Foto de Geandy Pavón |
Eltico:
Los personajes que uno se encuentra en este barrio no se parecen a nada. Qué país para dar gente rara. Me refiero a Cuba, aunque los americanos no se quedan atrás, pero al menos tienen la disculpa de que su país es inmenso. En cambio, Cuba es chiquitica y se las arregla para dar gente rarísima. Ahí está el Guajiro. ¿Tú te imaginas que a alguien lo llamen el Guajiro en esta zona que está llena de guajiros de Las Villas, del Escambray, de lugares bien metidos en el monte? Es como llegar al Polo Norte y encontrarte a un tipo que lo llamen el Esquimal. Es tan alto que, con todo y lo viejo que está, a mí, que soy alto, me saca sus seis buenas pulgadas. Además, tiene ese sombrero que no se quita nunca y la camisa tejana con bordados y los pantalones de vaqueros. Porque para él los jeans siguen siendo pantalones de vaqueros. Y botas de cuero y espuelas. Cuando yo lo conocí usaba espuelas con unos pinchos grandísimos. Con ellas se paseaba por medio del pueblo, iba a las reuniones de los presos, todo. Ahora usa unas más discretas con una púa chiquita en vez de aquellos pinchos largos. ¡Te imaginas el trabajo que pasaba para que no se le enredaran con los escalones de las guaguas cuando se bajaba! Como diciendo: «Yo voy a ser el Guajiro donde quiera que me pare». Meterse diecinueve años preso y salir para acá en medio del frío. Terminar abriendo una ferretería en el barrio de los negros y aguantar que te asalten a cada rato. Sobrevivir a todo eso siempre con el sueño de reunir un dinero para comprarse una finquita idéntica a la que tenía en Cuba. O al menos una a la que pudiera ponerle el mismo nombre que la que tenía allá.
Está la vez que lo asaltaron con un shotgun, una escopeta recortada que si te coge de cerca te abre un hueco por el que puedes pasar un puño cerrado. No cogió miedo. Se fue acercando despacito al asaltante mientras le hablaba. En español. Porque el Guajiro en todos estos años y con un negocio en medio de un barrio donde casi nadie habla español es incapaz de decirte tres palabras seguidas en inglés. «Suavecito», le decía. «Muchacho, no hagas eso. Tú no ves que te vas a desgraciar.» Cosas así. Hasta que le agarró la escopeta por la punta del cañón recortado. Se la quitó de un tirón y el asaltante huyó corriendo.
O la vez que tumbó a piñazos a unos ladrones. También armados. Al llegar la policía los tenía amarrados uno contra el otro con las mismas sogas que vende en la tienda. Al final, con quien se puso a pelear fue con la policía. Quería que le devolvieran la soga con la que los había amarrado, porque si se la llevaban se le iba a descompaginar el inventario.
Pero el cuento que de verdad define al Guajiro no es ninguno de ésos, sino el de la noche que le dio por recoger a una de esas putas que se paran en la 1-9. Para que te las lleves a los moteles de por ahí. La puta se subió al carro y él se puso a decirle: «Muchacha, ¿tú no te ves muy joven y bonita para que te metas a hacer esas cosas? Tú tienes la misma edad que mi hija y toda una vida por delante. Ponte a estudiar y haz una carrera. Dedícate a otra cosa». Siguió tratando de convencerla. Insistiendo en que agarrara por el buen camino. Así hasta que la puta se echa a reír y le dice en español, porque parece que era boricua o algo así: «Oiga, mi viejo, déjeme explicarle una cosa. Yo soy policía y estoy haciendo trabajo encubierto desde hace años y no había visto nada parecido. Ahora mismo los compañeros míos que están escuchando esta conversación en una camioneta allá atrás deben de estar muertos de la risa con todo lo que usted me dice. Déjeme aquí mismo que usted no sabe de la que se ha salvado».
Pero el Guajiro es un tipo persistente. Siguió en su cruzada de llevar a las putas por el buen camino. Una noche recogió a una que sí era puta de verdad y el Guajiro le metió la misma muela. La puta se cansó y le dijo que si no quería hacerle nada por lo menos que le diera veinte dólares. El Guajiro se negó y la tipa sacó una cuchilla y lo amenazó. Él no se dejó intimidar y siguió hablándole hasta que la puta, furiosa, le picoteó los asientos del carro con la cuchilla. Creo que ése fue su último intento de convencer a las putas de que abandonaran el oficio.
Los personajes que uno se encuentra en este barrio no se parecen a nada. Qué país para dar gente rara. Me refiero a Cuba, aunque los americanos no se quedan atrás, pero al menos tienen la disculpa de que su país es inmenso. En cambio, Cuba es chiquitica y se las arregla para dar gente rarísima. Ahí está el Guajiro. ¿Tú te imaginas que a alguien lo llamen el Guajiro en esta zona que está llena de guajiros de Las Villas, del Escambray, de lugares bien metidos en el monte? Es como llegar al Polo Norte y encontrarte a un tipo que lo llamen el Esquimal. Es tan alto que, con todo y lo viejo que está, a mí, que soy alto, me saca sus seis buenas pulgadas. Además, tiene ese sombrero que no se quita nunca y la camisa tejana con bordados y los pantalones de vaqueros. Porque para él los jeans siguen siendo pantalones de vaqueros. Y botas de cuero y espuelas. Cuando yo lo conocí usaba espuelas con unos pinchos grandísimos. Con ellas se paseaba por medio del pueblo, iba a las reuniones de los presos, todo. Ahora usa unas más discretas con una púa chiquita en vez de aquellos pinchos largos. ¡Te imaginas el trabajo que pasaba para que no se le enredaran con los escalones de las guaguas cuando se bajaba! Como diciendo: «Yo voy a ser el Guajiro donde quiera que me pare». Meterse diecinueve años preso y salir para acá en medio del frío. Terminar abriendo una ferretería en el barrio de los negros y aguantar que te asalten a cada rato. Sobrevivir a todo eso siempre con el sueño de reunir un dinero para comprarse una finquita idéntica a la que tenía en Cuba. O al menos una a la que pudiera ponerle el mismo nombre que la que tenía allá.
Está la vez que lo asaltaron con un shotgun, una escopeta recortada que si te coge de cerca te abre un hueco por el que puedes pasar un puño cerrado. No cogió miedo. Se fue acercando despacito al asaltante mientras le hablaba. En español. Porque el Guajiro en todos estos años y con un negocio en medio de un barrio donde casi nadie habla español es incapaz de decirte tres palabras seguidas en inglés. «Suavecito», le decía. «Muchacho, no hagas eso. Tú no ves que te vas a desgraciar.» Cosas así. Hasta que le agarró la escopeta por la punta del cañón recortado. Se la quitó de un tirón y el asaltante huyó corriendo.
O la vez que tumbó a piñazos a unos ladrones. También armados. Al llegar la policía los tenía amarrados uno contra el otro con las mismas sogas que vende en la tienda. Al final, con quien se puso a pelear fue con la policía. Quería que le devolvieran la soga con la que los había amarrado, porque si se la llevaban se le iba a descompaginar el inventario.
Pero el cuento que de verdad define al Guajiro no es ninguno de ésos, sino el de la noche que le dio por recoger a una de esas putas que se paran en la 1-9. Para que te las lleves a los moteles de por ahí. La puta se subió al carro y él se puso a decirle: «Muchacha, ¿tú no te ves muy joven y bonita para que te metas a hacer esas cosas? Tú tienes la misma edad que mi hija y toda una vida por delante. Ponte a estudiar y haz una carrera. Dedícate a otra cosa». Siguió tratando de convencerla. Insistiendo en que agarrara por el buen camino. Así hasta que la puta se echa a reír y le dice en español, porque parece que era boricua o algo así: «Oiga, mi viejo, déjeme explicarle una cosa. Yo soy policía y estoy haciendo trabajo encubierto desde hace años y no había visto nada parecido. Ahora mismo los compañeros míos que están escuchando esta conversación en una camioneta allá atrás deben de estar muertos de la risa con todo lo que usted me dice. Déjeme aquí mismo que usted no sabe de la que se ha salvado».
Pero el Guajiro es un tipo persistente. Siguió en su cruzada de llevar a las putas por el buen camino. Una noche recogió a una que sí era puta de verdad y el Guajiro le metió la misma muela. La puta se cansó y le dijo que si no quería hacerle nada por lo menos que le diera veinte dólares. El Guajiro se negó y la tipa sacó una cuchilla y lo amenazó. Él no se dejó intimidar y siguió hablándole hasta que la puta, furiosa, le picoteó los asientos del carro con la cuchilla. Creo que ése fue su último intento de convencer a las putas de que abandonaran el oficio.
El Nene... que en paz descanse. Tipo de cubano único, ya ese molde se rompió. ¿Te imaginas? 18 años en una cárcel castrista, salir de Cuba y recalar en Union City, nada que ver con el campo donde nació y se hizo hombre, y recomponer su vida productivemente. Pa'lante como el elefante. Saludos.
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