A los community colleges suele subvalorárseles por ignorancia, por sistema, por costumbre. Pero sobre todo por ser la opción de los pobres. Y ya se sabe, nada más fácil de despreciar que la pobreza. Por despreciar —o ignorar— lo hacemos hasta con el pobre que fuimos. Se ignora que en los Estados Unidos hay nada menos que 942 universidades comunitarias en las que están matriculados 12.4 millones de estudiantes. O que un tercio de los graduados universitarios del país proceden de tales instituciones. O que el 66% de los estudiantes universitarios han estado matriculados en algún momento de su vida en un community college.
Estas universidades comunitarias se han convertido en vía accesible y relativamente barata de reintegrarse en los estudios superiores cuando, por alguna razón, no se ha podido pasar directamente de la enseñanza media a la superior. Para empezar, los community colleges son mucho más económicos que otras instituciones universitarias. Como promedio la matrícula anual en estos ($3,770) es casi tres veces más barata que en las universidades públicas ($10,560) y doce veces en el caso de las privadas.
Y está el tema de la diversidad. De acuerdo con las estadísticas entre 2018 y 2019 la composición étnica del estudiantado de los community colleges era de un 45% de blancos, 25% de hispanos, 13% de afroamericanos y un 7% de asiáticos. No debe sorprender que el estudiantado de los community college se parezca más al mundo real que el de las universidades, sobre todo las privadas. Sé de lo que hablo. Hace más de veinte años enseño en una universidad privada, pero al llegar a este país con veintinueve años mi primera opción educativa fue el Hudson County Community College. Allí aprendí bastante y no solo de las materias que impartían los profesores. Los estudiantes éramos, en aplastante mayoría, inmigrantes. Y en buena parte, por fatalismo estadístico del condado, hispanos. Pero no únicamente: había también africanos, indios, chinos, vietnamitas. Gente con la que aprendías mucho, incluso de ti mismo. Recuerdo a un senegalés que al saber mi procedencia exclamó “¡Cuba! ¡Abelardo Barroso!” obligándome a averiguar por ese cantante que tan popular parecía ser en Senegal pero que en mi país nos dábamos el lujo de olvidar.
Aquellos estudiantes estaban más que dispuestos a internarse en lo que entonces nos parecía la impenetrable selva americana haciendo uso de todos los instrumentos que les pudiera ofrecer aquella escuela. Empezando por el idioma, por supuesto. En mi caso, seis años de inglés en la enseñanza intermedia apenas me alcanzaban para leer algún que otro artículo con vocabulario y sintaxis elementales. Hasta un intercambio oral que sobrepasara los saludos quedaba fuera de mi alcance. Algo aprendí gracias al interés y la paciencia de profesores que sospecho mal pagados pero que amaban la profesión lo bastante como para darle sentido a nuestra presencia allí. Recuerdo con especial cariño a un profesor norteamericano, alto y delgado. Un trotamundos que había sido taxista en Alemania por el solo placer de conducir un Mercedes Benz. Y a una emigrada rusa, Elena Gorokhova, quien hizo todo lo que pudo por adecentar mi gramática inglesa. (Pronto descubrí que la profesora compartía conmigo el vicio de escribir, lo que con los años la convirtió en autora reconocida).
Por aprender en aquel college también aprendí de la ignorancia norteamericana. Desde darme cuenta de que uno de los pocos estudiantes nativos que encontré allí no solo ignoraba la existencia de un cuarteto llamado The Beatles sino hasta estaba orgulloso de no saberlo. O aquel profesor ítalo-americano que se daba el lujo de despreciar ostensiblemente a los mismos estudiantes que le daban de comer. En especial, vaya a usted a saber por qué, a los indios. Alguien a quien en su atrevida arrogancia no le cabía en la cabeza que en buena parte del mundo la palabra “billion” equivaliera al millón de millones. O que el sistema de numeración indio no compartía nuestra superstición por los millones y el equivalente a “million” eran 10 lakhs, siendo el lakh el equivalente a nuestro cien mil. No. En vez de aprender lo que obviamente ignoraba, aquel profesor optaba por burlarse de sus estudiantes que a su vez empezaban a llevarse una idea de lo que podía significar el racismo norteamericano que en esos años solía ser más discreto.
Pero esa fue una excepción en mi experiencia con el Hudson County Community College por lo demás muy estimulante. En clases no demasiado grandes, pero sí diversas, obtuve conocimientos esenciales para mi desenvolvimiento posterior al tiempo que formaba relaciones que me han acompañado el resto de la vida. Más de veinte años después los community colleges han cambiado. Un ejemplo: justo antes de la pandemia ya la quinta parte de sus estudiantes tomaba clases on line. Otro: desde 2008 hasta la fecha los hispanos han conocido el mayor incremento en la matrícula total de los community colleges con un aumento del 10%. Se va entendiendo mejor la función de esta institución como puerta de acceso a la educación superior. Se comprende mejor que los community colleges no son la opción del pobre sino la del que no se da por vencido.
Excelente comentario. Saludos.
ResponderEliminar“La opción de los tenaces” y de los inteligentes, ahorrándose unos cuantos miles en cursos básicos generales… y ni hablar si escogieron alguna de esas nuevas carreras Mickey-mouse relacionadas con el “género” la “diversidad” o las “razas”.
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