Fue en el verano
de 1997. Llevábamos un mes en los Estados Unidos. Yo ya había trabajado por dos o tres semanas en esas fábricas que son una parodia de la comedia de Chaplin sobre el
capitalismo en serie. En condiciones que parecen diseñadas para que todo lo que
venga después parezca un regalo. Fue entonces que una amiga, la escritora y
editora Yanitzia Canetti, le habló a Eida de Teresa Mlawer. Una cubana,
presidenta de una compañía en el corazón de Manhattan dedicada a los libros.
Fuimos los dos para allá. Eida para la oficina y yo al almacén, a mover cajas
de libros de un sitio a otro. Unas vacaciones en contraste con mi experiencia
en las factorías de Nueva Jersey.
Teresa era una
presencia severa que recorría a paso firme el imperio que había levantado desde
que “Lectorum” era solo una librería de libros en español en la calle 14. Ahora
se había ampliado a casa editorial y a una de las distribuidoras de libros en
español más grandes del país con oficinas y almacén en la octava avenida y
decenas de empleados.
A los dos meses,
o menos, Teresa se dio cuenta de que Eida valía para algo más que para entrar datos
en el sistema de la empresa y le propuso convertirla en jefa de compras con el
doble del sueldo que había ganado hasta entonces. El capitalismo transformado
en la historia de Cenicienta. Luego de ciertas dudas ante una responsabilidad
que nunca antes había presentido (es licenciada en biología: toda su
experiencia en el mundo de los libros se reducía a su condición de lectora
compulsiva) Eida aceptó. Mi ascenso en la empresa fue más tortuoso: concentrado
en ingresar en un programa de doctorado en alguna de las universidades locales
debí ser de los peores empleados que nunca pasaron por ahí.
Por suerte
estaba Eida, a quien Teresa le había tomado un cariño maternal. Con el tiempo,
no mucho a decir verdad, llegamos a ser como de la familia. O pasábamos fines de
semana en la casa de Teresa y su esposo Bill Mlawer en Long Island o ellos nos
visitaban para que Bill calmara su infinita sed de frijoles negros. (Bill
Mlawer, hijo de judíos de Europa oriental, nacido en Cuba y emigrado a los
Estados Unidos siendo adolescente es prueba viviente de lo pegajosa que es la
cubanería: ni sus ancestros judíos ni casi ocho décadas en los Estados Unidos
han conseguido borrarle sus esenciales instintos cubanos. De esos que logran que
te reconcilies con lo cubano por mucho que antes lo asocies a ciertas
miserias.) Durante años nuestro lugar de vacacionar en Miami fue el magnífico
apartamento de Teresa Mlawer en la avenida Collins con balcón al mar.
Cuando nuestros
caminos laborales se separaron fuimos más cercanos, si cabe. Cada minuto a su
lado servía para explicar al detalle que la progresión de Teresa en el mundo
del libro en los Estados Unidos no le debía nada a la casualidad. La expansión
de Lectorum y la conversión de Teresa en una de las principales traductoras y
editoras de libros infantiles al español se debían en primer lugar a una dedicación
sin límites. El mayor defecto que le conocí se parecía peligrosamente a una
virtud: no sabía descansar. Su incapacidad para relajarse era notoria y no
había ambiente, por festivo que fuera, en el que ella no consiguiera colar,
insidiosa, alguna cuestión editorial.
Si Eida era como
una hija yo era más bien un yerno al que hay que mantener a raya. Su saludo
habitual cuando yo le salía al teléfono era “¿Dónde está la persona más
inteligente de la casa?”. Se refería a Eida por supuesto. Como si yo no lo
supiera. Cuando la visitamos por primera vez después de saber de su enfermedad
quiso jugar a parecer débil. “Llévame suave que estoy enfermita” para segundos
después darnos una completa demostración de que esa voluntad que era su mayor
marca de distinción seguía intacta pese a la enfermedad terrible que la estaba
devorando. Era como siempre, el centro de la galaxia Teresa Mlawer. Una galaxia
de libros infantiles, ilustraciones y ediciones cuidadas. La última vez que
fuimos a verla, ya debilísima y sin esperanzas, fue la única vez que le vi
darle descanso a su voluntad de hierro. Lloró. Rodeada de amigas de toda la
vida lloraba no por compasión por sí misma sino por no tener palabras para
consolar a las que iban a despedirse de ella. O a Bill, más desconsolado que nadie.
Teresa ya se ha ido. Su voluntad, en la forma de todo el mundo que fue
construyendo a su paso nos seguirá acompañando. Y donde quiera que esté dudo
que consiga relajarse. Eso de “descanse en paz” no va con ella.
vamos a necesitar muchos cubanos como ella y Bill, muy pronto.
ResponderEliminarlevantar el pais de la debacle de un par de biranitas con infulas de presidente no han dejado en la mas absoluta miseria de nacion. y despues la mala suerte del agua por todos lados!
¡¡¡Hermosa reseña, Henry, mil gracias!!! Ya sabes que fue también como una madre para mí, y que vio a Eida con ese cariño maternal, además de por las razones que mencionas, por saberla mi amiga de la infancia desde que se la presenté en su casa de Long Island. Todo lo que tiene que ver con Tere y Bill me emociona mucho, ya sabes. Te agradezco este sentido y maravilloso homenaje que le has hecho. Por cierto, a ti también te quería y te admiraba, "yerno", :) y se alegraba cantidad cada vez que publicabas algo nuevo, me consta. Espero que podamos vernos pronto para abrazarnos y para continuar rindiéndole tributo a quien tanto hizo por todos los lectores hispanos.
ResponderEliminarAunque caiga mal (que no me importa) sigo pensando que, aparte de las inevitables excepciones, lo mejor de Cuba se fue al extranjero--lo cual es perfectamente comprensible y completamente justificado. Sobra decir que esa gran fuga de talento y capacidad fue funesta para la sociedad de la isla, que ya estaba gravemente enferma con el Castrovirus-26. Otro logro de la "revolución."
ResponderEliminarRecién leo esto. Qué lindo homenaje a Teresa. Cuando me invitó a presentar una de mis novelas en Lectorum, hace ya unos cuantos años, me hospedó en su casa y me hizo sentir como si yo fuera de la familia. Ella y su esposo formaban una pareja encantadora. Desde que supe la noticia de su fallecimiento, no he dejado de pensar en el pobre Bill.
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