estado, y por símbolos correlativos como el pabellón, el
escudo”. El nacionalismo, sea cual fuere, afirmaba, “es cosa perfectamente
artificial y por lo tanto modificables los prejuicios que de él se derivan”.
Entrando en la manigua
Creo que hablar de
premeditación en los participantes del movimiento sería completamente erróneo.
Subjetivamente puede suponerse que poseían las motivaciones y los sentimientos
que tan bien expresó la literatura de la resurrección nacional. (…) La forma en
que Ruritania consiguió su independencia cuando la situación política internacional
lo propició es ya parte de la historia, y no es este el lugar para repetirla.
Ernst
Gellner
En 1910 Jesús Castellanos publica La manigua sentimental en la revista
madrileña Los Contemporáneos, editada por Eduardo Zamacois,
novelista empeñado en difundir el género narrativo conocido como nouvelle.
La manigua sentimental cuenta las
peripecias de Juan Agüero Estrada, un “estudiante de Derecho boquirrubio y
almidonado”, que bajo el peso de apellidos que resumían buena parte de la
historia insurreccional de la isla, decide incorporarse a la última guerra de
independencia cubana.
En mis abuelos fue costumbre
el guerrear contra la España colonial. (…) Mi padre, pobre viejo maniático de
hoy, fue aquel Agüero y Castillo que con su bello gesto de libertar en la
mañana de la sublevación en su batey, a sus trescientos negros de dotación,
asombró a los oficiales que semanas antes le saludaban en un besamanos de
palacio, y hasta inspiró una oda —conservada en la familia— a cierta poetisa
que era la preocupación celosa y ¡cuán poco artística! de mi madre.
Juan (“Mis padrinos, desdeñosos acaso ante mi
lámina esmirriada y lamentosa, no me creyeron digno de ser Bernabé o Serapio,
como los héroes de aquel entonces de hace treinta años”) es a un tiempo un
personaje bastante bien delineado y un arquetipo: el del joven urbanita y
elegante que ha de pasar de su idea edulcorada del campo insurrecto en la que
“un general reunía cada noche en su rancho a todo su estado mayor en arduas
disquisiciones sobre el porvenir de la patria y las relaciones de la música con
la poesía” a la incómoda y vulgar realidad de jefes tercos en el campo de
batalla e inescrupulosos en la lucha sorda, pero constante, por saciar sus
apetitos sexuales en los campamentos mambises.
Pese al escandaloso tratamiento que dio
Castellanos —en su dimensión bélica y en la sexual— a un tema que parecía destinado
a tonos estrictamente épicos no ha trascendido ningún debate contemporáneo a su
publicación. Esto podría achacarse a la escasa difusión que pudo tener dentro
de la isla una novela editada en Madrid y a que el más constante estudioso de la
obra de Castellanos —el dominicano Max Henríquez Ureña—, quizás preocupado por
la recepción que podría tener el libro, lo describiera como “una de las más
bellas evocaciones narrativas, si no la más bella que se conoce de la guerra de
independencia cubana, por la interesante armazón episódica y por los
pintorescos y exactos cuadros de la vida de los cubanos en la manigua”.
Ninguna alusión a la relajada moral de su
protagonista, a sus poco patrióticos devaneos, a su tragicómica convivencia con
el enemigo. Tampoco al tremendo personaje de Timotea la Tenienta, descrita con
una ferocidad no exenta de admiración como “temible marimacho” y “una de esas
amazonas negras, que aterraban a los soldados bisoños, extraña bestia andrógina
que ninguna lujuria hubiera profanado”. Timotea
debe figurar entre las primeras representaciones de un personaje transgénero en
el más bien mojigato canon cubano.
Una lectura atenta de las crónicas y documentos de
las guerras de independencia ofrece otro motivo que explica por qué La manigua sentimental no provocó un
escándalo en el momento de su publicación: la representación que nos da de la
guerra era mucho más fiel a los recuerdos de los que participaron directamente
en ella que los entusiastas recuentos de los manuales de historia que desde
entonces se han publicado para ilustrar a los futuros ciudadanos de la
república.
Si algún escándalo provocó el libro de Castellanos
fue en las muy posteriores valoraciones de los críticos que han abordado su
obra después de 1959. Luis Toledo Sande, al referirse a la novela en su prólogo
a la edición de la obra de Castellanos, dice que “La manigua sentimental
es un testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada por la
búsqueda de lecciones heroicas, fáciles de encontrar en las gestas independentistas
del país, para estimular la lucha gracias a la cual se transformaría la
realidad de la patria”. La molestia que le produce esta noveleta al crítico lo
lleva a pasar del análisis de la obra al de las carencias de la biografía del
autor al que considera afectado como otros “hombres de su condición social y
que no se habían relacionado con la lucha de la manera más directa y comprometida
posible; es decir, como combatientes”. Poco le faltó a Toledo Sande repetir con
el Che Guevara que el pecado original de Castellanos fue no ser un verdadero
revolucionario.
Me gustaría repetir con Toledo Sande que críticas
como la suya son testimonio de una forma de pensar que fue felizmente superada,
pero un crítico posterior —Alberto Garrandés— nos dice en 1993 que Castellanos “ofrece
una incorrecta e injusta valoración de la última guerra de independencia”
porque el autor “había olvidado la índole aleccionadora de un pretérito
heroico”. Les traduzco: lo que Garrandés le echa en cara a Castellanos es no
haber concebido una representación del proceso independentista desde un punto
de vista modélico, moralizante, con el Bien y el Mal debidamente repartidos a
los lados de las fuerzas que se enfrentaban. O, al menos, como sí hicieron
otros escritores, ver en los malos mambises el germen de los funcionarios
corruptos de la República.
El juicio de Salvador Arias sobre la noveleta fue,
en este contexto, una excepción, al analizarla fuera de las coordenadas
ideológico-patrióticas de los anteriores. Y, sin embargo, no le encuentra mejor
defensa a La manigua sentimental que encuadrar a su protagonista en la
condición de pícaro. No se atreve a preguntarse por qué Castellanos insiste en
describir “la evolución del pícaro durante las guerras independentistas”, ni
cómo esta picaresca pone en entredicho el relato épico sobre el que se edificó
la Nación y que parece el único género posible para narrar este proceso.
Esa concepción pueril de la literatura como
proveedora de modelos de conducta, de lecciones inspiradoras para transformar
la realidad de la patria, ya la había superado Jesús Castellanos en sus treinta
años de vida. El pecado que le achaca Luis Toledo Sande a Castellanos de no
escoger “las grandes heroicidades de la gesta” tuvo menos de negligencia que de
alevosía. En su largo panegírico sobre la vida y obra de Castellanos que
encabeza la Colección Póstuma de sus
textos Max Henríquez Ureña reproduce las notas preparatorias para la noveleta.
Estas incluían un nutrido listado de acciones bélicas que Castellanos pensaba
incluir en La manigua sentimental: “El
protagonista se une a Maceo en uno de sus altos. De ahí sigue con él a la
invasión (al Occidente del país) (…) 29 de noviembre. Paso Trocha Júcaro a
Morón”. Y así prosigue enumerando parte de las acciones más importantes de la
guerra en las que supuestamente haría participar a su personaje. Sin embargo,
luego de enrolar brevemente a Juan Agüero en la epopeya de la invasión, lo hace
desviarse por uno de los tantos callejones laterales de la Historia nacional.
En alguna parte apunta que “os he
hablado más de lo que quería del curso homérico de la insurrección”. Esa
elección nos dice mucho de sus intenciones al escribir La manigua sentimental. No
es la guerra lo que le importa a Juan Agüero. De ella dice algo que podría suscribir
ese Castellanos amigo del progreso: “Con permiso del coronel ¿Puede
haber cosa más inhumana que la guerra?”.
A diferencia de novelas anteriores y posteriores,
Juan Agüero Estrada no es una personalización de la idea de revolución, ni
siquiera de su traición o de una corrupción de esta. Las causas que determinan las
decisiones del protagonista no se originan en la confirmación o negación del
sentido de la revolución: la responsabilidad y las consecuencias de sus
acciones le conciernen únicamente al personaje. Pero ni siquiera en su
individualidad —y eso posiblemente es lo más conflictivo de la novela— Agüero
Estrada es demasiado excepcional. Si lo asumiéramos como pícaro tendríamos que
reconocer que casi todos los personajes de la noveleta participan de esa
picaresca. El lugar sagrado de la fundación de la Nación se convierte en el
campo de batalla de pillos empeñados en repartirse un botín en la forma de
cargos y mujeres.
Por otra parte, Castellanos, como letrado de la nueva república cree
necesario darle voz al individuo en la vorágine de la guerra como manera de
recordarnos que esos individuos, con sus muy particulares defectos y virtudes, van
a ser los futuros ciudadanos de la república. En su artículo de 1907, “Las
transformaciones del patriotismo”, Castellanos sintetiza la transferencia del
espíritu bélico a la vida republicana en la alusión a un amigo que es “hombre
de guerra; sus ojos tienen un borde sanguinolento de viejas indignaciones
acumuladas. Revolucionario, respira por el muerto respeto a las categorías y
lamenta cordialmente el desuso de las condecoraciones”. Castellanos resiente
cómo la idea de patriotismo que enarbola su amigo se haya ido imponiendo
socialmente a otras más constructivas: “Este mi amigo es patriota; el ser
hombre de guerra no es un obstáculo para ello. Parece antes bien, que entre sus
conciudadanos una cosa es comprobación de la otra”. Castellanos establece una preocupante conexión
entre el provincianismo de su amigo y su incapacidad para resolver las
cuestiones nacionales de otra forma que no sea a través de la violencia. “Mi
amigo suspira por una patria aislada del cosmopolitismo contemporáneo, exenta
de toda extraña férula moral o legal; y en ella una vida indómita que florezca
al menos en tres revoluciones anuales”.
Lo que defiende Castellanos tanto en “Las transformaciones del patriotismo” como
en La manigua sentimental es la
defensa del hombre común, ese mito pequeño burgués, frente a los que dicen
representar las más íntimas voluntades del panteón patrio. Una rara defensa del
derecho y del deber de los primeros a no dejarse arrastrar por los segundos a
la sangrienta tradición del heroísmo como forma de vida, usando como ideología
sus instintos más elementales:
Justo es que los hombres de
guerra acaricien perspectivas de revoluciones. Es tendencia humana el conducir
insensiblemente nuestras opiniones hacia el rumbo de nuestros intereses. El
reino de la teoría no tiene vallas que no invada la pasión. Pero ¿compartirán
el pensamiento de mi amigo las buenas gentes que comen a hora regular y
observan las modas?
Jesús Castellanos en La manigua sentimental evita repetir el gesto de Manuel de la Cruz,
maestro particular de Castellanos cuando éste se preparaba para entrar en el
Instituto de La Habana, y a su vez autor de los Episodios de la Revolución Cubana, libro que educó a la generación
de la última guerra de independencia sobre los heroísmos de la primera. No es
que Castellanos despreciase las virtudes educativas de la historia de la que
afirmaba que tenía “un valor sensible en la dirección de los pueblos: admirando
lo pasado se aprende a querer lo presente”. Replicando
el ademán de su admirado Émile Zola de hacer literatura social escribiendo
contra la sociedad, Castellanos apuesta por hacer literatura nacional
escribiendo contra la nación o al menos fuera de ella, desde la mirada
deliberadamente estrecha de un personaje no especialmente ejemplar. Juan Agüero
no es héroe, pero tampoco antihéroe: sólo hace suya la guerra cuando le es
imposible alcanzar cierta paz interior. Sande nos dice que el drama de
Castellanos fue no haber participado en la guerra mientras que Julio E.
Hernández Miyares insiste en sus intentos en 1895 y 1898 —todavía un adolescente—
por incorporarse a la manigua, ambos frustrados por su propia familia. No es
difícil imaginar en la biografía bélica de Juan Agüero el modo en que
Castellanos trató de imaginar cómo hubiera sido su propia participación en la
guerra. Y no se hace ilusiones: en la manigua él habría estado tan fuera de
lugar como Juan Agüero. O como Martí, de quien Castellanos afirma en un
artículo: “Se comprende la lamentación sorprendida de Rubén Darío al verlo
metido en estos trigos de heroísmo y martirio: ‘—Maestro, ¿por qué nos has abandonado?; ese no es tu campo’”.
Escribir contra la nación es para Castellanos
un modo de recordarnos que su aceptada sacralidad no es más que una convención
colectiva para intentar recuperar el sentido cuando se nos escapa
individualmente. La disidencia de Castellanos respecto al Gran Relato de la
Nación es un modo de devolverle sentido a los nexos entre la nación y los
individuos que la componen. Es
su manera de coincidir por anticipado con Brodsky cuando el poeta ruso dijo que
la literatura es “el mejor argumento contra cualquier
teoría política que solo tenga en cuenta a las masas y aplaste al individuo”.
Cuando Castellanos se sumerge en esta manigua de ficción no va en busca de la
independencia del país sino de su personal libertad de escritor que hasta
entonces había consagrado sus esfuerzos a intentar complacer las necesidades nacionales.
La libertad de representar sus obsesiones con esa soltura, gracia y precisión es
la única vigencia que en definitiva cuenta: saber que en medio de la borrachera
ritual ante la epopeya recién concluida —cuando, como en toda épica, los
hombres estaban más cerca de sus dioses— hubo alguien que pudo verla desde esa
distancia y, al mismo tiempo, con tanto detalle.
1 Político
nacido en Sancti Spíritus, participante en la Guerra de los Diez Años y luego
fundador del partido Autonomista, que llegaría a ser alcalde de la ciudad y
luego Gobernador General de la provincia de Santa Clara durante el breve
gobierno autonómico de 1898. De él dirá Jesús Castellanos en Cabezas
de estudio que “se distinguió notablemente cuando la guerra de diez años. Como el
militar de la novela de Constantino Gil era especialista en retiradas: no tenía
rival para preparar una salida a tiempo y era un héroe temible a la hora del
rancho. Hay quien asegura que recibió honrosas heridas en el calcañal y en
ambos codos”.
*La noveleta La manigua sentimental puede adquirirse aquí
La mentalidad "revolucionaria," que desgraciadamente no fue uno de los absurdos inventos de Fidel Castro, le ha hecho enorme daño a Cuba y le ha costado incalculablemente cara. En el caso de Batista, que era un problema político que sin duda alguna se hubiera superado bastante pronto y de forma infinitamente menos nociva si hubiera imperado la sensatez, la opción violenta y radical fue mucho peor que un error--dadas las consecuencias, fue un crimen. No hablo solamente de los que nunca actuaron de buena fe ni con buenas intenciones, sino de todos los responsables por el desastre, aunque hayan sido comemierdas idealistas.
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