20 minutos. Esa es la distancia que separa cualquier punto de otro en Miami. De Hialeah a la Pequeña Habana. De South Beach al aeropuerto, de la Sagüesera a Kendall. Da igual el tráfico, las calles cerradas por reparaciones o la distancia. “Eso está ahí mismo, a veinte minutos” te dicen y tienen razón: veinte minutos justos es lo que demora el chofer en potencia en tomarse una última coladita, cambiarse la camisa porque se la manchó de café, despedirse de su familia, salir al draigüey, volver a entrar a buscar las llaves del carro (porque decidió que mejor manejaba el de la mujer que es más chiquito y gasta menos gasolina) hasta sentarse frente al timón. En llegar a su destino gasta cuarenta minutos más. Y eso en caso de que no haya mucho tráfico ni calles cerradas, lo que en Miami es el equivalente a que la fuerza de gravedad haya decidido tomarse un descanso.
Pues en ese curioso cálculo de las distancias creo que estriba la extraña percepción del tiempo que existe en Miami. Más o menos la misma que hay en el interior de un agujero negro donde se dice que la relación espacio-tiempo se curva. Más o menos igual que la calle Ocho al entrar al downtown. De ahí que el tiempo transcurra más lentamente en Miami (como los carros en el Palmetto a las 8 de la mañana) en comparación con el resto del planeta. Eso es lo que explica el misterio —tantas veces abordado por los científicos— de que las invitaciones de bodas en Miami citen para una hora antes del evento real, que los estudiantes, a diferencia del resto del hemisferio norte, empiecen sus clases en agosto y que en la ciudad se hable de un dictador de mediados del siglo pasado como si acabara de llegar al poder.
Para explicar esta anomalía se podría apelar a la llamada “Paradoja de los gemelos” formulada por Einstein, según la cual si un gemelo hace un largo viaje a una estrella en una nave espacial a velocidades cercanas a la velocidad de la luz y el otro gemelo se queda en la Tierra, a su vuelta el gemelo viajero resultará más joven que el que no hizo el viaje. Ese, por supuesto, es un experimento mental, como mi proyecto de pasar un fin de semana con Angelina Jolie. Lo que parece confirmar la teoría de que en Miami el tiempo transcurre más lentamente es que si se envía a uno de los gemelos a La Habana —ya sea por amor a la ciencia o por pura crueldad— y al otro se le deja en Miami, cuando el de La Habana regrese a Miami va a parecer el abuelo del que se quedó. Habrá quien achaque la diferencia de edad a la comida y el aire acondicionado de Miami, pero yo insisto en que se trata de la curvatura espacio-tiempo que sólo puede ser explicada a través de la teoría especial de la relatividad: algo lo suficientemente sofisticado y difícil de entender como para que nos aclare el misterio de que, a pesar de que cualquier mayamés se demore en salir de su casa bastante más de lo que dura un matrimonio en Hollywood, en realidad la vida allí transcurre a la velocidad de la luz.
El asunto está en cómo sincronizar a Miami con el resto del planeta, cómo lograr que las bodas comiencen a la misma hora que dicen las invitaciones y los estudiantes empiecen sus clases en septiembre. Lo más fácil sería adelantar los relojes. (O atrasarlos, porque con esto de las teorías ando más confundido que Nicolás Maduro frente a un libro de gramática). Doy por sentado que no bastará adelantar una hora en verano, como en el resto del mundo, porque los mayameses se la gastarán en un par de coladas de café o en llegar a la primera boda que haya en la familia. Hablo de adelantar (o atrasar) años completos cuando no décadas: o poner el reloj en 1958, cuando el presidente era Eisenhower y se recogía dinero en Miami para mantener a Fidel Castro en la Sierra Maestra; o en el 2100, cuando el presidente sea la última versión de iPhone y se recoja dinero en Miami para hacerle un monumento a Fidel Castro como máximo responsable de crecimiento demográfico de la ciudad. Queda en manos de sus habitantes decidir en qué dirección mover las manecillas del reloj.
4 de septiembre de 2013
¡Excelente! humor en su punto. Saludos.
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