Hoy El País le dedica página al poeta Carlos Edmundo
de Ory y a su biografía escrita por el también poeta José Manuel García Gil. Ory es el mismo a
quien en “Siempre nos quedará Madrid” me refiero como “vieja gloria de la poesía
española”. Justo el personaje que desencadenó –la provocación era su verdadera profesión- un
incidente que refiero en el libro y que me ayudaba a explicar qué
es la política para un cubano exiliado:
A veces las cosas son algo más complicadas. Como cuando me invitan a Cádiz a presentar el nuevo número de la revista de arte y literatura que dirige Mané. La invitación incluye una comida. Mesa en un restaurante y, frente a mí, una vieja gloria de la poesía española. Alguien cuyo currículum incluye hasta la creación de un movimiento poético. Hace ya mucho tiempo que vive en Francia. Un poeta ya pasados los sesenta disfrutando de su regreso a la tierra natal como extraño centauro: mitad hijo pródigo, mitad vaca sagrada. Reverenciado por los hijos y nietos de los mismos que alguna vez le negaron el pan y la sal de la gloria provinciana. Un viejo malicioso y socarrón con sonrisa arrugada, mirada azul de diablo joven y unas ganas tremendas de divertirse en la sobremesa. “Así que cubano. ¿Y eres anticastrista?”― me pregunta. El otro elemento con que cuenta el viejo poeta para su diversión ―además de mi respuesta― es un compositor que a pesar de su comprobada ausencia de voz, insiste en presentarse como cantautor. El resultado: uno de los cantantes más inaudibles en la historia de la música occidental, quizás porque su secreto sea cantar en una frecuencia indetectable para el oído humano (menos de veinte hertzios o más de veinte mil). Aunque se hizo famoso en el pasado por canciones que veladamente criticaban el franquismo ―ateniéndose a una lógica no por defectuosa menos popular― profesa un fervor público y notorio a la dictadura del sitio de donde vengo.
Apenas respondo al poeta viejo que no me interesa definirme por mis opiniones sobre el hijo de puta que gobierna mi país, hacia mí se gira el compositor público y cantante secreto. Lo hace para defender un régimen que considera justo y necesario. (Definición de mi abuelo sobre la diferencia entre lo justo y lo necesario: uno se puede meter el dedo en el culo y quedarle justo, pero no es necesario). Durante los siguientes minutos me pierdo el brillo de los dientes del poeta, su sonrisa ladina, porque ando empeñado en demostrarle al músico lo inhabitable que es el régimen que él exalta. Al parecer llego lo suficientemente lejos como para que apele a sus más recónditos conocimientos de Historia cubana extraídos de la segunda parte de “El Padrino”. Su argumento más sólido para justificar casi cuatro décadas de dictadura es éste:―Antes de la Revolución, Cuba era un prostíbulo norteamericano.Le ahorro los detalles históricos y me voy por la vía más fácil: decirle que ahora el país se ha convertido en un prostíbulo español. Eso lo obliga a recurrir a su teoría sobre el diferente valor de las esencias nacionales.
―Es preferible que Cuba sea un prostíbulo español que uno norteamericano.No dice en qué consiste la superioridad de los penes españoles sobre los gringos, pero su tono indica que no vale la pena explicar lo obvio. Éste es el punto de la historia en que al escucharla mis amigos debaten sobre cual hubiera sido mi mejor respuesta: unos habrían preferido una bofetada mientras otros se inclinan por el silletazo en la cabeza. Una historia de esa índole siempre es propicia para que cualquiera desboque sus más violentas fantasías al amparo del pluscuamperfecto de subjuntivo: “Si yo hubiera estado allí…”. Yo me refugio en ese punto del protocolo que desaconseja terminar la comida a la que te invita un amigo volcando la mesa y enviando a uno de los huéspedes de honor al hospital. Porque en aquel instante soy tan inaudible como el cantante clandestino en sus conciertos. La rabia me impide discutirle por qué mi país podría aspirar a otra cosa que a burdel de alguna potencia extranjera o por qué los penes de la Madre Patria no deberían tener preferencia sobre los del resto del mundo.
Al final de la noche vuelvo a encontrarme con el cantante afónico en un bar de la ciudad: oscila al compás del hielo del cubalibre que lleva en la mano. Insiste en convencerme de las razones últimas de su embeleso con la dictadura que me vio nacer. Lo acompaña una chica que al mismo tiempo que sirve de traductora de su jerigonza alcohólica intenta atraerme a los abrazos del músico mientras yo vuelvo a recordarle ―como si sirviera de algo― que no tiene sentido discutir con el estómago lleno y el cerebro embotado sobre un país hambriento de casi todo. Que ese trago que lleva en la mano vale lo mismo que medio sueldo de mi padre. Pero allí en medio del bar el músico es la encarnación misma de la política, una abstracción que no se detiene en esos pormenores.
Y para colmo hay que rebajarse a discutir lo que se conoce de primera mano y se ha vivido en carne propia con gente que en el mejor de los casos es ignorante o idiota, y puede ser bastante peor, para en resumen de cuentas dejarlo todo igual. Nada, nos ha tocado devenir expertos en lidiar con todo tipo de miseria humana, y vaya si abunda.
ResponderEliminarY dicho sea de paso, si alguien, piense lo que piense, debe meterse la lengua en el culo antes de ofender a un cubano de tal forma, ese es un español. Claro, la falta de tan elemental decencia es una parte clave del problema.
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