Disipado el fervor planetario que trajera el anuncio de la normalización
de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos este entusiasmo ha sido
substituido por pequeñas esperanzas particulares. Y es que el homo sapiens es
más que un animal que sueña con su muerte. El humano es un animal que espera. Que
espera, sobre todo, rellenar la distancia que lo separa de su muerte con alguna
razón para ilusionarse. Frente a la certeza del fin, juega con la posibilidad
de con algo que le dé sentido a lo irremediable. Los cubanos no somos animales menos
ilusos que el resto de los humanos. Si acaso inspiramos en estos días más
ilusión. No es que el anuncio simultáneo de Barack Obama y Raúl Castro el 17 de
diciembre de 2014 haya sido, hasta ahora, infecundo en beneficios. Sucede que
solo ha beneficiado a los mismos de siempre y si acaso a dos o tres listillos
más. Ante esa evidencia habrá que buscarse nuevas consolaciones y, como ocurre
muchas veces, en lugar de ir a buscar el consuelo a su hábitat natural, la
religión, termina buscándose en la literatura.
Ya que la realidad cubana no ha querido inmutarse con los gestos
diplomáticos —piensan unos cuantos— indaguemos en la literatura. Toca preguntarse,
por ejemplo, si existe una literatura cubana post-exilio. O sea, cuestionarse si
la literatura ha sido capaz de superarse a sí misma allí donde la realidad
sigue empantanada en el mismo sitio. Y entonces parece inevitable referirse al
famoso discurso vienés de Roberto Bolaño. Ese en el que decía no creer en el
exilio sobre todo “cuando esta palabra va junto a la palabra literatura”. O
sea, que si rechazamos la mera asociación del exilio a la literatura ¿de qué
valdrá preguntarnos por un postexilio literario? Pero —nos responderemos,
ladinamente, con otra pregunta— ¿qué podía hacer Bolaño cuando lo invitaban a
hablar de dos cosas (en este caso de literatura y exilio) si no era declarar la
inexistencia de al menos una de ellas? Pero nada mejor para neutralizar a un
Bolaño que otro Bolaño. Contrarrestarlo con lo que dice en el siguiente párrafo
del mismo discurso sobre aquellas personas “que entendieron el exilio como en
ocasiones lo entiendo yo mismo, es decir como vida o como actitud ante la vida”.
El exilio, ya sea como la condición de que hablaba Joseph Brodsky o como la
actitud de la que discurseaba Bolaño, parece resultar un compañero de cama de
la literatura poco creíble a pesar de lo abundante que ha sido su prole. Por
difícil que nos sea imaginar la literatura sin exiliados como Ovidio, Dante,
Voltaire, Victor Hugo, T.S. Eliot, Ezra Pound, James Joyce, Samuel Becket, casi
todos los escritores del Boom latinoamericano o todos los escritores judíos.
¿Qué decir entonces del post exilio? ¿De algo que existe solo en relación
a una mera condición, a una actitud? ¿Qué hacer con un concepto (como
cualquiera que contenga el prefijo post) que con sólo mencionarse resulta
sospechoso? Sospechoso por la comodidad y la pereza mental que produce la
invención de algo nuevo a partir del recurso de añadirle a lo viejo el prefijo “post”.
Sucumbir a la tentación asumir que la realidad ha sido anulada, superada y
rebasada por otra que, cuando menos, tiene la ventaja de la novedad. El prefijo
“post” es una invitación a vivir en el “como si”. De manera que el concepto de
lo postnacional nos invita a pensar o comportarnos como si la nación ya no
existiera en la misma medida en que el postmodernismo nos invitaba a pensar y
comportarnos como si la modernidad ya fuese cosa del pasado. Entonces una
literatura cubana post-exilio nos estaría invitando a escribir o incluso a leer
como si el exilio y las circunstancias que le dieron origen ya hubiesen
desaparecido. Como si ya viviéramos en una realidad post-exiliada y post-dictatorial.
Términos como “post-dictadura” y “post-exilio” han sido utilizados en las
últimas décadas para referirse a buena parte de la producción literaria
latinoamericana tras la epidemia de dictaduras que asoló el continente en la
segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, para que en el resto de Latinoamérica
se hablara de una literatura post-dictatorial o post-exiliada se tuvo la
precaución de esperar a que terminaran las dictaduras en sus respectivos países
y sus exiliados se sintieran perfectamente libres de regresar a sus países
cuando quisieran. En ese sentido un tanto anacrónico (en el de la historia
política, digo) una literatura cubana post-exilio sería una literatura de
anticipación. Hasta podría hablarse de una literatura cubana post-real. Los
escritores cubanos —tan proclives a la novedad— estaríamos iniciando al mundo
en una nueva corriente literaria. Una corriente a la que se le podría llamar
post-realismo: ficciones que serán a la realidad política y social lo que la
ciencia-ficción a la ciencia y a la tecnología.
Visto de cierta manera, el post-exilio, como el dinosaurio de Monterroso,
siempre estuvo ahí. Ese era el discurso del poder duro cubano cuando trataba de
anular la idea misma de la existencia del exilio. Era su manera de convencer al
mundo (y auto convencerse) de que fuera de la Revolución efectivamente no podía
existir nada. De establecer su poder castrista hecho consumado, universal e
irrebatible. Literalmente. Ese discurso de anulación retórica del contrario era
su manera de hacer impensable cualquier acto de resistencia interior (“los
presos políticos no existen”, “la oposición no existe”, “no son otra cosa que
mercenarios”) o exterior (”los exiliados no existen”, “no son otra cosa que
agentes de la CIA, mercenarios del gobierno norteamericano”). Un discurso que
le permitía achacar toda resistencia a su poder a su enemigo favorito que no
era otro que el “imperialismo yanqui”. Esos intentos de despolitizar a la
emigración cubana, de convertirla en ente neutro, han terminado engendrando
hallazgos linguísticos como el de “comunidad cubana en el exterior”. O que incluso
el concepto de emigración —de vieja prosapia emancipadora— se delineara como un
ente que sólo podía encontrar sentido en su reintegración a la Nación. (Reintegración
simbólica porque en el plano de lo real todo se mantenía en su sitio: la Nación
en la isla y la Emigración —incluso la más dócil— en la distancia). Los
noventa, con el pragmatismo forzoso que trajo la desaparición del bloque soviético
obligó al régimen a un cambio fundamental: se pasó de convertir automáticamente
en enemigo político a todo cubano que hubiese optado por emigrar (hubo un
tiempo en que la simple solicitud o tenencia de un pasaporte dentro de Cuba a
título particular era sospechosa) a abrir la posibilidad de que pudieran
existir cubanos que emigraran por motivos diferentes a los políticos. Que no
fueran automáticamente traidores. Ese fue el primer paso hacia la conversión de
todos los emigrantes en económicos. No
obstante se dejaba entrever que cualquier declaración política adversa se castigaría
—entre otras posibles represalias— con la negación del derecho a visitar su país
de nacimiento: o sea, con el destierro más o menos oficial.
Por otra parte la misma condición exiliada ofrece unas cuantas paradojas:
su carácter supuestamente temporal y contingente —algo que debería ocupar el
espacio que existe entre una partida forzosa y un regreso deseado, una suerte
de limbo político, psicológico o sentimental— en el caso cubano ha mutado en
algo muy parecido a la eternidad. Los exilios cubanos han sido los más
desmesurados del continente: sobre todo si se piensa el que transcurrió durante
las últimas ocho décadas de dominación española (1823-1898), cuando el resto
del continente se adentrada en su existencia independiente y en el que comenzó
en 1959 y continúa hasta el presente. La extensión de estos exilios genera la
paradoja de una condición o actitud contingente que se va eternizando,
petrificando, hasta constituir una realidad —o una irrealidad— tan consistente
y duradera como la que genera la geografía nacional. Tal contrasentido ha
producido múltiples variantes de literatura post-exiliada incluidas las que
intentan apartarse de las más evidentes tentaciones que trae la condición
exiliada. No es la menor, desde el punto de vista creativo, considerar al
exilio, en tanto trinchera de resistencia a lo real, como lugar privilegiado
para la creación. Después de todo la creación siempre se ejerce a partir de una
distancia y resistencia a lo real. Pero al mismo tiempo el exilio, más allá de
que le asistan todas las razones y lógicas del mundo, sobre todo si se extiende
demasiado, está abocado a convertirse en trampa política o en trampa moral: la
trampa de la comodidad o la trampa de la pureza. El exilio te mantiene incontaminado
de la realidad, tanto de la que trataste de huir como de aquella en la que
transcurres. Y lo que se gana en infalibilidad política y pureza moral
necesariamente se pierde en capacidad de interactuar (entender, representar,
modificar) con cualquier realidad.
Digamos que una literatura post-exilio existirá siempre que exista
exilio, aunque solo sea como aspiración: la existencia del exilio es
inconcebible sin la fe en un más allá político, económico y social pero también
psicológico, ético o imaginativo. No obstante, escribir desde un más allá
cuando todavía se está en el más acá, desde ese post-exilio un tanto precoz,
contrae varios riesgos y el del ridículo no es el menor de ellos. Al contrario
de la literatura exiliada la del post-exilio no se define ni por la distancia
ni por la resistencia. La escritura post-exiliada puede existir tanto como
crítica o intento de superación de los automatismos y vicios de la condición
exiliada o como mera reconciliación con las circunstancias que dieron origen a
dicho exilio. Lo pueden ser tanto las últimas novelas de Reinaldo Arenas, o los
libros de Juan Abreu o de Néstor Díaz de Villegas como los textos de autores
que escriben como la dictadura que los expulsó en su debido momento fuera un
recuerdo lejano, casi amable. Digamos que en esa versión un tanto anticipada una
literatura post-exilio puede obedecer tanto a un gesto abierta o sutilmente
subversivo como a una rendición en toda regla.
Un acontecimiento político —el anuncio simultáneo de un proceso de
normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos por los gobernantes
de ambos países— si bien no modifica apreciablemente las circunstancias que
produjeron el prolongado y masivo exilio cubano de las últimas décadas ha
afectado, de una manera que sospecho irreversible, el modo en que este se percibe.
Ya sea por entusiasmo mediático o por puro aburrimiento narrativo la ficción de
que la dictadura cubana existía como contrapeso a la agresividad imperial
norteamericana se hizo carne en la convicción de que el restablecimiento de las
relaciones entre Cuba y los Estados Unidos normalizaría a su vez la realidad
cubana. El guión soñado por el exilio durante décadas ha sufrido una
modificación radical: su fin no coincide con la salida de la familia Castro del
poder sino con la normalización de tal poder en términos de aceptación
internacional ante un hecho hace tiempo consumado. De manera que la condición
de post-exilio si no es una realidad política al menos se ha constituido en
moda. La moda de la temporada, vale decir. Poco importa si el régimen cubano
sigue coartando los derechos de sus ciudadanos o si sigue produciendo exiliados:
es difícil en estos días reclamar la condición de exiliado sin sentirse ridículo:
tan anacrónico como un bombín o un zapato de dos tonos. Para declararse
exiliado se requiere una mezcla de audacia propia y de desinterés por la
opinión ajena. Es irrelevante que la realidad no haya cambiado en su esencia
represiva cuando su percepción colectiva se ha modificado de manera radical. O
si ciertos cambios en la dinámica del sistema desde mediados de los años 90 han
estado desdibujando los límites tan claramente trazados treinta años antes. Entre
el allá y el acá. Entre el “ellos” y el “nosotros”. Cierto distanciamiento de
la distancia que ya implica el exilio se impone para que una obra literaria rebase
el mero estado de la nostalgia definido por consignas del tipo “contra Fidel
estábamos mejor”.
En lo personal que me preocupen demasiado las etiquetas no me va a
impedir ser etiquetado. Ahora mismo acabo de terminar una novela que posiblemente
reciba la etiqueta de literatura post-exiliada sin habérmelo propuesto. Mientras
intentaba reconstruir la existencia de una comunidad de exiliados cubanos en un
sitio concreto —a orillas del río Hudson, en la confluencia de los estados de
Nueva York y Nueva Jersey— en un momento concreto —el presente— me di cuenta
que de lo que trataba mi historia era del fin de una época y del inicio —incierto
y desalentador— de otra. Pero en realidad pensaba menos en términos de exilio
político o post-exilio que en el de la rearticulación de una identidad colectiva
fuera de sus límites geográficos. En la resignación o la esperanza de asumirnos
como comunidad más allá de la tierra de origen o de destino.
El escritor Eduardo Mendoza alguna vez ideó la fórmula
“pre-post-franquista” para referirse al franquismo a secas y para de paso
advertirnos de lo ridículo que pueden resultar los circunloquios. El exilio es
un circunloquio: el que eligen los que no tienen prisas por convertirse en
héroes o mártires pero tampoco han perdido del todo la esperanza de ser vistos
como tales. La literatura es otro circunloquio para referirse a la realidad sin
exponerse directamente a ella. O sea, que literatura exiliada es pura
tautología y literatura post-exiliada es algo así como tautología redoblada. Spinoza
afirmaba que todas las cosas tienden a persistir en su ser. Agregar cualquier
adjetivo a lo sustancial literario puede ser relevante o no siempre que no se
le exija renunciar al deber primordial de ser. Incluso cuando el deber
patriótico de los constructores de naciones imponga, como recomendaba Ernest
Renan, el ejercicio voluntario del olvido. Eso sería lo razonable, lo sé. Pero
el día en que lo literario se atenga a los principios de lo razonable habrá
renunciado a lo sustancial que lo ha hecho sobrevivir a las peores
circunstancias que es haber sabido zafarse —a veces sin proponérselo— de las
servidumbres de la razón y la conveniencia.
Enero, 2016
*Respuesta a encuesta que realizara la escritora Lizabel Mónica sobre el tema en cuestión a finales del 2015.
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