Con el discurso que les pongo a continuación abrí el evento que la revista Viceversa organizó en Cooper Union el pasado 15 de octubre. La propia revista publicó hace unos días la versión en inglés.
Sátira o muerte (valga la redundancia)
[Debo empezar este discurso con una disculpa que es a
su vez una fe de erratas. Resulta que pensé que este evento tendría lugar en el
viejo edificio de Cooper Union, un edificio superpoblado de fantasmas en lugar
de este otro, flamante y desfantasmado. De manera que corrijan mentalmente la
alusión a los fantasmas que haré al inicio de mi discurso ya sea
transportándose imaginariamente a aquel edificio o asumiendo que los fantasmas
instalados allá han decidido cruzar la calle para acompañarnos esta tarde].
Y ahora pasaré a leer discurso el real con comienzo
totalmente inapropiado:
Señoras y señores, compañeros y compañeras, público
y pública en general:
Es difícil para mí, devoto de la historia, hablar en
un recinto tan cargado de ella, un edificio donde todavía deben flotar los
espíritus de Lincoln, de Grant, de Teddy Roosevelt. O de Barack Obama, que
seguirá vivo por un buen tiempo pero que hace rato se imagina flotando en la
eternidad. Pero más difícil aún resulta para cualquier devoto de la risa hablar
aquí, en el lugar donde primero se
presentó al público neoyorquino el santo patrón de los humoristas modernos, Samuel
Clemens, más conocido por el sobrenombre de Mark Twain. Y temo que no sea fácil
pronunciar un discurso acompañado por el espíritu del creador de Tom Sawyer y
descubridor de que el sentido común es el menos común de los sentidos. Todo se
complica más si el tema de mi discurso debe ser la sátira política en América
Latina. Repito: Sátira. Política. América Latina. Porque en nuestro continente
siempre se vive bajo la sensación de que no importa cuánto prospere la sátira
política esta será una especie en permanente peligro de extinción. Igual que
los osos pandas en China por falta de brotes frescos de bambú. Y no es que en
Nuestra América escasee el material de que se nutre la sátira. Todo lo
contrario. Del Río Bravo a la Patagonia siempre han abundado los políticos
corruptos, las autocracias de derecha, las de izquierda y las que son ambidiestras
según se presente la ocasión. (Les recuerdo que en este edificio todavía debe revolotear el eco de los discursos del
difunto Hugo Chávez reencarnado en el pajarito de Maduro y el espíritu vivo de
Evo Morales, ese gran calumniador de los pollos). Esta América Nuestra es un continente
donde los trenes y aviones aspiran a tener tanta regularidad como los
escándalos políticos, un continente donde los presidentes pueden ser tan
idiotas que dan ganas de reír, o tan listos que dan ganas de llorar; un
continente donde los parlamentos están tan atestados de impresentables de toda
clase que envidiamos la ocurrencia de Calígula de nombrar a su caballo como
senador. En Nuestra América la presidencia es usada como botín personal al
punto de confundir el erario público con un cajero automático. Allí a los
gobernantes no les basta con vaciar las arcas del país en su beneficio sino que
luego terminan pasándole el cargo a su hermano, a su mujer o al más bruto de
sus choferes. Ante tal abundancia de fresco retoño de bambú para la sátira, cabría
preguntarse ¿por qué no ha producido más y mejor sátira política? ¿Por qué un
continente con una historia tan animada por dictaduras, juntas militares y
genocidios, un continente creador de engendros tan originales como la
narco-guerrilla y el secuestro exprés, un continente que ha estado a la cabeza
de la producción de golpes de estado no sea asimismo el campeón mundial indiscutible
de sátira política?
Admitamos que si la sátira política latinoamericana
no goza de un prestigio aun mayor no es por falta de materia prima. Más bien se
trata de falta de estímulo. O para decirlo con más precisión, se trata de la
abundancia de estímulos negativos. Tanta inestabilidad política y tanta
demagogia para encubrir el abuso de poder hacen de la sátira una de las
profesiones más desprotegidas del continente. Mientras en el mundo occidental
los creadores de sátira están amparados por el derecho a ejercer la libertad de
expresión, en nuestros países la libertad de expresión también existe solo que suele
estar reservada a quien está en el poder en ese momento y a los que lo apoyan. Debo
recordarles que acá en los Estados Unidos hay un día al año en que el
presidente debe burlarse de sí mismo para entretener a la prensa. O que cada
año se le otorga a un humorista el premio Mark Twain y se le ofrece un homenaje
en presencia de sus colegas y hasta del mismo presidente. En cambio en nuestros
países los mejores humoristas se sienten afortunados el año en que no se ha
cursado una orden de detención contra ellos. Eso me recuerda una entrevista que
alguna vez le hicieran a ese pequeño gran escritor que fue Augusto Monterroso.
Este creador ocasional de sátiras políticas y exiliado permanente al preguntársele
por qué los escritores latinoamericanos debían enfrentar la política de manera
distinta a otros intelectuales como Bertrand Russel, respondió que “En
Inglaterra y en Estados Unidos las ideas de Russel podían ser perseguidas, pero
no sus testículos”. Y en cambio, añadió Monterroso, en Latinoamérica “la
policía no persigue esas ideas, no le importan ni las entiende: persigue sus
testículos y hará todo lo posible por arrancárselos”.
En el caso de los humoristas latinoamericanos no se
trata de meras suposiciones. Latinoamérica cuenta con un humorista mártir, el
colombiano Jaime Garzón, asesinado en 1999 por fuerzas paramilitares en
aparente contubernio con miembros de las fuerzas armadas de su país. Y la lista
de humoristas encarcelados, perseguidos o empujados al destierro es mucho más
larga que la de políticos juzgados por los crímenes que dichos humoristas se
han atrevido a denunciar. Pero no se trata solo de la violencia que se ejerce
sobre ellos. Al fin y al cabo, el peligro podría crear una aureola heroica
sobre el humorista y el riesgo inminente podría servir como invitación a
valorar su trabajo. Sin embargo resulta que la sátira por lo general no se ve
en Nuestra América como un trabajo. O mucho menos como un arte. La sátira se ve
como una pésima manía que debe curarse a palos o, si acaso, tolerarse de mala
gana.
Aquel que ande en busca de fama o fortuna hace mal
dedicándose a la sátira, pues ni se paga bien ni se aprecia como se debe. En
sociedades como las latinoamericanas, donde las jerarquías resultan tan
forzadas y artificiales, la risa política se verá siempre como insulto
imperdonable. Ese poder inflado y fofo se obliga a retóricas y poses
ceremoniosas y siente como una amenaza mortal que no se lo tome en serio. En
ese aspecto la oposición tampoco resulta muy diferente a los que ejercen el
poder. Para la oposición la única sátira que merece existir es aquella dirigida
a su rival y ni siquiera así le da muestras de aprecio. En parte porque su
mayor aspiración es algún día ejercer la misma autoridad falsa e inflada que
critica, lucir ella misma los atributos del poder. En parte porque incluso la
oposición más desinteresada considera que cualquier burla de un poder al cual
resisten -muchas veces con heroísmo- rebajará el valor de su propia
resistencia.
Y lo que ocurre con la política en Nuestra América a
su vez se reproduce en el plano de las jerarquías culturales, jerarquías tan
forzadas y frágiles que no puede esperarse que en ella encuentren espacio los
bufones y los sátiros. Si las más elevadas voces poéticas malviven o malmueren
en nuestros países, ¿qué pueden esperar los que se dedican a asuntos bastante
menos serios que describir un atardecer? En América Latina se vive bajo la
impresión de que el equilibrio de la república de las artes es tan delicado
como el de la otra república y solo se conservará en pie si sus habitantes no
se menean demasiado. Pero, me pregunto, ¿qué es la sátira sino el remeneo
furioso de las rutinas del espíritu?
Por otra parte, y a diferencia de los científicos, a
los creadores de sátiras no les queda siquiera el consuelo de justificar su
vida en la búsqueda de una verdad porque la verdad de la que habla la sátira
hasta el cansancio no hay que buscarla ya que está a la vista de todos. Y esa
verdad no es otra que la absoluta desnudez del rey. Mientras sus aduladores
exaltan el rico terciopelo que cubre el cuerpo del poder, lo elegante de sus costuras
o lo sofisticado del diseño (o mientras los opositores cuestionan lo impropio
de usar las arcas del reino para costear el traje), la sátira insiste una y
otra vez en lo que todos ven y no se atreven a mencionar: que pese a lo que se
diga el rey nos está restregando en la cara sus partes privadas ya vueltas
groseramente públicas.
Todo lo anterior quizás explique que a pesar de que
la cultura hispanoamericana hunda sus raíces en satiristas tan notables como
Cervantes y Quevedo sean relativamente pocos los escritores y artistas reconocidos
que se dediquen de manera sostenida a la sátira política. Se comprende que sea
así. Si es cierto que no hay mucho dinero en ese negocio tampoco hay demasiadas
posibilidades de gloriosa trascendencia. Porque al contrario del vino, la
sátira política no mejora con el tiempo, sino más bien envejece rápido y mal,
como mismo le ocurre a los alcohólicos. Y cuando no envejece puede resultar más
peligrosa que cuando se produjo, y en ese caso es preferible no andar cerca. (Llega
ahora ese momento de todos los discursos en que todas las abstracciones previas
se convierten en algo personal: como el recuerdo de aquella vez, a inicios de
los 90, en que me propuse con un par de amigos crear una exposición sobre un
caricaturista cubano de los años 30, el gran Eduardo Abela y su más famosa
creación, El Bobo. La falsa ingenuidad con que el Bobo se burlaba del dictador
de turno de los años treinta resultaba todavía más incómoda para los censores del
dictador de turno sesenta años después. Caricaturas como aquella en que el
camarero encaraba al Bobo para que le dijera por qué cada vez que le preguntaba
“qué quería” le respondía que “nada”. A
la inquietud del camarero el Bobo respondía con otra pregunta: “¿Entonces aquí
no se va a poder decir nada?”. Pues
caricaturas como aquella a los censores de los noventa les resultaban más
actuales, o sea, más peligrosas e intolerables que a los que sesenta años atrás
habían permitido su publicación. Fue una suerte que por esa vez los censores la
emprendieran contra la exposición y no contra nuestros testículos).
Con todo lo anterior no intento descalificar la
sátira política latinoamericana, sino justo lo contrario: trato de aquilatar el
justo mérito de sus creadores en las dificilísimas circunstancias en las que tienen
que trabajar. Porque no solo se trata de la violencia directa o solapada que deben
soportar desde el poder sino también la suspicacia de la oposición, el desdén
del mundo intelectual o la incertidumbre propia. No es extraño entonces que la
más profusa producción satírica venga del mundo audiovisual, ese que le es más
cercano a los que menos supersticiones culturales tienen. Desde la caricatura,
los chistes y las canciones populares hasta los programas de televisión y los
canales de Youtube. Desde los magníficos y seminales grabados del mexicano José
Guadalupe Posada, las publicaciones históricas como la brasileña Topaze, la
chilena La Chiva, la argentina Caras y Caretas, la cubana La Política Cómica
hasta las canciones filosóficas del argentino Facundo Cabral, las cultas y juguetonas
de Les Luthiers, el dibujo punzante y relajado de sus compatriotas Quino y
Roberto Fontanarrosa y quien quiera que haya hecho aquella en que alguien
señalaba a un cura diciendo “Ese fue de los que no se calló ante los crímenes
de la dictadura”. “¿Y qué decía?” preguntaba su interlocutor. “Decía: ‘Por algo
será’”. También reconozco mi parcialidad hacia la sátira enloquecida de las
canciones y las obras teatrales de Leo Masliah, hacia el humor tan poco
hospitalario de la publicación chilena The Clinic o los poemas del venezolano
Aquiles Nazoa que hace mucho han devenido género oral. Ahí están los
caricaturistas Pedro Molina y Manuel Guillén de Nicaragua, Kemchs y Naranjo, de
México o los cubanos Osmani Simanca, Eduardo Abela (nieto), Boligán, Ares y
Ajubel que se hacen con los premios de cuanto concurso de sátira internacional en
que participan. O el ecuatoriano Bonil que tiene como rival en los tribunales y
en el humor al gobierno de su país, un gobierno que es autor de una de las
constituciones más cómicas del mundo. Y en televisión -o esa televisión de
bolsillo que es youtube- confieso mi debilidad absoluta por el argentino Diego
Capusotto, por los venezolanos de “La isla presidencial” o los brasileños de
Porta dos fundos.
Frente a la producción audiovisual la sátira escrita
resulta comparativamente pobre aunque con una dignísima representación. Pienso
en el venezolano Miguel Otero Silva y en su compatriota Otrova Gomas, autor de
libros como “El hombre más malo del mundo” y de la frase “La opinión pública no
es más que la opinión privada convertida en epidemia”. Pienso en el mexicano
Jorge Ibargüengoitia y en los argentinos Copi y (de nuevo) Fontanarrosa, que además
de dibujar también escribía. No debo olvidar al colombiano Daniel Samper, uno
de los humoristas más capaces del continente, para quien el destino no tuvo
ocurrencia más cruel que convertirle al hermano en presidente del país. Sin
embargo confieso que si se trata de la sátira escrita me tienta la de aquellos
que incurrieron en el género ocasionalmente, pero con una sutileza rara en la
profesión. Pienso en las sátiras bananeras del ya mencionado Monterroso en su
“Mr. Taylor” o el García Márquez de “Blacamán el bueno, vendedor de milagros” o
de ciertos momentos de “El otoño del patriarca”. Pienso en el Julio Cortázar de
“Con legítimo orgullo”, en el Juan José Arreola de “El prodigioso miligramo” y
“El guardagujas”, en el Virgilio Piñera de “Los siervos” y “Otra vez Luis XIV”
o en el Vargas Llosa de “Pantaleón y las visitadoras”.
Pero si se habla de sátira política me tendrán que
permitir acá un ataque de chovinismo. No debe olvidarse que Cuba en sus ciento
catorce años de nación independiente ha tenido proporcionalmente más años de
dictadura que cualquier otro país latinoamericano. Se puede decir que la
historia cubana de los últimos dos siglos es la de una larga autocracia
salpicada por pequeños recesos democráticos. En cualquier esquina del
continente un cubano puede proclamarse perito en distopías, profeta de
totalitarismos, gurú de armagedones sociales. Así, sin quererlo nos hemos
convertidos en expertos de lo que pueden hacer las ideologías y rencores sociales
con un pueblo distraído de sus deberes ciudadanos. O sea, con casi cualquier
pueblo. (Y es que el daño demoledor y unánime que produce la implantación de
ciertos regímenes abre las entendederas del humor como bien lo saben los
venezolanos que han dado el salto evolutivo de aquel programa televisivo
titulado “Bienvenidos” a “La isla presidencial”, a caricaturistas como Rayma o al
“El Chiguire bipolar”). En referencia a Cuba ya mencionaba a Eduardo Abela que
iluminó con su chispa la noche machadista pero también podría hablar del cubano
–boricua Pablo de la Torriente Brau quien en esta misma ciudad –a donde vino en
busca de refugio de la siguiente autocracia- escribiera una de las burlas más
salvajes que se conozcan en nuestro idioma en contra de la guerra. Pero tenía
que ser la más dilatada y perfecta de las dictaduras latinoamericanas, esa que
hoy aceptamos como parte del paisaje continental, como los Andes o el Amazonas,
la que haya engendrado uno de los más serios contingentes de artistas satíricos
que se conozca al sur del Río Bravo. Se puede mencionar a esos campeones del
disimulo satírico que fueron publicaciones como Zigzag, El Sable, El Pitirre,
DDT, La Hiena Triste, Aquelarre, el radial Programa de Ramón, el malogrado
Marcos Behemaras o al maestro de la sátira escrita Héctor Zumbado, muerto hace
muy poco. Pero ese disimulo no les valió de mucho cuando todas las
publicaciones fueron suprimidas y el maestro Zumbado sufrió un muy extraño
accidente que anuló para siempre su capacidad para hablar o escribir con
coherencia. Está también ese potente movimiento teatral que se compuso por
grupos como la Seña del Humor, la Leña del Humor, Sala-manca, Nos-Y-Otros,
Onondivepa, los Hepáticos, Lengua Viva, La Piña del Humor, Pagola la Paga,
Honoris Causa y un largo etcétera que incursionaron con más o menos insistencia
y bastante fortuna en la sátira y han dejado una extensa y popular descendencia
en el teatro y la televisión de la isla en personajes como Mentepollo, el Bacán
o Pánfilo. (No es casual que uno de los fantasmas que pueblan esta sala, Barack
Obama, durante su ya famosa visita a La Habana prefiriera reunirse con el
humorista Pánfilo en lugar de con otro anciano bastante menos simpático).
Sin embargo es en la a veces desolada libertad del
exilio donde la sátira cubana ha dado lo mejor de sí. Desde aquellas
caricaturas políticas de Prohías creador de la todavía famosa serie de Spy vs
Spy y el humor antropológico de ese contador de historias que fue Guillermo
Álvarez Guedes a las cartas de Ramón Fernández Larrea a próceres de diversa
ralea, a las exquisitas viñetas literarias de Fermín Gabor, las caricaturas de
Omar Santana, de Pong, de Varela cuando era Varela, y de Garrincha que no deja
de ser Garrincha. O al indescriptible proyecto Guamá creado por ese genio que responde
al nombre de Alen Lauzán y de quien Garrincha acaba de proclamar “Nadie sabe lo
que tiene hasta que lo dibuja Lauzán”. O también puedo referirme a buena parte
de los humoristas mencionados en el párrafo anterior que han puesto la mayor
cantidad de agua salada de por medio para seguir creando: sin patria pero sin
compañero que lo atienda.
Cualquiera que escuche tanta alabanza a los
humoristas cubanos pensará: “Sí, mucha sátira pero la dictadura sigue intacta”.
Como si el deber de la sátira fuera derrocar gobiernos. No, nunca lo ha sido. No
tengo noticias de caricatura que provocara la caída de un gobierno en alguna
parte del mundo. Si así ocurrió fue por pura distracción, accidente puro.
Porque la función de la sátira no es esa. Debe recordarse a Borges, quien
tantas veces se equivocó en política (y tantas veces acertó) cuando dijo que “las
dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las
dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la
idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y
mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera
disciplina usurpando el lugar de la lucidez... Combatir esas tristes monotonías
es uno de los muchos deberes del escritor”. Y el primer deber del artista
satírico, agregaría yo.
Aquellos eran otros tiempos, claro. Ahora se
comprende que no siempre hay que apelar a la violencia para arribar al poder o
mantenerse en él. No hay por qué exterminar pueblos enteros si se pueden
masacrar sus neuronas. Las técnicas de control social han cambiado aunque la
idiotez sea la misma. En cualquier caso el deber de la sátira seguirá siendo el
de combatir esas tristes monotonías que nos exigen que abdiquemos nuestras obligaciones
como seres pensantes. Esas monotonías que se empeñan en derrocar para siempre
el sentido común para que aceptemos que dos más dos es igual a cinco. O que la
redención eterna se alcanza con la llegada de determinado político al poder. Antes
hablaba de la simple y ardua tarea de la sátira política de denunciar la
desnudez del poder. Pero incluso esa, por decisiva que parezca no es la única ni la más
importante. Más importante aún es defendernos de la estupidez y del sin sentido
que inevitablemente generan las pasiones políticas. Y más ahora cuando
comprobamos que ningún rincón de este universo –no importa cuán civilizado y
democrático se pretenda- puede sentirse a salvo del imperio de la idiotez. De
nada vale que ataquemos lo que nos parece injusto y ridículo sin al mismo
tiempo defender y conservar al menos común de los sentidos, ese que nos permite
comprobar a cada rato quiénes somos en realidad y quiénes debemos intentar ser.
Ese sentido común que nos hace entendernos por encima de nuestras inevitables
diferencias. Ese sentido común que nos recuerda que nuestra clasificación como
homo sapiens quizás sea exagerada pero nunca deberá dejar de ser un anhelo
legítimo.
Muchas gracias.
Muy bueno.gracias.coincido en casi todo.sobre todo en los elogios a lauzan.que lastima que su obra sobre la realidad cubana no este quedando impresa.
ResponderEliminares siempre tanto un placer leerte!
ResponderEliminarhumano, intelectural, profundo, auténtico, conmovedor.
si además de mi, hay otros dos que también sienten asi, ya valió la pena. al menos para mi :-)
muchas gracias