Por Enrique Del Risco
El 25 de septiembre de 1932 el habanero Diario de la Marina publicaba una caricatura de su habitual colaborador, el pintor y dibujante Eduardo Abela en el que dos conocidos personajes suyos, El Profesor y el Bobo miraban un gran reloj público y El Profesor, siempre enterado de las últimas noticias comentaba: “¿No sabes? En New York han atrasado hoy una hora los relojes”. A lo que el Bobo, con su habitual sorna le responde “Ya ves, si estuviéramos allí tuviéramos que esperar una hora más” (Juan.137). ¿Por cuál acontecimiento tendrían que esperar una hora más? Se refería, por supuesto, —y allí radicaba el chiste de la caricatura— a la ansiada caída del dictador Gerardo Machado que no se verificará sino hasta casi once meses después. La mención a la ciudad de Nueva York no es casual y no sólo por la referencia a su adopción del horario normal luego de varios meses del uso del llamado horario de verano. En dicha ciudad radicaba la sede de la llamada Junta Revolucionaria en la que varias organizaciones antimachadistas intentaban ponerse de acuerdo para derrocar al dictador del momento: de ahí la alusión sardónica a que tendrían que esperar una hora más que el resto de los cubanos. Pero si convoco este recuerdo es menos por cómo el caricaturista observaba los entresijos de la política cubana del momento sino porque nos introduce en un tópico no por poco estudiado menos recurrente de la historia cubana que es el de su relación con el tiempo neoyorquino.
Y es que la historia del vínculo de los cubanos con Nueva York lo es también la de la obsesión nacional por sincronizarse con su tiempo. Última de las colonias españolas en América junto con Puerto Rico, cuando ya el resto del continente se había independizado de la metrópoli, último de los territorios americanos en abolir la esclavitud, los cubanos habían visto el transcurrir de su historia como un continuo desfasaje que requería de continuas actualizaciones. No se viajaba a Nueva York para esperar una hora más por los acontecimientos nacionales sino para adelantar los relojes que signaban la evolución del país. Para ello la ciudad de Nueva York se ofrecía como el meridiano cero de la modernidad, aquél por el cual debía poner en hora sus relojes aquella Cuba que, según Carlos Manuel de Céspedes, aspiraba a “ser una nación grande y civilizada” “porque así cumple a la grandeza de nuestros futuros destinos”. No es fortuito que Nueva York fuese el destino obligado de los exiliados cubanos en el siglo XIX, desde Heredia a Martí y lugar de estudio de generaciones de jóvenes cubanos que se preparaban para asumir los retos tecnológicos de la modernidad. O que fuera aquí donde se forjaran varios de los elementos más reconocibles de la heráldica nacional como el escudo, la bandera, la gran novela nacional del XIX o el Partido Revolucionario Cubano de Martí. Como tampoco es extraño que fuera en esa ciudad donde los músicos del siglo XX vinieran a grabar sus discos, a empaparse de los nuevos hallazgos musicales y a fundirlos con los suyos propios o que algunos de los artistas más renombrados de la plástica cubana vinieran en busca de aprendizaje y reconocimiento.
La fundación de la Nación, fuera de un estricto marco geográfico y en una lengua prestada por el conquistador, forjaría una identidad que tenía menos que ver con el espacio que con el tiempo, un tiempo preferentemente futuro ante la carencia de tradiciones o culturas ancestrales que la hicieran gravitar hacia el pasado (de ahí que el intento nostálgico del siboneyismo —la versión local del indigenismo— durara poco y arraigara menos). Frente a lo peor de la intransigencia española, a su carácter empecinadamente retrógrado (o al menos así se le retrataba en la caricatura patriótica cubana) el estandarte más socorrido solía ser el del progreso y el futuro simbolizados en el vecino del norte y en particular con la ciudad que desde 1886 daba la bienvenida con el más monumental símbolo de la libertad. Cuba era una nación que más que definirse por sus fronteras tan claramente delineadas en torno a los bordes de su archipiélago se definía frente al tiempo. Acaso fuera esa la tradición por futuridad de que hablaba Lezama Lima. No una futuridad impuesta por otras potencias sino importada por los sectores más progresivos de la sociedad cubana: desde la vacuna contra la viruela hasta el ferrocarril, desde el béisbol a la televisión.
Y sin embargo lo que parecía ser en principio una persecución lineal entre ambos tiempos, la búsqueda de una confluencia total entre el tiempo cubano y el norteamericano pronto encontrará resistencias decisivas. Si, al decir de Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos una total sincronía implicaría la desaparición de una de las partes. Somos el ritmo que nos imponemos a contratiempo de la cronología universal. Quiero decir que si en principio a muchos fundadores de lo nacional les pareció necesaria e inevitable la adopción del ritmo exacto de la modernidad pronto se impuso una mirada menos rígida o entusiasta. La modernidad no es un espacio vacío rellenado con cierta noción acelerada y positivista del tiempo. El entusiasmo con que se abrazaba cada novedad tuvo que detenerse en la capacidad o necesidad de digerirla. Entender que esa sustancia de la que estamos hechos, el tiempo, es a la vez la resultante de diversas y a veces contrapuestas velocidades. Esa comprensión —más la propia resistencia norteamericana a embarcarse en la aventura de la anexión— quizás fuera lo que marcara el tránsito del anexionismo al independentismo.
Es curiosa la respuesta literaria que le da Cirilo Villaverde a este problema quien en su propia vida encarna ese tránsito. Cómo pasa de ser el periodista que reseña el desfile de modas —o sea, esa continua persecución del presente— en que se convertían los bailes y funciones teatrales en La Habana de mil ochocientos cuarentitantos al que luego de treinta años de exilio norteamericano se enfrasca, a las puertas del fracaso de la primera guerra de independencia en reconstruir y mitificar episodios de su juventud en su muy personal búsqueda del tiempo perdido. Cómo logró ese prodigio de memoria que fue reconstruir con tanto detalle La Habana de medio siglo antes puede explicarse en parte por ese vicio obsesivo de los exiliados de conservar el pasado como no lo harían los que conviven día a día con los cambios del lugar en cuestión. Villaverde, luego de intentar ofrecerle un futuro distinto a la isla (ya fuera como parte de la Unión Americana, ya fuera como nación independiente), le obsequia un pasado más o menos definitivo, tiempo congelado sobre el que erigir el futuro de la nación, un tiempo remotísimo incluso para aquel Nueva York de fines del XIX en que lo describió.
Para pensar en las fricciones que sufre el tiempo de los exiliados podríamos empezar por ese momento de máximo contraste de velocidades que es el de la llegada. Martí, que luego se erguiría como el fundador del antimperialismo latinoamericano, fue entusiasta como pocos en sus impresiones iniciales sobre la ciudad. “Estoy, al fin en un país donde cada uno parece ser su propio dueño. Se puede respirar libremente, por ser aquí la libertad fundamento, escudo, esencia de la vida” (Martí.1964.106) dice en 1980 con un entusiasmo que nos recuerda las páginas de su Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos iluminadas por su estancia en la tierra de Cuba libre: “Y en todo el día ¡qué luz, qué aire, qué lleno el pecho, qué ligero el cuerpo angustiado!” (Ibid.217)
Se trata para Martí de un tiempo esencialmente nuevo, no solo para una de las últimas colonias americanas sino hasta para la propia Europa. El Martí disfrazado de español de sus “Impresiones de un español fresco” reconoce en ambos continentes temporalidades distintas y se pregunta cuál de las dos es el futuro de la otra: “¿Va América hacia Europa o viene Europa hacia América?” (Ibid.124) es la cuestión que plantea pero no parece haber dudas cuando confiesa en un texto precedente: “Me detuve, miré respetuosamente a este pueblo, y dije adiós para siempre a aquella perezosa vida y poética inutilidad de nuestros países europeos” (Ibid.107). Su actitud en aquellos primeros meses de su exilio neoyorquino dista mucho de ese antimperialista militante y secreto de su carta a Manuel Mercado. En julio de 1880 reconoce que “Estoy hondamente reconocido a este país, donde los que carecen de amigos encuentran siempre uno, y los que buscan honestamente trabajo encuentran siempre una mano generosa. Una buena idea siempre halla aquí terreno propicio, benigno, agradecido. Hay que ser inteligente; eso es todo. Dése algo útil y se tendrá todo lo que se quiera...”. (Ibid.107)
Eso no significa que Martí fuera acrítico con el sitio donde pasara la mayor parte de su vida adulta, incluso en aquellos momentos de mayor entusiasmo. Reconoce en medio del vértigo neoyorquino un tiempo nuevo pero ni exento de defectos, ni necesariamente mejor. La comunicación misma se le hace difícil a causa de esa aceleración que parece contaminarlo todo, incluso el lenguaje: “Aquí toda conversación es en una sola palabra: no hay respiro, no hay pausa; no hay sonido preciso”. La mayor velocidad significa que se llegará antes al punto de destino sin que este sea más deseable que otros. Sin embargo, varios años después de aquellas impresiones primeras reconoce en su crónica sobre el balneario de Coney Island que
esa movilidad, ese don de avance, ese acometimiento, ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza, ese monumental aspecto del conjunto que hacen digno de competir aquel pueblo de baños con la majestad de la tierra que lo soporta, del mar que lo acaricia y del cielo que lo corona, esa marea creciente, esa expansividad anonadora e incontrastable, firme y frenética, y esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra allí. (Martí.1963.125)
Curioso paralelo se puede establecer con las impresiones que tiene a su llegada Reinaldo Arenas casi exactamente un siglo después: “Nueva York” dice “Es una ciudad auténtica. Su autenticidad radica precisamente en el desinterés por esa palabra” (Arenas.2001.300). Otra vez el vértigo, el contraste con la tierra detenida en el tiempo. “Ese torrente que, en hormigueo multicolor y sin igual, se precipita, rápido, rápido, rápido, secretamente no conmina, nos dice en qué consiste la verdadera sabiduría, no te detengas” (Ibid.301).
La presencia de Arenas en Miami, a través del éxodo del Mariel, lo había empujado a percibir los contrastes temporales entre Estados Unidos y Cuba. Basta la llegada de la hora de repartir la comida entre los refugiados acampados en el Orange Bowl para que estos retrocedan a su punto de partida que es a su vez otro tiempo porque
Veinte años bajo la urgencia de la sobrevida, bajo la inseguridad de mantener esa sobrevida, bajo la desconfianza, el escepticismo o la mera burla, ante cualquier promesa que implique asegurarnos la sobrevida, no se olvidan así como así. Por eso, ellos siguen en otro tiempo, —allá—, ahora, llenando jabas de perros calientes y escondiéndolas debajo de la cama (Ibid.299).
Llegado a “tierras de libertad” el tiempo de la isla —el del castrismo todo— se convierte inmediatamente en pasado. Ese pasado es, sin embargo, posterior a otro al que se aferra Miami, el tiempo paradisiaco de la memoria y la nostalgia que se activa en el momento en que la cantante Olga Guillot extiende su voz como una manta sobre los refugiados del Orange Bowl. “Esa voz intentando reconstruir un tiempo, sosteniendo un tiempo, una época, una ciudad, unas noches, una ilusión, que ya sólo existe en el timbre que la emite y en los emocionados que escuchan, existe” (Ibid.300). Es por eso que Miami, a diferencia de Nueva York, es una ciudad heroica porque en ella habita “un pueblo entero” dedicado “a la terca, minuciosa y heroica tarea de reinventar un país” que es lo mismo que reinventar un tiempo que no existe, que sólo existió alguna vez en sus mentes, en sus deseos.
Pero el transcurrir del tiempo de los desterrados es también el de la comprobación de su propia anacronía con el tiempo que lo rodea en la nueva tierra donde viven. El perseguidor de futuros en su patria se hace, ante el vértigo de las nuevas velocidades, súbitamente conservador. (Los hay por supuesto quienes se adaptan muy bien a las nuevas tierras con sus tiempos y velocidades respectivas pero se me hace difícil considerarlos como exiliados: para un verdadero exiliado su tiempo estará siempre en otra parte o más bien en ninguna: un exiliado es alguien que no tiene otro remedio que inventarse su propio tiempo). No obstante ese conservadurismo no se debe sólo al efecto del contraste entre su inercia original y el vértigo de una nueva vida ni a su capacidad —disminuida por la sacudida del cambio— de ajustarse a ella. Para alguien que siente el abandono de su tierra como una suerte de íntima traición hay mejor manera de demostrar su lealtad que rechazando las nuevas nociones del tiempo que se le ofrecen al paso.
El recurso que encuentra Martí para justificar ese rechazo es calificar al tiempo neoyorquino de antinatural y decir, por ejemplo, que “el gran corazón de América no puede ser juzgado por la vida desdibujada, la pasión morbosa, los deseos ardientes y angustiosos de la vida neoyorquina. En esta marejada turbulenta no aparecen las corrientes naturales de la vida” (Martí.19.117). Como si el tiempo del lector americano al que se dirige el escritor emergiera directamente de la naturaleza. El tiempo neoyorquino en cambio puede producirle asombro pero nunca empatía como ocurre en su descripción de ese centro de diversión monstruoso para la época que era el balneario de Coney Island. Sumergirse en el tiempo gozoso que le propone la ciudad, lo sabe bien Martí, es disolverse, dejar de ser lo que se es o, aún más, lo que se quiere ser. Como Ulises con las Sirenas debe rechazar su sibilino atractivo para continuar su rumbo de manera que a puro golpe de palabra debe de convertir el moroso tiempo latinoamericano en superioridad espiritual y la velocidad norteamericana en vacío
es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu (Martí.1963.126)
Y es sobre ese vacío que Martí construye un nosotros que intenta identificarse más que nada en el rechazo simultáneo del tiempo colonial pero también de la modernidad que proponen los Estados Unidos. “Otros pueblos —y nosotros entre ellos— vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria” (Ibid.126) afirma para recalcar en otro momento: “Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase”. Frente al goce democrático de los norteamericanos Martí erige una aristocracia del placer más imaginario que real pero no por eso menos poderoso a la hora de conjuntar espíritus.
Curioso que alguien aparentemente tan distante de la fineza martiana como Reinaldo Arenas tras un idilio similar con Nueva York coincidiera con Martí en el rechazo de la ciudad, un rechazo que también tiene su base en la manera en que en dicha ciudad se escurre el tiempo: “Manhattan es una de las pocas ciudades del mundo donde resulta imposible arraigarse a un recuerdo o tener un pasado. En un sitio donde todo está en constante derrumbe y remodelación ¿qué se puede recordar?” (Arenas.2013.57) dice en su amargo “Adiós a Manhattan” tras constatar una invasión de millonarios y la fuga de trabajadores y la clase media ante el imparable encarecimiento del nivel de vida de la ciudad.
No obstante, en un texto anterior, el relato “Final de un cuento” publicado en el primer número de la revista Mariel, anticipa otros motivos para la fuga de la ciudad. Si un desterrado como Reinaldo Arenas, un eterno candidato a los márgenes, piensa en Nueva York como el último refugio de los apátridas totales como él porque “¿Qué otra ciudad fuera de Nueva York podría tolerarnos, podríamos tolerar?” (Arenas.1983.4) al mismo tiempo presenta un personaje al que la ciudad se le hace insoportable porque allí “no existes, quienes te rodean no dan prueba de tu existencia, no te identifican ni saben quién eres, ni les interesa saberlo; tú no formas parte de todo esto y da lo mismo que salgas vestido con esos andariveles o envuelto en un saco de yute” (Ibid.3-4).
Lo que hace más angustiosa la existencia del exiliado y al mismo tiempo febrilmente productiva es la conciencia de que ese desfase no es nada comparado con su desajuste con su tiempo original: saber o intuir que no hay lugar al que regresar porque aquél tiempo que se abandonó alguna vez no podrá ser recuperado nunca. Ese es, en el fondo, el gran drama del exiliado. No su discordancia con el tiempo vital del sitio en que vive sino con aquel del que tuvo que irse. “¿Cómo va a sobrevivir una persona cuando el sitio donde más sufrió y ya no existe es el único que lo sostiene?” (Ibid.4) se pregunta el narrador del relato de Reinaldo Arenas. Si hemos de creerle a Cabrera Infante (y a otros) la respuesta de Martí fue la más rotunda cuando al regreso a su tierra añorada no encontró otra salida que la del suicidio enmascarado en gesto heroico.
Se ha hablado bastante del peso que ha tenido el exilio en la conformación del imaginario y la identidad nacional pero mucho menos sobre los efectos que puede haber tenido en ese imaginario y esa identidad la asincronía existente entre el tiempo de los exiliados y el de la nación que intentaban diseñar. Eso quizás explique la profunda ansiedad del discurso nacional cubano, su obstinado mesianismo y su insistencia durante décadas en fijar sus metas en un más allá inalcanzable en lugar del retorno a un adánico estado original. Si lo consiguiera equivaldría a explicar casi toda la historia cubana reciente. Porque de eso se trata: definir este o aquel detalle de un evento que ocurrió hace cincuenta, cien, doscientos años antes es apenas un fragmento de una tarea mucho mayor y más importante que es descubrir cuál es la sustancia de la que estamos hechos, cual es exactamente el tiempo que nos rige. Y el tiempo que nos rige a nosotros, historiadores cubanos en el exilio, es esa combinación de tiempos nacionales y personales más la conciencia de lo irreconciliable de su relación. Para comprender todos estos tiempos, para hacerlos inteligibles (que no otra es la tarea del que se dedica a estudiar el pasado) habría que empezar por reconocer la propia temporalidad del exilio cubano no ya como un sitio de paso, como el equivalente historiográfico del purgatorio cristiano, sino como un tiempo en sí mismo, tan definitivo (y tan transitorio) como el del lugar que se abandona o como el de aquel al que se va a parar pero con leyes y prioridades distintas. Los primeros exiliados cubanos (pienso en Varela, pienso en Heredia por poner dos ejemplos ilustres) habrán sido por tanto los fundadores de una patria cuyos herederos no son tanto sus descendientes como las sucesivas y hasta el momento interminables generaciones de exiliados. Fue Borges quien dijo que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” (Borges.65). Nadie como nosotros, en tanto estudiosos de la historia y exiliados, debiera estar más consciente de esa verdad, nadie como nosotros debiera avanzar con más resolución a su encuentro.
*Discurso de ingreso en la Academia Cubana de la Historia en el Exilio pronunciado el 24 de octubre del 2014.
Bibliografía
Arenas, Reinaldo. “Final de un cuento”. Mariel, Revista de Literatura y Arte, Año 1,, Número 1, Primavera, 1983. 3-5.
--------------------. “Un largo viaje de Mariel a Nueva York”. Necesidad de libertad. Miami: Ediciones Universal, 2001. 296-301.
---------------------. “Adios a Manhattan”. Libro de Arenas. Prosa dispersa (1965-1990). Compilación prólogo y notas Nivia Montenegro y Enrico Mario Santí. México: CONACULTA/ DGE Equilibrista, 2013.
Borges, Jorge Luis. “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. (1829-1874)”. El Aleph. Madrid: Alianza Editorial S.A.. 62-67.
Céspedes, Carlos Manuel. “Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba”. http://www.cubamilitar.org/wiki/Manifiesto_de_la_Junta_Revolucionaria_de_la_Isla_de_Cuba
Juan, Adelaida de,. Caricatura de la República. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1999.
Martí, José. Obras Completas, Volumen 9. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963.
-------------. Obras Completas, Volumen 19. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1964.
¡Magnífico escrito! Es eso, el exilio es un presente y un futuro en flujo constante. Podemos idealizar y añorar lo que quedó atrás, pero ya pasó. Me atrevo a decir que el éxito (sociológicamente) del exilio cubano de la década del 60 en Miami fue que ante una ruptura radical con el terruño, se dedicaron a reconstruirlo en su nuevo hogar. Remodelaron Miami a su conveniencia. Es fútil pensar que la Cuba futura será esto o aquello apoyándonos exclusivamente en lo que fue, y no a partir de lo que hoy es, descontando que somos cubanos y no checos, húngaros o alemanes orientales. Saludos.
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