A mi abuelo nunca le gustó Aquello. O puede que sí. Quizás durante los primeros meses en que Aquello se deshizo en promesas para todo el mundo. En que negaba lo que era y afirmaba lo que no iba a ser. “La Revolución era verde como las palmas, decían”, me recordaba mi abuelo. Y se detenía allí mismo. Como si no necesitara nada más para completar la acusación. El viejo rencor de gente que se sentía engañada porque a la revolución le habían cambiado de color. No se trataba solo de una cuestión cromática. La Revolución había llegado para frustrarle el mayor negocio de su vida. No recuerdo los detalles pero incluía una venta de ganado que luego se convertiría en algo más que a su vez se multiplicaría en dinero o propiedades. Algo así como la versión adulta del cuento de la lechera. Una trama parecida a la de los planes de Quientusabes. Con la diferencia de que los planes de mi abuelo no involucraban a todo el país. Mi padre se reía de mi abuelo, recordándole su perfecta incapacidad para los negocios. Mi abuelo, decía, fracasó con un bar que derivó en lugar de fiestas para sus amigos. Y hasta con un banco de apuestas ilegales por empeñarse en pagarle los premios a los ganadores.
Lo que mi abuelo no le perdonaba a Aquello fue que le embargaran la finca aun estando dentro del límite permitido por las nuevas leyes. Que luego consiguiera recuperarla tras meses de reclamaciones no le bastó. Nunca les perdonó el disgusto. Vuelto a la tensa normalidad de Aquello, mi abuelo se encerró en su rencor disimulado. Alguna vez lo vi ir a la tienda de víveres a comprar la cuota que los burócratas de La Habana le habían destinado. Inspeccionaba los plátanos como si tuvieran alguna plaga y soltaba algo como “¿Y a esto le llaman plátanos?”: el colmo de la rebeldía permitido en aquellos tiempos si preferías no caer preso. No sé si mi abuelo llegó al desafío de bautizar a los bueyes de su yunta como “Comandante” y “Bandolero” para darse el gusto de insultar al origen de sus desgracias mientras araba la tierra. Sí recuerdo que una de sus vacas se llamaba “Porvenir”, lo que bastaba para que a mis seis años fuera mi favorita. ¿No era el porvenir el mejor de los tiempos posibles? ¿Acaso todo el país no luchaba para alcanzarlo? Hasta que mi abuelo me aclaró que la llamaba así porque era la última vaca que llegaba al corral, la última que quedaba por-venir.
Mi abuelo no era inclinado a lamentarse. Del gobierno o de cualquier otra cosa. Pero cuando se encontraba con alguien de confianza, en esas conversaciones donde la complicidad hace superfluo llegar al final de las oraciones, mi abuelo soltaba alguna frase rotunda que me bastaba para saber lo que pensaba sobre el gobierno. Algo así como:
—Esto está peor que cuando Machado.
Se refería al gobierno presidido por Gerardo Machado entre 1925 y 1933. Tan bien le fue en sus primeros años que decidió proclamarse dictador. Entonces estalló la bolsa de valores de Wall Street en 1929. Desde entonces la dictadura de Machado se convirtió en el símbolo cubano del hambre. Pues en opinión de mi abuelo la mejor época de Aquello —época que el consenso popular sitúa a la altura de los años ochenta— era peor que el machadato.
Yo lo escuchaba como se escucha a los abuelos: como excentricidades de alguien que pertenece a otro tiempo, aun cuando siga en este. Como algo que no guardara contacto con mi realidad ni, por tanto, estuviera sujeto a sus correspondientes juicios morales. Mi abuelo era la única excepción que yo hacía en mi vida de creyente en Aquello.
Aún así en esa ocasión u otra parecida me atreví a comentarle a mi abuelo:
—Pero Machado mataba a la gente.
—Deja que se le reviren a este para que tú veas cómo los mata también.
No me habló de los miles de fusilados que ya había por cuenta de Aquello, muertos de los que por fuerza tenía que saber. Se limitó a mencionar el potencial de Aquello para el crimen como quien enuncia una ley física.
Eso sí: mi abuelo evitaba discutir con mi padre. Adoraba a mi padre con la devoción del hombre que se ha equivocado mucho y ha decidido enfocar toda su bondad en su único hijo. (Su único hijo dentro del matrimonio. Antes tuvo otros dos a los que no creo que tratara como tales). La única vez que los vi envueltos en algo parecido a una discusión política yo era demasiado pequeño para precisar los detalles. Todavía andaba la guerra de Vietnam. Apenas recuerdo a mi abuelo a la defensiva, eludiendo un tema que vería como una distracción de su mundo inmediato. Y a mi padre insistiendo en lo mucho que debería interesarle aquella guerra que ocurría a X kilómetros de su finca. Mi abuelo apenas se atrevió a responderle que lo que ocurriera en Vietnam no era asunto suyo.
Fue lo más cerca que lo vi de hacerle alguna resistencia a mi padre. Por lo demás lo obedecía ciegamente. Como cuando le pidió que entregara la finca. No le faltaba razón a mi padre. No porque el Estado fuera a cuidar mejor de la tierra, pero mi abuelo ya estaba demasiado viejo para lidiar, además de los trabajos habituales que la finca demandada, con los continuos robos de animales. Demasiado para un viejo solo en un país en el que estaba prohibido contratar mano de obra. Pero mi abuelo no obedeció a mi padre porque tuviese razón. Lo hizo porque no sabía negarse a cualquier cosa que le pidiera. Como cuando años después le pidió que él y mi abuela se mudaran a Santiago de las Vegas, para tenerlos más a mano y cuidarlos mejor. A 18 kilómetros en vez de 540. Mi abuelo accedió a alejarse de los amigos, los vecinos y del resto de la familia. Él, que siempre vivió más tiempo fuera de la casa que dentro de ella.
Nunca le oí a mi abuelo quejarse de entregar la finca, vender los animales, dejar de montar a caballo cada día. Con su sombrero tejano y su cuchillo con cabo de pistola al cinto cosa impresionante en un país donde solo los policías andaban con armas de fuego. Lo más próximo a la queja que le escuché fue un día que andábamos por el campo visitando amigos. Siete u ocho años después de rendir su finca a la insistencia de mi padre. Íbamos a caballo, conversando, cuando de pronto nos detuvimos ante una buena extensión de tierra desnuda. Una calvicie inmensa en medio del verde de aquellos campos, con tractores cruzándola en todas direcciones como si no hubiera nada más importante en el mundo que levantar polvo. En medio de las nubes coloradas se alzaba una casita minúscula que entre tanto tractor pasaba por almacén de piezas de repuesto. Algo así.
Mi abuelo se limitó a decir:
—Esa era la finca.
Fue entonces que cubrí aquella tierra calva con yerba, le instalé cercas alrededor y rodeé el almacén de piezas de repuesto con un jardincito, arbustos de ajíes, corrales y galpones hasta poder aceptar que ese trozo de tierra sin sentido había sido la finca de mi abuelo, el paraíso de mis veranos. No le dije nada. ¿Qué podría haberle dicho?
Pero mi abuelo, insisto, no era hombre inclinado a la amargura. O sabía disimularla muy bien, que es más o menos lo mismo. Cuando mi padre le pidió mudarse a La Habana lo obedeció sin entusiasmo, pero sin melancolía. Intentó adaptarse como mejor pudo. Los que temíamos que aquella criatura hecha para el aire libre y la montura del caballo se secara en medio del asfalto de aquel pueblito en las afueras de La Habana nos equivocamos. El abuelo pronto hizo amistades con los vecinos y se inventó la ocupación de ir a comprar galletas a Rancho Boyeros para revenderlas en el barrio. Menos por hacer dinero o por nostalgia de sus tiempos de negociante frustrado que por mantenerse ocupado, útil. Su modo de alejar ese punto irreversible en que los viejos se dedican a esperar cómo la muerte va a su encuentro.
Pero el Hambre también destruyó su nuevo plan de vida, su último proyecto de comerciante minúsculo. Ya no había manera en qué transportarse ni galletas que comprar y revender. En ese momento en que mi abuelo se pudo despachar con cuchara amplia todo el rencor que había acumulado contra Aquello se abstuvo de hacer cualquier comentario. En el momento en el que la realidad le daba la razón con más fuerza que nunca, el viejo nos escuchaba desahogarnos mientras mantenía el más estricto silencio. Estricto pero elocuente. Como si no entendiera nuestra molestia tardía contra unas circunstancias que siempre le habían parecido atroces. Como asombrado ante nuestra extraña sensibilidad. O quizás no. Quizás lo que le frustraba tanto como para no querer ni mencionarlo era que, una vez acostumbrado a que Aquello hubiese destruido sus sueños, hiciera lo mismo con los nuestros.
De vez en cuando salía a caminar por el barrio con su cuerpo reducido, su bamboleo cojo de barco, y sus brazos largos y todavía sólidos pero cada vez era más fácil encontrarlo en casa, sentado, leyendo el mismo libro: la poesía completa del falso poeta rústico conocido como El Cucalambé. Fue nuestro mejor momento. Por fin teníamos tiempo que dedicarnos. Yo a preguntarle por enésima vez cómo había perdido dos falanges del dedo índice. O por recuerdos que lo alegraran a él y a mí me dieran idea de cómo era vivir en un mundo tan distinto del mío. Mundo de comida abundante y bromas medievales por el que mi abuelo se desplazaba, orondo. Mundo en que se sentía vivo de una manera que ni siquiera yo era capaz de imaginar.
*Publicado originalmente en Insularis Magazine.
Esto me ha recordado a mi abuelo, que empezó de muchacho repartiendo agua en una cantera de piedra, pero sí le fue bien con los negocios. La "revolución" se los quitó todos, el trabajo y tesón de toda una vida, y al decir de mi madre, bajó la cabeza y no la volvió a levantar. Eso no se me olvida, como no se me olvidan muchas cosas semejantes, aunque no se trata de nada que no le haya pasado a muchos otros. Mi repugnancia visceral por la "revolución" no se basa en lo que me hizo a mí, sino en que le echó a perder la vida a muchos en mi familia porque para eso estaba, no para cumplir ninguna de sus incontables promesas falsas. Y no, no habrá justicia en este mundo.
ResponderEliminarTu relato me recuerda tanto como mi abuela me contaba que cuando iba a la escuela, sus padres le daban 1 centavo con el cual se compraba una naranja o ... una manzana!.. yo le pedia una y otra vez que me contara lo mismo, aquel mundo raro, donde un hombre con un tallercito de arreglar zapatos mantenia una familia de 8 miembros, con modestia pero sin que les faltara nada
ResponderEliminarEn la plantación que hoy es Cuba, el progreso individual (y el colectivo también) están prohibidos por decreto desde hace más de 6 décadas.
ResponderEliminarA veces se escribe con la pluma. A veces con el corazón. Esta es una muestra.
ResponderEliminarMucha gente "de antes," que ya no eran jóvenes en 1959, tienen que haberla pasado muy mal bajo la "revolución," sobre todo si no eran partidarios del nuevo orden. Siento una gran pena por ellos, no solamente por lo que perdieron sino por lo que tuvieron que aguantar, por la mierda y horror de sistema y sociedad que les impusieron tras destruir lo que había sido su mundo. Eso fue un enorme crimen, y el hecho de que no hubo ni habrá justicia es algo muy duro. Repito, mi odio visceral por Aquella Mierda no se trata de lo que me quitaron o me jodieron a mí, sino de los innumerables cubanos que tuvieron que pagar MUY caro por lo que fue culpa de otros.
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