Todavía falta creérmelo, que siempre es la parte más
difícil de la muerte de gente muy querida. Conocí a Octavio Rodríguez cuando lo
que se convertirِía en el
movimiento humorístico que todavía domina el escenario nacional era poco menos
que clandestino. (Yo tendría unos 18 años y todavía no había publicado una línea). Fue en la entonces llamada Casa del Joven Creador pero ya Octavio era un hombre maduro. En medio de actores improvisados Octavio le daba vida convincente a Armando Churrisco, el personaje
creado por el grupo Nos-Y –Otros que representaba a la todavía intocable casta
de los funcionarios: ignorante y zafio, absurdo y audaz era la bestia negra de
las nuevas generaciones de entonces y sin embargo le resultaba imposible escapar a la simpatía natural que
irradiaba el actor que lo encarnaba.
¿Actor? Solo en sus ratos libres con ese amateurismo
forzado que debían cargar todos aquellos humoristas. Vivía de su trabajo como
profesor universitario en la Facultad de Lenguas Extranjeras donde apadrinó un
magnífico grupo de humoristas -la Piña del Humor-y uno lo imaginaba como el profesor más divertido
del mundo. Mayor que el resto de nosotros siempre lo vimos como un contemporáneo.
A diferencia de otros de su misma generación a quienes vaíamos como
representantes de un humor definitivamente obsoleto Churrisco y su
florecimiento más bien tardío constituían un extraño fenómeno: juntaba la mejor
tradición del teatro bufo –una tradición
que intentaron extirpar por constituir un rezago del pasado- con una
perfecta comprensión de lo que se traía entre manos la nueva generación de
humoristas. Su Churrisco era el eslabón perdido y reencontrado -luego
de la larga Edad Oscura que vivió el humor Cubano hacia la década del 70- entre
nosotros y el pasado que apenas entreveíamos en los nostálgicos recuentos de
nuestros abuelos.
No había casualidad en ello. Octavio era sobrino-nieto de
Lepoldo Fernández cuyos trofeos custodiaba en su apartamento de El Vedado. Y a
su vez, su Churrisco estaba emparentado con Trespatines, ese personaje que,
luego de seis décadas de escamoteo nacional, (en contraste con su continua fama
latinoamericana) ha vuelto a ser “estrenado” en la television de la isla. El
pícaro de su tío abuelo, habilidoso pero impotente frente a la ley, reencarnó,
gracias a Churrisco, en un pícaro con poder que era a la vez ley y trampa. Y
luego estaba la persona limpia que le daba vida al personaje: cariñosa y
querible, tan generosa con su talento como con el ajeno
Mientras practico creerme su muerte, empezando a hablar de
él en pasado, me aferro al consuelo de que, a diferencia de lo que me ha pasado
con otros, pude verlo una última vez cuando hace unos años se presentó en
función única en Nueva Jersey. Verlos a ambos, a Churrisco y a Octavio durante
y después de la función refrescó el recuerdo de él en un par de décadas: el
mismo ser humano al que le sobraba la integridad que le faltaba a su personaje.
Y ese consuelo se refuerza con el detalle de que mis hijos me acompañaron esa
noche. Saber que su recuerdo de Octavio no va a depender exclusivamente de mi
desconfiable memoria es algo que de alguna manera me reconforta.