La presentación ayer del libro “Limónov”
por su autor Emmanuel Carrere en la librería “192 Books” de Nueva York fue
apacible si se compara con su libro. Ayudó quizás que el autor, bastante
conocido en su país y el resto de Europa reciba una atención más bien discreta
por acá. Llegó puntual (para los que gusten de las modas de escritores
franceses: gabardina crema, como las de los inspectores de policía de películas
de Truffaut, chaqueta azul Prusia elegante y sobria, jeans y zapatos de cuero
negro muy gastados, sonrisa abierta y ojos cercanos entre sí). Sin demasiadas
ceremonias por su parte explicó que no se trataría de una lectura como se había
anunciado sino que debido a su pobre inglés prefería hacer una presentación
general del libro y que luego el público lo ayudara con preguntas. Habló entonces
del libro o más bien resumió lo que puso en sus primeras páginas: cómo había conocido
a Limonov, cómo se había reencontrado con él y por qué se había lanzado a la
aventura de escribir un libro sobre él. (Su inglés, el de Carrere, no es malo,
todo lo contrario: tiene un acento francés denso y chirriante pero su gramática
es impecable y su vocabulario lo suficientemente amplio para hablar con la precisión
del que tiene palabras suficientes para escoger).
Respondió sonriente todas las preguntas
que se le hicieron de quienes se veía que conocían bastante bien la obra. No
faltó la pincelada pintoresca del americano que se lamenta de lo poco que
conocen sus compatriotas el resto del mundo y en especial el Oriente aunque
Rusia no entrara de lleno en esta categoría. A la pregunta sobre si su madre –famosa
historiadora especialista en temas rusos- tendría la razón al decir que a la
vuelta de unas cuantas generaciones Rusia tendría más o menos la misma
prosperidad y libertades que los Estados Unidos Carrere admitió que la
predicción de esta –tenida como una suerte de oráculo desde que predijo la
disolución del imperio soviético a principios de los 80- pecaba de optimista.
Dijo por otra parte que la reacción de Limónov hacia el libro no había sido
especialmente entusiasta aunque creía que en el fondo le regocijaba que
estuviera dando vueltas una biografía sobre sí mismo. Sobre su reincidencia en
la no ficción dijo no tener una política predeterminada: los temas de alguna
manera habían salido a su encuentro más que ser el resultado de una búsqueda
más o menos persistente.
Cuando le pregunté cómo había conseguido
ese raro equilibrio entre la seducción que puede representar un personaje como
Limónov y los prejuicios de la sociedad de la que proviene –más preocupada en
dejar clara su propia inclinación ideológica que entender fenómenos que le son
ajenos- respondió sin parecer entender del todo lo que le preguntaba. Y es que
en el libro, con todas sus virtudes, están omnipresentes las etiquetas con las
que al parecer los intelectuales parisinos clasifican cualquier realidad que le
sale al paso: aquél es un socialdemócrata, este es otro es un fascista un poco
más a la derecha de los Le Pen etc, algo en lo que insistió a lo largo de su
presentación: que Limónov y él estaban en las antípodas ideológicas. Y si un
mérito del libro resalta entre muchos es el de superar esas etiquetas y
humanizar a su protagonista sin caer por otro lado en la veneración. Un señor ya
mayor, al parecer con mi misma impresión de que el escritor no entendía del
todo la pregunta, levantó la voz desde la segunda fila para exponer su incomodidad
de que siga preocupándonos menos entender la realidad que dividirla en un
asunto entre buenos y malos. O, añadiría yo, que sólo consigamos superar ese
binarismo tonto con un relativismo igual de torpe. No sé cuán bien entienda
este dilema Carriere pero al menos su libro sí lo entiende a la perfección y lo
resuelve con brillantez.
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