Nuestra época, obsedida por la seguridad física pero también mental, tiene demasiadas cosas que decir sobre los efectos del arte en sus consumidores. Por ejemplo, se va convirtiendo en axioma la idea de que representar cualquier comportamiento negativo equivale —a menos que se los condene de manera pedagógica y fosforescente— a glorificarlo. También gana adeptos la noción de que consumir una obra de arte equivale a compartir el punto de vista de su creador, incluyendo sus vicios más oscuros y clandestinos. Al arte se le exige en estos días que, además de inequívoco y racional, sea aséptico.
Es el nuevo credo de estos tiempos. El de la seguridad. La física, pero también la espiritual. Se aspira a andar con el alma tan sujeta y acolchada como los cuerpos cuando viajan en coche. Vale recordar —si se me permite tal platonismo a estas alturas— que tras la ortodoxia de la Edad Media se había consensuado concederle al alma libertades que no nos tomábamos con el cuerpo. Incluso cuando imperaban los dogmas más rígidos, el arte, en su labor de alimentar las almas, siempre sintió atracción por lo herético. Cierta pulsión por escapar no solo a las razones humanas sino hasta a la lógica divina. Así fue en la arquitectura que Dante le diseñó al infierno o en los paraísos pintados por El Bosco.
Así lo dictaba la idea romántica que regía al arte hasta ayer. El artista con respecto a su arte era un pequeño dios creador, un demiurgo. El conductor de una fuerza creativa que no acertaba a comprender ni a controlar del todo. El narrador uruguayo Felisberto Hernández afirmaba con el confiado titubeo que se emplea en estos casos: “Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda”.
De tales romanticismos se solía abusar perdonándoles a los artistas las transgresiones que cometían en sociedad, como si fueran una extensión de sus audacias creativas, o como si estas los eximieran de sus obligaciones ciudadanas. En estos tiempos ocurre justo lo contrario. No solo se les responsabiliza a los artistas por su conducta, sino también por la nuestra. De creadores más o menos irresponsables de lo que se inventan, más o menos inconscientes, se les quiere convertir en una suerte de pedagogos, responsables de impedir que se perpetúen los males del mundo. Imposible ver por vías normales los últimos estrenos de Roman Polanski o Woody Allen a causa de sus reales o supuestas aberraciones sexuales. Y ese consenso general, hijo de las precauciones corporativas, se transfiere a las aulas en la forma de una antinatural infantilización de los estudiantes.
El año pasado (2021), se exhibió en el Museo Metropolitano de Nueva York una retrospectiva de la pintora Alice Neel (1900-1984). De simpatías comunistas y feministas, adelantada al menos un par de generaciones a la suya, los chocantes y vitales retratos que se exhibieron allí exceden con mucho las timoratas explicaciones que los curadores les colocan a un costado. Como para controlar la libertad salvaje de la artista, intentar domesticarla. Penoso esfuerzo. Las potentísimas pinturas de Neel escapan a la ideología de los curadores y hasta a los propios dogmas políticos de la artista y nos enfrentan a esa “inminencia de una revelación, que no se produce” que, según Borges, es el hecho estético. Ese reto a nuestros prejuicios, nuestros hábitos mentales, y hasta a los de la propia creadora, nos acecha detrás de cada uno de sus cuadros, obligándonos a reconsiderar un montón de ideas, incluidas las que tenemos sobre lo bello.
Es lo que debería suceder cada vez que nos encontráramos frente a un verdadero creador y la sensibilidad nos alcanzara para adentrarnos en su universo. Porque ningún detalle de la biografía del artista alcanzará para anular o explicar del todo la belleza de su obra. Y para esa inmersión en lo bello las muletas de las convenciones de la época, de su moral —por progresivas que sean— siempre terminarán estorbando. “Una vez que descubres lo que hay de bello en este mundo dejas de ser un esclavo” escribió Muhammad Iqbal. No explicó el poeta de qué servidumbres nos liberaríamos, pero son tantas y tan variadas en cada uno de nosotros que no creo que tenga sentido mencionarlas.
Es lo que debería suceder cada vez que nos encontráramos frente a un verdadero creador y la sensibilidad nos alcanzara para adentrarnos en su universo. Porque ningún detalle de la biografía del artista alcanzará para anular o explicar del todo la belleza de su obra. Y para esa inmersión en lo bello las muletas de las convenciones de la época, de su moral —por progresivas que sean— siempre terminarán estorbando. “Una vez que descubres lo que hay de bello en este mundo dejas de ser un esclavo” escribió Muhammad Iqbal. No explicó el poeta de qué servidumbres nos liberaríamos, pero son tantas y tan variadas en cada uno de nosotros que no creo que tenga sentido mencionarlas.
Kudos.
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