“Allí en las estrechas calles, en casitas y bloques de pisos hechos de remiendos, habita la población local, que vive sobre todo del turismo: extremadamente pobre, acaso desesperada, pero por lo general poco proclive a la protesta […] Días más tarde, el cónsul de Alemania Occidental nos obsequió con el comentario de que las prostitutas de Río no aceptaban dinero, o al menos no contaban con que se les diera, y se sorprendían si un cliente se ofrecía a pagar”
Eso lo escribió Joseph Brodsky en 1978 tras
un viaje a Brasil. Podría sorprender que un ser tan inteligente y sensible tragara
(y reprodujera) de manera tan cándida uno tras otro los lugares comunes de la
ignorancia turística. Que dejara a un lado su aguda capacidad de observación simplemente
porque no están dispuestos a hacer el esfuerzo que requiere asimilar el obvio y
superficial cambio de códigos para descifrarla. Menos cuando esa realidad
invita de manera tan insistente a la relajación, a deponer por el rato que dure
la estancia sus facultades racionales y críticas. Puede sorprender que no vea
zonas de contacto entre la poca proclividad de la población nativa a la
protesta y la de su Unión Soviética natal. Que no se preguntara si, descartada la
cercanía climática y cultural, algo tendría que ver que Brasil llevara años
sometido a una dictadura menos pretensiosa que la de su país pero con la
suficiente capacidad de inhibición de cualquier prurito de rebeldía.
Sorprendería este rapto de frivolidad si
se ignoran los esfuerzos que siempre hizo Brodsky por desquitarse los años de
miseria soviética no sólo en términos materiales o espirituales sino también en
ese desgaire mundano que caracteriza a la intelectualidad del Primer Mundo. Como se revela en ciertos momentos de su obra
Brodsky intentaba imitar el cosmopolitismo occidental no sólo en la variedad y
extensión de sus intereses sino también en su más descarada ligereza. Era
su manera de alejarse a toda la prisa posible de los penosos instintos del
homo sovieticus.
Pero, para fortuna de sus lectores, tales afanes le duraban
poco. Podía más su natural decencia de hablar de lo que realmente conocía que
era su propia condición humana, de sus debilidades y su ignorancia. Por eso es
que da fe de la imposibilidad como viajero temporal de entender nada de lo que
está viendo: “un viaje de ida y vuelta es una terrible trampa psicológica: la
idea del retorno nos despoja de cualquier posibilidad de involucrarnos con el
lugar visitado”. Si algo deberíamos aprender en un viaje –intenta decirnos
Brodsky- no es sobre el lugar que visitamos sino de nosotros mismos porque al
fin y al cabo “empiecen donde empiecen, todos los viajes acaban igual: en
nuestro rincón, en nuestra cama”. Y más que sobre nosotros deberíamos aprender nuestra
irremediable insignificancia:
No existen criterios para juzgar la importancia de una vida; pero nada la reduce más que exponerla a parajes extraordinarios y multitudes. Es decir, al espacio. A la postre, quizá por eso viajamos, por eso frotamos nuestras pupilas, nuestras espaldas y nuestros ombligos con desconocidos. Quizá todo sea una cuestión de humildad, y la fatiga instalada en nuestros huesos la verdadera voz de tal virtud
El enfrentamiento de Brodsky a su propia
insignificancia no es más revelador –lo intuimos- que cuando se encuentra con un
“farmacéutico local de origen yugoslavo” que “dio la casualidad que se había
leído casi toda mi obra”. He ahí al escritor relativamente famoso que, escapado
del congreso donde todos sus asistentes se inclinan ante su renombre, descubre a un
admirador sincero entre la masa de seres que lo ignoran con no menos sinceridad. “Cuando conozco gente como
él, me siento como un impostor, porque lo que creen que soy no existe”, confiesa. Es allí
en medio de la admiración particular del farmacéutico donde Brodsky comprende
la irrelevancia de cualquier intento de entender esa realidad o, puestos a
pensar, cualquier realidad que permanecerá impasible frente nuestros esfuerzos
por hacernos sentir.
Porque no hay más que polvo, tierra rojiza, trozos de metal oxidado, edificios inconclusos, multitud de seres de piel morena para los que no significamos nada, como tampoco significamos nada para los de nuestra patria.
Buenísimo. Me encantó
ResponderEliminarMe encantó el texto. Es maravilloso
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