A continuación les presento el texto que leí ayer en el XIII Congreso anual del Centro Cultural Cubano de Nueva York que se celebró ayer sobre el tema "El choteo cubano: humor e identidad nacional" y que contó con ponencias de Gustavo Pérez Firmat, Rafael Rojas, Carmen Peláez, Raquel Ulloa, Arístides Pumariega, Armando López y la actuación de Eddy Calderón, Carlos Marrero ("Yeyo Vargas") y Judith González ("Magdalena la Pelúa").
La risa con letra entra
Hay
cosas que uno se encuentra donde menos las espera. “El invierno más frío que pasé fue un verano en San Francisco" dicen que dijo Mark
Twain. Yo, por mi parte –y en este caso pueden citarme de buena tinta–, nunca
me aburrí más que en un congreso sobre el humor. Fue en un frío otoño de
Montreal donde tuve que asistir a conferencias a cual más soporífica sobre
autores supuestamente divertidos a los que los ponentes les habían extraído
hasta el último miligramo de gracia para exhibirlos como al cadáver de la
famosa clase de anatomía de Rembrandt. Yo atribuyo ese despropósito al intento
de aquellos académicos de salvar al humor de su mala fama de poco serio
mediante el recurso extremo de obligarlo a negarse a sí mismo. O puede que no.
Podría ser simplemente que aquellos señores académicos fueran de por sí el
conjunto de personas más aburridas del planeta y que eligieran ese tema de
estudio como intento desesperado para escapar a su verdadera naturaleza. Eso
quizás lo confirme el hecho de que, terminada la sesión de ponencias, no se les
ocurrió manera mejor de pasar la noche que reunirse en el vestíbulo del hotel a
leerse aquellos chistes infames que solían circular en los correos electrónicos
colectivos de hace década y media. Pero si esta descripción les suena a
ensañamiento, a venganza tardía por un mal rato pasado hace quince años están
equivocados. La verdad es que tanto patetismo todavía me despierta la más
profunda compasión, como pueden despertarla reuniones de exiliados planificando
el futuro de un país que ya no existe: y es que aquellos académicos a quienes
sospecho desterrados de cualquier otro cónclave más o menos respetable de
literatura y, por supuesto, de cualquier reunión alegre e irrespetuosa de
borrachines, me han servido la clave para entender las extrañas pero sólidas relaciones
que existen entre el humor, la literatura y el exilio, una fórmula que puede
resumirse así: el humor se le debe buscar en el sitio donde menos se le espera
porque ese es el sitio donde más falta hace.
Porque alguna relación tendrá que haber entre exilio y humor,
al menos en el caso cubano, cuando muchos de los ejemplos más felices de convivencia
entre la literatura y el humor se dieron a consecuencia directa del exilio: ya
fuera el exilio más bien cultural del Virgilio Piñera de los “Cuentos fríos” o
los exilios políticos del Pablo de la Torriente Brau de las “Aventuras del
soldado desconocido”, o de casi toda la obra exiliada de Cabrera Infante o de
Reinaldo Arenas. Esos y otros tantos nombres pueden hacer pensar en dos
posibilidades: una sería si el exilio empuja a la práctica del humor o más bien
es al contrario: que la facultad de reírse de casi todo es lo que impulsa a sus
poseedores a poner tierra por medio de los poderosos que entienden la risa como
un insulto.
¿No es acaso el exilio un concepto que con sólo ser
mencionado basta para amargar una fiesta que hasta el momento resultaba
bastante divertida? ¿No están los así llamados exiliados predestinados a añorar
ciertas modulaciones de la naturaleza o del lenguaje que supuestamente sólo se
dan en la patria abandonada a la buena de Dios o a la mala de los tiranos de
turno? ¿No es acaso el exiliado –pongamos que cubano en este caso– un ser capaz
de derramar lagrimones ante la visión de una palma o la convicción de que estos
frijoles no alcanzan el mismo sabor de aquellos que nos hacía abuela? Las
dictaduras son de por sí solemnes y en momentos claves exigen de sus súbditos
un comportamiento taciturno, pero el exilio, cuando se piensa como tal, no es
muy distinto. Parecería que el exilio tratara de competir en solemnidad con la
tiranía que dejó atrás, como si temiera que de perder la competencia perdería
realidad. Y sin embargo aun así encontramos humor en abundancia en esa parte de
la realidad tan melancólica y lacrimosa en la que somos capaces de
entristecernos recordando una ensalada de aguacate digerida hace varias décadas
atrás.
La pista de estas relaciones entre humor y exilio –además de
aquél congreso- me la dio el insigne y casi olvidado escritor cubano de
principios del siglo XX Jesús Castellanos, autor de frases tales como “la
modestia en nuestra tierra es como los zapatos: muy bonitos pero estorban para
trepar”. Fue él quien en el prólogo a su hilarante reunión de artículos
titulada “Cabezas de estudio” explicaba que estos habían nacido de su necesidad
de liberarse de “toda la dosis de cursilería que en mi alma pusieron tres años
de emigración”. Basta una frase así para imaginarse las circunstancias por las
que tuvo que pasar Castellanos: reuniones nocturnas con salones decorados con
banderas y retratos de mártires, voces crispadas, manos en el pecho, himnos,
discursos y alusiones constantes a la patria que sufre, al yugo que sofoca y a
nuestros hermanos oprimidos. Porque a esos extremos simbólicos, retóricos y
decorativos hay que llegar para rellenar la distancia que media entre la
realidad de esos exiliados y la de su país, para justificar la invocación de
los horrores patrios en un mundo más bien apacible y ajeno a tales dramatismos.
No debe ser casual que las “Aventuras del soldado desconocido cubano” se
inicien con la aparición de su fantasmagórico protagonista en un mítin de exiliados
justamente en Nueva York. Allí (o más bien aquí) el narrador (alter ego de
Pablo de la Torriente Brau) improvisa su discurso ligando “los acontecimientos
mundiales del día, la experiencia de la historia y ciertos conceptos
filosóficos deliberadamente vagos, con los aspectos de la lucha contra el
imperialismo en Cuba”, dejando entrever lo mucho que hay en tales actos de
ritual hueco que pronto será rellenado con el humor que desborda ese monumento
al jodedor cubano que es Hiliodomiro del Sol. Pensemos también en los
conciliábulos secretos y absurdos que aparecen en toda la obra de Virgilio
Piñera desde “Jesús” y “La carne de René” hasta los “Los siervos” como profetizando
(y choteando de antemano) esa larga y penosa enfermedad conocida como
Revolución Cubana. Pensemos cómo Reinaldo Arenas inicia “El color del verano”
con otra apoteosis de solemnidades (la celebración del falso medio siglo de la
Revolución castrista (en realidad han pasado “sólo” cuarenta años) que va a ser interrumpida por la fuga hacia la
Florida de la poeta Gertrudis Gómez de Avellaneda que a continuación es atacada
física y verbalmente por los asistentes al acto. O sea, que otro de los
momentos más delirantes del choteo cubano es ese carnaval de humillaciones que
ahora se conoce como acto de repudio. (Por otra parte –y tratando de
universalizar mi experiencia cubana– recuerdo haber estado en un par de bar mitzvás
sentado durante horas escuchando letanías en hebreo y creo que nunca me he
aburrido más en la vida excepto –por supuesto– en aquel congreso sobre el
humor. Entonces fue que creí entender el secreto del humor judío imaginándome a
unos hermanos Marx niños escuchando salmo tras salmo en la sinagoga mientras
sus mentes trataban de escapar a donde sus cuerpos no podían). Caso aparte
sería el de Castor Vispo, el genial libretista que resumió todo el teatro bufo
en el programa radial “La tremenda Corte”. Fue nada menos que un gallego nacido
y criado en Cambre, La Coruña quien reconstruyó la cubanidad a través de
personajes -como Rudesindo Caldeiro y Escobiña y José Candelario Trespatines- que
creaban los diálogos y situaciones más divertidas y surreales en uno de los sitios
más serios que pueden existir: nada menos que en un tribunal de justicia. Vispo
no era exiliado aunque sí inmigrante quien, a partir del triunfo de la
revolución, ya mayor para emprender otra fuga, se vio convertido en un exiliado
interior hasta que la muerte le llegó en 1973. Afortunadamente, a pesar del
destierro que sufrió de los medios de comunicación desde principios de la
revolución ahora Ecured, la Wikipedia provinciana de la siempre fiel isla de
Cuba, ha decidido acabar con su vida en 1966 y así ahorrarle retroactivamente
siete años de penoso inxilio. (Cuenta una leyenda urbana que un par de comediantes
televisivos hablaron por teléfono con su viuda para recuperar aquellos libretos
que se habían difundido por las ondas radiales de toda Hispanoamérica y ella
les contestó que fueran a buscarlos. Dicen que al acercarse a la casa vieron
una humareda que se levantaba por encima de esta que al entrar la viuda los
hizo pasar al patio donde ardía una gran fogata alimentada por el papel de los
libretos. Todo lo que quedó de lo que había escrito quedó entonces en el aire:
el contaminado por aquel humo suicida y el que todavía transmite sus programas
por todo el hemisferio). Los corresponsales y actualizadores de Ecured y
wikipedia anoten estos datos: Castor Vispo nació el 3 de junio de 1907 en
Cambre, La Coruña y murió el 1ro de octubre de 1973 en La Habana de un cáncer
del colon*.
Pero volviendo al caso de nuestros escritores y el humor: una
golondrina no hará verano pero dos o tres ya bastan para enunciar una ley de la
historia o de la literatura. Y la ley que propongo es esta: es definitivamente el
humor el llamado a equilibrar el patetismo que se deriva fatalmente de la
nostalgia, el dolor, la impotencia y la desesperanza que producen no sólo los estados
totalitarios sino también esa condición que llamamos exilio. Agradezcámosle al
humor no sólo las sonrisas que nos saca en medio de la adversidad sino que nos
ayude a mantener cierta dignidad. “Pienso que la realidad en general es siempre
tan desmesurada y tan cruel que si perdiéramos la risa lo perderíamos todo”.
Eso no lo digo yo sino Reinaldo Arenas, que bien sabía de desmesuras y
crueldades. Y de exilios. Vale agregar que no debemos dramatizar nuestra
realidad cotidiana llamándola exilio. Uno no se despierta todas las mañanas en
el exilio ni va a tomarse una cerveza en una esquina de su destierro. Exilio es
lo que nos sorprende cuando se acaba una fiesta, o a la salida de un concierto,
justo cuando más a salvo nos sentíamos de él. O a donde vamos voluntariamente a
encontrarnos con hermanos de causa, en el sentido más presidiario del término.
Dicho esto –convirtiendo en verano este puñado de golondrinas–,
quedarían por explicar las relaciones entre el humor y la literatura en el
exilio ya no sólo como contrapeso al patetismo de nuestra realidad o, más bien,
al patetismo con el que la miramos. El más plañidero de los compositores
cubanos se quejaba en una de sus canciones de que le pidieran obras alegres
“con tantos motivos para no reírse como hay” cuando justo la risa es más
necesaria allí donde tiene menos pretextos aunque no menos sentido. Y que lo
diga el pueblo judío con su historia atroz y su humor refinadísimo y al mismo
tiempo a prueba de balas. Con respecto a la realidad cubana el humor también ha
sido usado no solo como contrapeso a la adversidad sino también como
instrumento –como le diría el Lobo a la Caperucita Roja– para entenderla mejor.
El humor puede y debe funcionar como las gafas de sol: para evitarnos
deslumbramientos innecesarios de la realidad y permitirnos concentrarnos en la
cosa en sí, sin la distracción de las convenciones. Sólo el humor nos permite
someter una realidad tan desmesurada y esperpéntica al juicio implacable del
sentido común. “Creo que el humor tiene un papel fundamental: es la única manera
de decir una realidad cuyo patetismo resulte tal que pierda efectividad al ser
contada” dice nuevamente Reinaldo Arenas con esa sabiduría incontestable que
sólo tienen algunos muertos. Para evitar las deformaciones del pathos y
explicar horrores que escapan a todo entendimiento –más que por profundos, por
duraderos, en un régimen que a escala humana se asemeja al infinito– se acude a
esa risa amarga de la que buen uso han dado dramaturgos exiliados como Iván
Acosta o escritores de la generación de Mariel
como el propio Reinaldo Arenas, Juan Abreu, Miguel Correa o Néstor Díaz de
Villegas. O a la risa bastante más laxa que encontramos en los ensayos Gustavo
Pérez Firmat o en la correspondencia de Ramón Fernández Larrea con celebridades
cubanas que van desde la Virgen de la Caridad del Cobre hasta la vaca Ubre
Blanca. O en la incansable creación de programas televisivos de libretistas
como Luis Santeiro o el propio Fernández Larrea que hacen sospechar en felices reencarnaciones
de Castor Vispo, que no se resigna a ser el humo de viejos libretos. O en las desaforadas
burlas dirigidas al estamento intelectual cubano dentro y fuera de la isla del
enigmático Fermín Gabor, de cuya autoría real han acusado a todo intelectual
cubano vivo con algún sentido del humor. Y en este caso único preocupante es
que la lista de sospechosos no pasara de dos o tres nombres.
Supongo que esto último se deba a que la risa que he esbozado
aquí como una especie de superhéroe encargado de cumplir tareas imposibles por
otros medios me recuerda más bien al personaje Bola de Sebo, aquella prostituta
del famoso cuento de Guy de Maupassant. Todos se vuelven a la risa en los
momentos más complicados, cuando ella es el último recurso pero, cuando pasa el
peligro, no le ofrecen otra cosa que un desprecio similar al de la prostituta
del cuento. Solo ello explica que hayan intentado convertir a escritores como
Virgilio Piñera o Reinaldo Arenas, en meros santones literarios en lugar de esos
seres maliciosos y endemoniados que siempre fueron, sin paz para ellos mismos
ni para nadie. Pero no nos sintamos sorprendidos ni indignados. Seguimos siendo,
pese a todos estos años, un pobre pueblo joven que como la luz o la infancia aún
no tiene rostro y que se ríe todo el tiempo excepto cuando se hace la foto con
la que piensa fijar su imagen definitiva, trascenderse. Para la foto ofrece otra
imagen más seria y adusta porque piensa que así va a quedar mejor, sin saber
que la risa nos muestra tal y como somos: un pueblo desesperado por escapar del
aburrimiento terrible que le produce su propia Historia, su propio destino. Y
dejamos la risa fuera de lo cubano como mismo se la deja fuera de todos los
congresos sobre el humor (menos de este), para volverla a buscar en donde menos
se la espera: en algún clásico de la literatura o en un velorio.
*Quiero agradecer públicamente al escritor Ernesto Santana por haberme enviado esta información desde La Habana.
No, Cuba ya no existe. Lo que ocupa su lugar es otra cosa que usa el antiguo nombre. Lo mismo es aplicable a La Habana. Se puede persistir en la nostalgia, pero la nostalgia no puede resucitar lo extinto, ni siquiera cuando se tiene la capacidad evocativa de un Cabrera Infante.
ResponderEliminarEl humor y el choteo tienen su lugar, pero todo no se presta para eso ni admite de ello, aunque se intente. Tirarlo todo a juego, broma o relajo es un arma de doble filo, pues se acaba por trivializar cosas que no son nada triviales, y por quitarle importancia a cosas que la tienen. Los cubanos son demasiado propensos a ser, o tratar de ser, indebidamente graciosos. Eso puede serle una suerte de alivio a los que lo practican, pero que resuelva algo de verdad, o que "haga una diferencia" como dicen los americanos, es otra cosa. Por supuesto, todo depende del caso y el contexto, pero creo es mejor pecar de serio que pecar de juguetón.
ResponderEliminarRealpolitik: ya estoy aburrido de oir el argumento que acabas de exponer como me imagino que te aburra el mio. solo te digo que el regimen que se asento en 1959 trajo toda esa seriedad que parece gustarte tanto. por lo demas ese estilo de la revolucion que reclamaba Manach en ensayo homonimo fue justo lo que se implanto despues: justo lo que se describia alli era el totalitarismo y es raro pero hasta ahora nadie lo ha hecho notar.
ResponderEliminarRealpolitik, espero que lo que hayas escrito sea un chiste, porque los que "trivializan" cosas tratando de ser graciosos no son los humoristas, sino los pesaos de toda la vida, cuando se hacen los graciosos. Y hacer la apología de la seriedad, pensando en Cuba, es para ponerse a lloriquear como Silvio. La seriedad auténtica tiene que saber reírse de sí misma o se convierte en su hermana sangrona, la solemnidad, que es lo que nos sobra a los cubiches.
ResponderEliminarPor cierto, ¿pudieras decirnos qué ha pasado con La Lengua Suelta de Gabor? (la ausencia de la coma es deliberada), pues hace mucho tiempo no aparece nada de él en ninguna parte.
ResponderEliminar¿Tuvo "disparidad de criterios" con la gente de La Habana Elegante y decidió no escribir más ese espacio o está muy ocupado? Te agradezco de antemano cualquier respuesta.
La “seriedad” del castrismo , como prácticamente todo lo asociado con el mismo, es una cosa falsa y de mala fe, una pantalla, una fachada para darse importancia y encubrir su verdadera naturaleza, para amedrentar y controlar mejor. Yo no hablaba de ese tipo de “seriedad” ni la propongo, y me decepciona tal interpretación de lo que dije. Repito, todo depende del caso y del contexto, y de las verdaderas intenciones de los involucrados en el asunto.
ResponderEliminarCon respecto a la solemnidad, al menos en mi experiencia, los cubanos en general son mucho más propensos al relajo que a la solemnidad, aunque ciertas “figuras,” sobre todo si viven del cuento, hagan gala de solemnes. Yo tampoco tenía en mente a tales figuras, o figurines, que son bastante fáciles de detectar y por lo tanto de tratar como se merecen. No solamente rechazo la "seriedad" perversa del castrismo; también rechazo el cinismo "juguetón" de un Grau San Martín, al que aparentemente le daba lo mismo una cosa que la otra y pretendía estar por encima de la "bobería" y ser tremendo bicho, aunque lo que hizo fue tremenda mierda. O sea, hay que darle a cada cosa su debido lugar y su debido peso, y tratarla de acuerdo a su naturaleza.
Buenas! Sé que llego tarde a esta conversación, pero me ha gustado mucho la conferencia. Quería preguntar si existe la posibilidad de leer las otras ponencias en algún sitio? Me interesa el tema del humor en la cultura cubana. Mil gracias!
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